Una ayudita desde... el otro lado

Ese domingo en especial me sentía un poco intranquilo. Estábamos con el editor terminando las ultimas páginas del periódico para enviarlas a la imprenta. Esa noche se jugaba la final de la Copa Libertadores en Uruguay y dada la hora en que el encuentro terminaría y lo apretado del juego, el editor decidió hacer dos portadas para llevarlas a la imprenta y tenerlas listas en la prensa. Apenas supiéramos el resultado final colocaríamos la portada con el equipo ganador. No había internet, teníamos en la oficina una maquina como un fax que todo el día estaba imprimiendo noticias en rollos de papel de forma continua de las agencias noticiosas como: Notimex, AFP o FP. Aparte de eso las llamadas oportunas a periodistas locales nos servían de fuente informativa.

En la oficina se vivía un ambiente bullicioso, se hacían apuestas, se celebraban los goles y se crispaban los nervios. La páginas interiores del periódico ya estaban listas, salvo una, que iría con el comentario final del juego y estaba a cargo del editor; un  veterano periodista de pluma aguda, certera, de fácil improvisación, demoledor en sus criticas y con una memoria enciclopédica en cuestiones de fútbol.

La nieve había comenzado a caer desde la mañana y aun en la noche seguían los copos blancos acumulándose sobre las calles de Queens en Nueva York. La quietud y la helada luminosidad de la noche contrastaban con el cálido y a veces sofocante ambiente de la redacción del periódico. Se tomaba café caliente todo el tiempo, se hablaba a los gritos por teléfono, se escuchaba la radio con fuerte volumen, se conversaba aun mas alto para tratar de ahogar los otros ruidos y los ánimos se caldeaban en cada jugada dudosa.

Faltando 10 minutos para finalizar el juego salí de la oficina con las dos portadas listas para la imprenta a la espera del resultado. La rotativa estaba ubicada en una zona industrial que daba justo en frente de Manhattan, cuya vista a la Gran Manzana con sus enormes rascacielos negros agujereados por las incontables ventanitas de dorada luz que contrastaban con la nieve cayendo sobre la metrópoli reflejaban la imagen bellamente sobre el rio Hudson.

A eso de las 2 de la mañana terminaron de imprimir el periódico, justo para que los camiones repartidores salieran a hacer sus entregas. Los dejaban en la madrugada del lunes en los kioscos de revistas, supermercados y "Groceries" del área metropolitana.

Una cierta cantidad de periódicos quedaban para repartir en restaurantes y negocios colombianos por donde los camiones no pasaban. Esa ruta de entrega la hacia yo en la madrugada. Manhattan, New Jersey, Brooklyn y Queens eran los condados que recorría en la ruta. Comenzaba a eso de las dos de la madrugada y terminaba como a las 8 de la mañana.

Me gustaba a esa hora cuando la nieve estaba cayendo y la blanca alfombra de copos cubría las calles de la ciudad ser el primero en dejar las huellas al caminar. Se sentía suave hundir las botas en esa fría y mullida superficie. Las bolsas de basura en la calle, los desperdicios regados, las imperfecciones de los andenes, lo feo, y lo inmundo de la ciudad cubiertos por ese manto embellecedor, reluciente, impoluto. No importaba que unas cuantas horas después, cuando la gigantesca mole de concreto despertara, las calles, los andenes, los parques, todo se convirtiera en un lodazal, en un barrizal por los millones de transeúntes que se desplazarían a sus trabajos y por los carros que recorrerían la ciudad a toda prisa.

En ese momento estaba solo, dejando los periódicos en las puertas de los cerrados negocios; la nieve y yo, la soledad y yo, mis pensamientos y yo, caminaba, entregaba, manejaba y continuaba. Respiraba el gélido aire de la madrugada y expelía el caliente vaho de mi cuerpo por la boca, lo disfrutaba.

