La casona de mi abuela en San Nicolás

De la época en que Jorge Eliecer Gaitan en la plazoleta del barrio San Nicolás lanzaba sus encendidos y populistas discursos data la casa de mi abuela, tal vez de mucho antes.

Situada en medio de la cuadra, frente al parque de San Nicolás, cuando este era un laberinto de pasadizos cubiertos de espesa vegetación que conducían al centro de la plaza, donde, imponente como un gigante se alzaba una enorme ceiba que con sus brazos protectores cubría y sombreaba el epicentro del mismo. Vivía en la ceiba un viejo oso perezoso que permanecía adormilado casi todo el tiempo colgado de las ramas, sus patas y manos, de tres uñas largas y aceradas le daban un aspecto feroz, pero era inofensivo, nos gustaba despertarlo tocándolo con una rama larga, para luego salir corriendo a escondernos detrás de los arbustos a reirnos de la travesura. Los "emboladores", una especie extinguida por las afugias y prisas de la vida, que se la pasaban todo el día en el parque, cada uno adueñado de una banca como puesto de trabajo, se encargaban de alimentar y cuidar al oso de algún vándalo o delincuente que quisiera hacerle daño. Recuerdo que mi papa me mandaba con cinco o mas pares de zapatos al parque y yo, pacientemente tenia que ponerme cada par para que el embolador los lustrara uno por uno, a escondidas de mis tíos, por que si me veían me endosaban otro cargamento de zapatos.

El parque era un bosque encantado, repleto de sorpresas y aventuras al cual nos permitían, por las tardes después de las tareas, ir a jugar un rato. Ibamos con mis hermanas y los primos, que juntos, hacíamos montonera y suficiente algarabía para, en la noche, lanzarnos exhaustos y rendidos a la cama. Jugábamos los juegos de la época, que hoy quedaron sepultados bajo la avalancha de aparatos electrónicos y de vídeo que inmovilizan y atrofian física y mentalmente a nuestros hijos.

"Cojín de guerra", "Lleva", "estatua", "Bolas", "Yax" o "Escondite" eran nuestros juegos preferidos. Correteábamos todo el tiempo, trepábamos a los arboles y saltábamos de las ramas, cayendonos, raspandonos la piel y luego entrábamos a la casa llenos de "morados" y "rayones", pero con un buen baño quedábamos nuevos, no había consejeros sociales ni psicólogos infantiles que acusaran a nuestros padres de negligencia o descuido en nuestra crianza. En una ocasión me "descalabre" y entre todos, primos y hermanas, me echaron tierra en la cabeza para detener el sangrado y seguir jugando, por que si entraba a la casa, aparte del regaño por el accidente, no podía salir mas por ese día.

De adobe prensado y con estructura de guadua eran las gruesas paredes con acabados de cal que le daban frescura a la casa. El portón principal siempre permanecía abierto, solo se cerraba en las noches. Seguía un zaguán, en desuso en las casa modernas, que muchas veces servia como despensa para guardar la carga, vegetales o frutas traídas de las fincas o los bultos de remesa. Hasta ahí llegábamos los muchachos como enjambres de abejas a romper los bultos de cabuya que contenían frutas o a profanar los abultados canastos de mimbre con guayabas, mangos, caímos, naranjas o demás frutas tropicales que saciaban nuestro siempre desmedido apetito.

Había después, una puerta de madera con barrotes torneados que permitían ver hacia dentro de la casa, o desde adentro hacia la calle. Franqueando esta segunda puerta comenzaba la casa en si; dos amplios corredores se abrían paso hacia los lados para luego correr paralelamente cerrando al final en un rectángulo en cuyo centro había un patio con materas sembradas de bifloras, palmas y otras matas que mi memoria no rescata del pasado.

Yendo por el corredor de la derecha había una salita de poltronas arrellanadas de cuero gastado en las cuales nos sentábamos los primos a jugar y donde comenzaron los primeros filtreos entre nosotros que nunca llegaron a nada, se quedaron en el aire, en las ilusiones de amor platónico que todo muchacho tiene y que con el correr de los años se desvanece, sueños que se lleva el río del tiempo hacia el olvido.

