Los "Muchachos" del Caquetá

Salieron de la nada, eran unos 15 o 20 hombres armados.
"Desmonten de sus caballos y se tienden en el suelo boca abajo señores!", vocifero uno de ellos.

Corría el año 1.980 y estábamos pasando una temporada en la finca de mi ex-suegro. Llevábamos ocho meses y aun no me habituaba a las duras faenas del campo.

De madrugada, a las cuatro se levantaba doña Aura, mi ex suegra una mujer de carácter fuerte y don de mando, que manejaba el hato con mano férrea, daba ordenes y controlaba capataces, jefes de cuadrilla, obreros rasos y temporales con la misma voluntad y dominio que llevaba su hogar. De facciones aindiadas y recias, piel trigueña, pelo negro lacio, robusta e incansable en sus labores.

Don Serafín, su esposo, no se quedaba atrás, apacible en su comportamiento pero estricto y justo en su trabajo, llevaba todas las cuentas en su cabeza. Habían salido muchos años atrás huyendo de la violencia de los "Godos" contra los "Liberales" en su natal Salento en el departamento del Quindio, de noche me decía, salían sigilosamente de sus casas para dormir a la intemperie con sus hijos en el monte, por que en la madrugada pasaban las hordas de "Pájaros" como le llamaban a los "Godos" arrasando y quemando casas de los que se suponían era liberales, "tumbando cabezas, violando mujeres, asesinando niños" me contaba, "los curas eran godos y en confesión le sacaban a los feligreses su filiación política para luego pasarle el dato a sus copartidarios", volvía y me repetía. La lista era interminable, hermanos, primos, tíos, amigos, todos habían caído en esa absurda lucha que por épocas cambia de color, de partido político o de ideología pero que aun hoy sigue desangrando a Colombia.

Lograron abandonar su pueblo una oscura noche por entre el monte, atravesaron cañadas, evadieron cercos y cuadrillas de asesinos hasta llegar solo con sus ropas, sus hijos y sus ilusiones a Cali en el departamento del Valle.

Se levanto con su arduo trabajo, tenia una innata astucia para los negocios, compro un camión y sin saber manejar (nunca aprendió) llegó a tener una flota de camiones que, un buen día vendió para comprarse una finca en el Caquetá, por que añoraba el campo y sus faenas. La finca la fue creciendo, comprando las haciendas que colindaban con su finca, se convirtió en uno de los hacendados mas poderosos y respetados del area.

En la madrugada, cuando doña Aura se levantaba a prender fogones y mecheros de petróleo para alumbrar la casa, con su "cuuutuuu, cuuuutuuuu" llamando a las gallinas para darles maíz despertaba a todo el mundo y comenzaba el día. Con la tenue y temblorosa luz de una vela nos vestíamos; botas de caucho, machete al cinto, pañuelo en el cuello y sombrero "voltiao" componían nuestro atuendo. Ya en el comedor, de mesa de madera rústica y larga estaba el plato de frijoles negros con huevos revueltos, chocolate sin leche y arepa de maíz, para aguantar el duro trabajo de la hacienda ganadera. Hacia mas de 50 desayunos con sus respectivas arepas para despachar la cuadrilla de trabajadores que componían la nomina de la finca. Antes de las seis tenia que estar todo el mundo listo, con caballo ensillado, ración de panela y queso en la mochila, además de la cantimplora colgando del cabezote de la silla del caballo.

El capataz de la hacienda era un muchacho joven curtido por el sol y los ajetreos del campo llamado Reynaldo, de cuerpo delgado pero fibroso, mediana estatura, de mirar malicioso y libidinoso, de reacciones rápidas en  la pelea, hábil con el machete y la palabra. Enamoró de la hija menor de don Serafín y ahora, muy a pesar de la familia se habían casado después de protagonizar una fuga con la muchacha, llevandosela para otro pueblo, a donde le toco ir doña Aura para perdonarlos y traerlos de regreso a la finca. Diestro en el caballo y aceptado por  los peones que le obedecían sin chistar pues lo consideraban uno de ellos, se había convertido en el brazo derecho de don Serafín y era con el con quien yo andaba todo el día, de un potrero para otro supervisando las labores, arreando ganado o simplemente sombreandonos debajo de algún árbol escuchandole sus anécdotas y aventuras que me asombraban por su audacia y valentía.

