Doña Aurita

"Mijo, mijo, me mataron a mi Carlitos, mi muchacho". Esas palabras salían del corazón de una madre destrozada, abatida por la nefasta noticia. Me abrazo llorando: "Mijo usted no sabe el dolor tan grande que representa la perdida de un hijo, así tan repentinamente, es muy duro, duele". Lavó su herida con llanto por unos momentos y después, como era su costumbre, recuperó la compostura, su altivez: "Venga, ayudeme a arreglar la casa para el velorio". No la volví a ver llorar nunca mas, al menos en publico, ni en esos aciagos y tormentosos días que siguieron al entierro de "Canuto", ni en las muchas ocasiones en que el destino puso a prueba su temple y su carácter.

Cuando la conocí, por allá en los años 70 estaba afincada en el sur oriente de Colombia, en el departamento del Caquetá. Con su esposo Don Serafín habían emigrado de su natal Salento en el Quindio huyendo de la violencia, de los ríos de sangre que dejaron los enfrentamientos entre Liberales y Conservadores en los años 50 cuando asolaron los campos de Colombia al grito de "Abajo los Godos" o "Abajo los Rojos". Se radicaron en Cali y de ahí se fueron a colonizar las selvas del Caquetá.

De una pequeña parcela de tierra que compraron con un destartalado rancho de madera, llegaron a tener una de los hatos ganaderos mas importantes de la región. Palmo a palmo le ganaron terreno a la selva; aserraban el monte, desraizaban los enormes arboles, quemaban la tierra para luego abonarla y sembrar maíz y frijol en ciertas partes y pasto en otras para hacer los potreros donde luego pastaría el ganado. A caballo nos demorábamos días en recorrer la hacienda en su totalidad.

Cuando llegué a la hacienda a pasar una temporada tenían una nomina de mas de cincuenta jornaleros viviendo en las barracas contiguas a la casa grande. Doña Aurita se levantaba todos los días antes de las cuatro de la madrugada para moler el maíz que previamente había desgranado y dejado en agua la noche anterior. Con la tenue luz de una vela comenzaba el día en silencio para no despertar a su marido. Prendía el enorme fogón de leña, molía el maíz, lo amasaba y formaba con sus laboriosas manos las redondas arepas para toda la cuadrilla de trabajadores que muy a las seis de la mañana estaban sentados en los amplios corredores de la casona esperando el desayuno para comenzar el día. Chocolate oscuro recargado y amargo, arroz, frijoles y arepa, de eso consistía el desayuno diario, eran mas de sesenta platos que tenia que servir en menos de dos horas.

"Cuuu, tuuuu, cuuuu" se la oía llamando a las gallinas para alimentarlas con el maíz que les iba tirando al piso mientras estas llegaban por montones a rodearla. Luego bajaba al río a lavar la ropa, después la subía para secarla en las cuerdas colocadas en los amplios solares de la casona. A las cuatro de la tarde que iban llegando los trabajadores ya tenia listo el almuerzo: frijoles negros, arroz, carne y la infaltable "agua'epanela" con limón para la sed.  Incansable, recia, enérgica, terminaba la jornada muy tarde en la noche para al día siguiente comenzar con la rutina.

No se como aguantaba ese duro trajín de la vida del campo, parecia esculpida en bronce, en contadas ocasiones me desperté temprano para ayudarla a moler el maíz y alimentar el fogón con leña para mantenerlo vivo. La veia moverse a la luz de las llamas, vestia pantalones y delantal largo, se recogía el oscuro pelo en una moña, que le permitia ver el impenetrable semblante ensombrecido por la mortecinas llamas del fogón. Rostro trigueño, de facciones indias con profundos surcos que delataban una vida de duros comienzos, ojos negros impenetrables que cuando te miraban veían mas alla de la superficie, se adentraban en tu conciencia y se te hacia difícil sostenerle la mirada y menos mentirle.