Seguían luego las habitaciones, primero estaba la de la tía y sus hijos; la tía, una mujer de personalidad dominante, acostumbrada a mandar, parrandera y alegre como nadie, era la reina, la niña consentida en medio de todos sus hermanos. Contigua a esta estaba el cuarto de la "Abuela", de facciones indias, la recuerdo voluminosa, cara surcada por expresiones recias, manejando la casa y los hijos con mano de hierro, ejercía un matriarcado con la servidumbre y nosotros, la segunda generación de "montañas" que veníamos atrás, pero permisiva y alcahueta con sus hijos.

Otros dos cuartos que se comunicaban entre si terminaban el lado derecho del corredor, estos cuartos, sin ventanas, siempre oscuros, con camas de hierro forjado, enormes armarios de madera y adornados con cajas y viejos baúles apilados por doquier eran nuestro sitio preferido para jugar escondite y dejar volar nuestra fantasía, siendo los héroes de batallas y aventuras en mundos medievales en donde rescatábamos a la princesa de algún rey malvado para luego casarnos y vivir felices y contentos.

Girando en 90 grados había un ultimo cuarto donde quedó, viviendo por mucho tiempo en estado etéreo, en un mundo sin tiempo, chorreando babas, con su cráneo hundido y mirada de orate uno de nuestros tíos, "el loco Jaimito", el que en sus tiempos de grandeza y poderío opto por pegarse un tiro de escopeta en la cabeza para huir de problemas y responsabilidades en la vida. Quedó en el limbo, sin memoria, álbum de fotos sin hojas, caminaba y comía por inercia, nosotros lo sacábamos de ese estado de eterna meditación importunandolo y llamandolo a gritos; se levantaba como impulsado por un resorte, se crecía, se transformaba como el "Increíble Hulk", el hombre verde de la televisión y salía a perseguirnos, a corretearnos y patitas para que las tenemos, escapábamos, huíamos, nos perseguía por toda la casa dandose golpes de pecho como Tarzan cuando después de un combate emergía triunfante con su pie encima de la víctima, arboles y columnas de la casa nos servían como escalera para de dos zancadas treparnos al techo de la casa y desde allí seguir llamandolo y reirnos de su impotencia para alcanzarnos.

Se que hacíamos mal. que si mis hijos hoy hicieran eso con alguien enfermo los reprendería y les enseñaría el respeto y consideración que se deben tener por las personas en ese estado, pero éramos muchachos y era una de las pocas diversiones que teníamos, no había televisión. Y no me estoy justificando, no, solo mostrando los hechos como me llegan después de que mi memoria los rescata del olvido. Aparte del desmedido apetito que tenia el tío Jaime, su libido se había aumentado exageradamente, se masturbaba en cualquier momento delante de quien fuera o si no perseguía a cuanta mujer pasara por su lado, mi abuela, siempre pensando en el bienestar de sus hijos y ante tamaña situación, le consiguió una mujer, a la cual le pagaba, para que le calmara sus apetencias y urgencias sexuales. No aguantaban, una semana como máximo le resistían el maratónico desmán, nosotros pensábamos que después del tiro había seguido siendo mujeriego, algunas cosas no cambian en la vida decíamos.

De nuevo en el umbral del zaguán, en la entrada y girando hacia la izquierda, había un amplio espacio que hacia las veces de sala, donde mucho mas adelante en el tiempo se instaló el primer televisor en blanco y negro que nos permitían ver en las tardes, en medio de la algarabía y asombro de todos las series y programas de esos días: "Yo y tu", "Rin tin tin", "Bonanza" "Hechizada" y otros mas. También, de las altas y espaciosas paredes colgaban los óleos del pintor de la casa: el tío Yezid, el cual tampoco se escapo de nuestras travesuras y que, en su momento era objeto de nuestras burlas y mofas. Ahora, mirando en retrospectiva veo que era un valiente, un hombre que, en medio del machismo familiar y cultural en el que creció, rodeado de cinco hermanos pendencieros, agrandados en su hombría y machismo, supo enfrentar su preferencia sexual canalizandola hacia el arte y superarse, mereciendo el respeto y admiración de la sociedad caleña de la época.