A medio día llegaban los "gariteros" eran muchachos de la hacienda que transportaban el almuerzo preparado doña Aura, lo traián en viandas de aluminio compuestos de tres unidades, la primera con la sopa de pasta, la segunda el "seco" que era arroz y una carne dura y salada pues como no había electricidad y mucho menos nevera, la salaban para toda la semana y guardaban en ollas de barro para que se conservara, se ennegrecía y endurecía así la dejaran desde el día anterior en agua para "desalarla" y ablandarla. El ultimo vianda era la mazamorra, caliente pero reconfortante y nutritiva. Consumido el almuerzo seguíamos a caballo recorriendo potreros, revisando cercos, correteando micos o cazando algún animal salvaje para la noche asarlo. A las 4 de la tarde enfilábamos para la casa principal de la hacienda pues había otras casas regadas por la finca donde vivían los jefes de cuadrilla.

Después desensillábamos los caballos los bajábamos al río Doncello que era de cauce arenoso y acaramelado para cepillarlos, refrescarlos y alimentarlos para el siguiente día. Aprovechábamos y nos bañábamos un rato no sin antes agitar ramas y mover el agua para hacer salir a las culebras o "babillas" (caimán pequeño) que estuvieran adormecidos en los alrededores. Ya frescos (era el único baño del día, pues en la madrugada era imposible bajar al río) subíamos por la pendiente hasta la casa y en el corral armaban los asadores para poner la carne, desenterraban las vasijas de barro conteniendo la chicha de maíz fermentado que llevaba semanas bajo tierra, al abrir las vasijas salía un olor agrio, fuerte y penetrante que inundaba el ambiente, las destapaban y le quitaban la "nata" de encima, el viscoso liquido amarillento burbujeaba producto de la fermentación y del alcohol producido, servían la bebida en "mates", sacaban tiples y guitarras y comenzaba el jolgorio llanero. Los payadores o juglares hacían de las suyas contando anécdotas cantadas y bailando sus joropos al ritmo de los instrumentos.

A las diez de la noche reinaba el silencio del campo, solo quedaba la música de los grillos, el croar de las ranas, el silbido de algún pájaro nocturno y el retumbador ronquido de doña Aura y don Serafin que desde mi cuarto, contiguo al de ellos y dividido solo por tablones de madera me perturbaban de vez en cuando el sueño.

El domingo era el mejor día; nos bañábamos temprano en el río, sacábamos la "pinta dominguera", ensillábamos los caballos y poníamos rumbo al pueblo. Por dos horas seguíamos un camino de arrieros, bordeando pendientes y atravesando pastizales donde muchas veces los caballos enterraban sus patas hasta la cintura y si no estábamos bien sujetos al suelo íbamos a parar, otras nos tocaba bajarnos de las bestias para cabestrearlas y poder avanzar mejor. Antes de llegar al pueblo del Doncello, pasando por el río, nos "pegábamos" el ultimo baño en caso de necesitarlo.

Ya en el pueblo se sentía el alboroto típico de las veredas colombianas en domingo: plaza de mercado colorida y abarrotada de productos de la región, campesinos y residentes comprando y abasteciendose para la semana, cafés y billares llenos de hombres sedientos de licor, bailoteo y trifulca para luego terminar con lo poco que les quedaba de salario en la zona de tolerancia del pueblo donde los bombillos rojos, el sonido ronco de las vitrolas y el humo del cigarrillo adecuaban el ambiente.

Don Serafin se reunía con los otros hacendados a comentar y planificar estrategias para sacar adelante la región mientras nosotros a hacer el mercado para la semana; se compraba por bultos, el arroz, la sal, el azúcar, las papas que luego cargaríamos en las mulas que se iban temprano con los trabajadores que lográbamos encontrar en estado de sobriedad en el pueblo. Ya por la tarde nos reuníamos en la plaza para el regreso a la hacienda.