En una ocasión, lo recuerdo muy bien, la casona se había llenado de ratas que en la noche no dejaban dormir con su correteo en el cieloraso de madera de la casa, no había veneno que las exterminara. Doña Aurita mando a un trabajador a tumbar el entretejado de madera con lo cual las infelices ratas comenzaron a caer del techo al piso corriendo asustadas y despavoridas. A dos manos Doña Aurita las cogía con una impresionante agilidad por los despelucados rabos y en dos voliones las estrellaba contra el piso. Pocas se le escaparon, nosotros con un palo de escoba tratábamos de matarlas y de esquivarlas por lo repugnantes sin ningún resultado positivo.

Así era Doña Aurita, así la conocí por aquella época. Y por aquella época de nuevo el oscuro manto de la violencia volvió a tocar las puertas de su casa. Las FARC, la guerrilla colombiana  llegó a pedir el impuesto mensual que les cobraba a los campesinos y hacendados por dejarlos trabajar en paz. Don Serafín negocio hábilmente con ellos una mensualidad, pero cada vez se volvían mas exigentes y amenazantes. La situación se hizo insostenible y la guerrilla comenzó con sus habituales amenazas de secuestro. Una oscura noche lluviosa Doña Aurita saco clandestinamente a Don Serafín y su nieto Eduardito de la finca Rumbo a Cali. Se quedó, arregló asuntos pendientes, liquidó trabajadores, cerró la puerta y abandono la finca para siempre.

En Cali compartí con ella muchos años, vivíamos en la misma casa, en ciertos momentos deseé que se hubiera quedado en su hacienda pues su presencia me intimidaba; con su fuerte carácter imponía las cosas sin tener derecho a replica alguna. Otras, en las mas contadas ocasiones me deleitaba con sus exquisitos platos de la gastronomía colombiana que preparaba a las mil maravillas.

Pasaron los años y llegó un día en el que como dice "La canción de la vida profunda" de Porfirio Barba Jacob:
Mas hay también ¡Oh Tierra! un día… un día… un día…
en que levamos anclas para jamás volver…
Un día en que discurren vientos ineluctables
¡un día en que ya nadie nos puede retener!.


Y esos vientos ineluctables pusieron mi velero rumbo a Nueva York!.

Allá llegó con Don Serafín, los vi una fría mañana de invierno. Me abrazo y me dijo: "lo hemos extrañado mijo, que esta haciendo con su vida por acá tan solo, recuerde que tiene una hija y una esposa que lo quieren mucho y lo están esperando". Pero ya los dados habían rodado sobre la mesa y me marcaban un rumbo distinto.

Pasado un largo tiempo, quizás quince años o mas volví por Colombia y la visite, ya Don Serafín había partido de este mundo. De la altiva mujer, de su mirada penetrante e inquisidora, de su presencia intimidatoria, de su negro pelo solo quedaba la imagen en mis recuerdos, en mi memoria. La mujer que tenia enfrente de mi, la frágil anciana de pelo blanco que se levanto con dificultad y me abrazo era otra. "Que alegría verlo mijo, yo creí que se había olvidado de nosotros." Charlamos un rato, su memoria iba y venia con vividos recuerdos y vacíos angustiosos, se perdía en laberintos del pasado trasponiendo fechas y lugares. Al despedirme y abrazarla de nuevo, supe al instante que ese era el ultimo abrazo que le daba y el ultimo adiós que le decía!.

Esta semana supe que había ido a reunirse con Don Serafín su esposo, con sus hijos Carlitos y Haydée, con sus nietos Homerito y Fabito. Tenia 96 años, dicen que ya no quería comer, se resistía a seguir viviendo, "entre uno mas vive mas se decepciona de la vida, de las personas, mas desengaños sufre mijo" me había dicho la ultima vez que la vi. Murió sola, en brazos de nadie que fuera su sangre. La que fue el motor de la familia Toro, la que calladamente en las noches, en la intimidad de su alcoba guíó y llevó de la mano a Don Serafín a obtener sus logros, a cumplir sus metas, a tener lo que tuvo, a construir lo que construyo.

No le puedo dedicar una oración por que no rezo, por que no creo… pero si le puedo rendir un sencillo homenaje con estos recuerdos, con estas memorias. Y como hago con todos mis seres queridos que han partido antes que ella, destaparé una botella de vino tinto, me serviré una copa y la beberé lentamente mientras escucho "Mama Vieja" de los "Calchaleros" en su honor!.







   

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