Como a eso de las cuatro de la madrugada iba atravesando en la camioneta el gigantesco cementerio Metropolitano de Nueva York que esta situado entre Brooklyn y Queens; en una curva llena de vehículos estacionados a lado y lado de la vía cubiertos con el mullido manto de nieve que los hacia parecer montículos de helado  de vainilla de diversos tamaños, la camioneta derrapó en la lisa superficie del pavimento, trate de aplicar los frenos pero fue peor, el carro comenzó a zigzaguear descontroladamente; baje la marcha del motor a través de los cambios pero ya era demasiado tarde. La camioneta se fue yendo de lado hasta terminar con el parachoques delantero incrustado en un árbol en medio de dos pequeños sedanes estacionados al lado derecho de la estrecha y solitaria calle.

Después del metálico y chirriante ruido que produjo el choque, se avino una calma absoluta, un silencio sepulcral. Nada se movía, nada se escuchaba. Miré hacia todos los lados buscando algún espectador, algún alma que solitaria caminara por esos linderos, pero nada, estaba solo, al fondo la blancura del cementerio con sus mausoleos y tumbas iluminaba la críptica escena.

Bajé lentamente del carro, temblaba un poco por el susto y el shock del accidente. El fuerte impacto del golpe había hecho rodar por el piso el blanco manto que cubría los carros y me mostró la dimensión del daño: el parachoques delantero de mi carro estaba incrustado en el árbol y el faro delantero derecho estaba destrozado lo mismo que el guardabarros.

Volví y me subi al carro para pensar con claridad que hacer. Encendí el motor del carro, afortunadamente se escuchaba bien, puse el carro en reversa y comencé  a soltar el freno y acelerar para producir un vaivén y tratar de soltar el parachoques del árbol. Nada, inútil, las llantas comenzaron a patinar en el pavimento salpicando aguanieve por todos lados. El olor a caucho quemado me hizo desistir del intento. Volvi y me bajé, revise de nuevo el daño, me subi otra vez, encendí en motor y de nuevo intenté, nada, inútil.

Comenzaba a intranquilizarme pues aun me faltaba mas de la mitad de la ruta por entregar y de ello dependía el éxito de las ventas del periódico esa mañana pues los aficionados al fútbol, de camino a sus trabajos antes de subirse al subway lo comprarían en los kioscos para enterarse de los resultados de sus equipos favoritos y en especial de la final de la Copa Libertadores; si no llegaba a tiempo, se perdía la venta.

A pesar del frío intenso que hacia esa madrugada comenzaba a sudar por el desespero y la frustración de no poder resolver nada. Estaba subiéndome al carro de nuevo para intentarlo otra vez cuando por la acera apareció un hombre caminando enfundado en una vieja y raída chaqueta de cuero negro. Se acerco a toda prisa y me dijo: "vi lo que paso, venia caminando para mi casa y quise ayudarlo, súbase al carro y trate de ponerlo en reversa yo le ayudo a sacar el parachoques desde acá". No tuve tiempo de pensar, comencé a acelerar y el hombre agachado en la parte delantera del averiado carro trataba de destrabarlo del árbol. Aceleraba, soltaba, frenaba, repetía y el hombre desde afuera empujaba, trataba: "Hágale, acelere, suelte, otra vez, así, mas". oía que me decía. En un momento dado el carro se soltó y salió disparado en reversa tan repentinamente que si no freno a tiempo me hubiera estrellado de nuevo con el grueso muro del cementerio.

Frene a tiempo, me baje rápidamente para darle las gracias al hombre. camine hacia el árbol para buscarlo, no lo vi, mire al rededor y nada, di una vuelta en el árbol y tampoco. "Que se hizo", pensé. Mire otra vez, nada, la desierta calle y el frío camposanto eran mis únicos acompañantes. Una gélida corriente de aire frío recorrió mi espalda al mirar hacia abajo y comprobar que no habían huellas en la nieve del hombre por ninguna parte!.

Me subí al carro y aterrado acelere para salir del cementerio lo mas rápido posible.

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