Ese domingo iba don Serafin, su hijo y su nieto, Reynaldo, tres peones de confianza y yo, al bordear una ladera de tierra roja y arenosa, desembocamos al paso de una quebrada cubierta de arboles y abundante vegetación cuando aparecieron los "muchachos" como le llamaban a los de las "FARC" en la región. Al desmontar de los caballos teníamos cada uno tres de ellos apuntandonos con sus fusiles, vestían uniforme oliva desgastado y se cubrían el rostro con pañuelos rojos, olían a sudor y a vegetación, sus ojos oscuros denotaban miedo y nerviosismo. Nos tendimos en el suelo y pudimos ver como uno de ellos con un sombrero de ala ancha le decía: "Don Serafin le hemos mandado muchos mensajes para concretar una reunión con usted, pero parece que nos ignora. Venga con nosotros aquí a la vuelta y conversamos". Don Serafin no dijo nada y los siguió en su caballo. Quedamos en silencio, absortos en nuestros pensamientos, de vez en cuando levantábamos la cabeza para evitar el roce del pasto que nos producía escozor en la piel. La posición nos incomodaba pero cuando intentábamos movernos los guardianes nos tocaban con sus fusiles la espalda para evitarlo.

Paso mas de una hora, comenzábamos a pensar que lo habían secuestrado y estaban esperando alejarse lo suficiente para soltarnos, cuando apareció de nuevo en su caballo. "Así quedamos don Serafin, espero que cumpla su palabra, nos han dicho que es un hombre de principios, el próximo mes alguien lo visitara en su finca de nuestra parte. Vamos muchachos". Y así como llegaron, desaparecieron, en silencio y subrepticiamente.

En el rústico comedor de la finca, alumbrados por la lampara de petróleo y saboreando un fuerte café cargado de sedimentos nos dijo: "Volvió la pesadilla, quieren la "vacuna" (impuesto de guerra que cobran las FARC a los hacendados de la región para subvencionar su absurda lucha), les dije que no tenia mucho, que los gastos eran enormes y me sacaron extractos de bancos, las casas de Cali, los carros las propiedades, lo sabían todo. Negocie con ellos una mensualidad, pero no estoy dispuesto a pagar nada prefiero abandonarlo todo, ya lo he hecho antes y lo puedo hacer de nuevo". Cayo, bebió un largo sorbo de café, siguió con la apesadumbrada vista el humito que subía de la lampara hasta desaparecer en la negrura del techo. "Ustedes se van primero, el domingo que salgan a mercar al pueblo, en la tarde toman un bus para Florencia con la disculpa de comprar medicina para el ganado y no regresan, yo no salgo para no despertar sospechas". Nos miro, había temor pero firmeza en sus decisiones, se mordió la lengua, que era un habito que tenia cuando estaba nervioso. "Nadie" continuo diciendo, "absolutamente nadie tiene que saber de esto, hay traidores aquí, los campesinos están con ellos y ademas hay un informante en la casa pues sabían cosas muy mías". Miro al rededor y dijo: "Creo que es Reynaldo, el esposo de mi hija, es de ellos, hoy en el pueblo lo note nervioso, lo vi hablando con una gente que nunca había visto antes".

Nos sorprendimos por lo que dijo, pero en esas circunstancias todo podía ser posible, así que acatamos sus decisiones y nos fuimos a tratar de conciliar el sueño. La semana paso muy rápido y el domingo siguiente en la noche estábamos durmiendo en un hotel de Florencia, para en la madrugada tomar un bus que nos llevara a Popayan y de ahí a Cali.

Don Serafin abandono la finca con doña Aura sin ningún contratiempo, dejando la misma en manos de Reynaldo, el cual, en menos de un año, después de ser una de las fincas modelo de la región la convirtió en una hacienda descuidada y abandonada sin ganado y tierras para cultivar.

Jamas volvió, don Serafin murió en Cali sin recuperar un peso de su inversión y con la ilusión de buscar otro departamento en Colombia donde pudiera empezar de nuevo su vida de hacendado.

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