Después de la espaciosa sala estaba el cuarto del pintor, con arrumes de libros en el piso, pinturas, óleos, marcos, pinceles y caballetes asfixiando el reducido espacio de la habitación. Siempre cerrado a la mirada de los curiosos y en especial a nuestra dañina curiosidad que usualmente lo destruía todo como plaga de langostas que dejan en escombros lo que a sus espaldas va quedando. Contiguo a este cuarto estaba el baño, de construcción reciente, techado y que para nosotros era una novedad pues el excusado ya no venia con el tanque de agua arriba sino abajo pegado a la taza del sanitario.

Había dos cuartos mas en ese lado que se comunicaban también entre si y que tenían una puerta al fondo, de acceso al patio. eran la despensa, la bodega y a veces servia de dormitorio a las empleadas fijas de la casa. El comedor remataba esta parte de la casa, siempre lleno, siempre retumbando en sus paredes los vozarrones de mis tíos hablando, riendo o alegando en medio de sus comilonas y bebetas.

Franqueando esa ultima puerta del comedor, llegábamos a la cocina, amplia, con estufa eléctrica y fogón de leña, sin puertas, mirando de frente al patio, con otra mesa de comedor al lado, mesa grande y vieja, donde comíamos los primos y toda la muchachada de aquellos tiempos idos. Comíamos por tandas, por familias, por preferencias y de ultimo si quedaba algo, para la jauría de perros que habitaba la casa.

La primera parte del inmenso patio, por el lado derecho lo amurallaba un corredor techado, donde morían bajo el peso de los años viejas sillas de montar, estribos gastados, aperos y era, donde los miércoles en las tardes depositaban parte del producido en las fincas ganaderas y de cultivos que seria repartido entre nuestras familias. Al final de ese largo corredor había un cuarto de madera con puerta de malla metálica que servia de bodega para las herramientas y cuanto "chechere" inservible sobrara en la casa.

Partiendo de la cocina y por el lado izquierdo, encontrábamos otros dos cuartos para la servidumbre que se componía de tres empleadas fijas que llevaban tiempos eternos viviendo en la casa y de edad indefinida que, por obra y gracia del espíritu santo iban apareciendo embarazadas de vez en cuando, haciendose mi abuela cargo de los hijos de estas, llegando con el tiempo a ser casi primos nuestros.

En frente de todo esto estaba el patio, grande, grandísimo donde muchas veces nos perdíamos y no encontrábamos la salida. Lleno de vegetación, arbustos, matas, arboles, caminos empedrados, vericuetos y pasadizos secretos que solo unos pocos conocíamos. Había dos ramadas grandes, la primera solo con el techo y en la mitad el fogón de leña, donde se colocaba la paila de cobre para preparar la natilla y el manjarblanco los veinte-y-cuatro de diciembre que como la canción de Hector Lavoe: "aquellos diciembres que nunca volverán" me transportan a un mundo de ingenua felicidad en el que solo pensábamos en comer, divertirnos y nada mas.

Nos ponían, por turnos a batir la paila, a remover su contenido con la palangana para que el dulce no se pegara en el fondo, mientras unos batían otros cortaban la leña con el machete o astillaban los troncos con el hacha. La rapiña venia al final, después de que Eloisa, la empleada de mas alto rango en la casa terminaba de empacar el ultimo mate y nos dejaba "el pegao", las sobras que quedaban en la pesada paila de cobre y que todos con cuchara en mano raspábamos tratando de comer uno mas que el otro. Abundaban los codazos, los empujones y los lloriqueos de los pequeños que cedían ante nuestra presión para sacarlos del codiciado borde de la paila.

El siguiente día, el 25, era el día de reunión familiar, llegaban todos, primos de primera, segunda, tercera y mas generaciones. Llegaban para el almuerzo de navidad que era "Sancocho de gallina". No recuerdo cuantas gallinas sacrificaban ese día para deleite de los comensales pero alcanzaba para todos. Nosotros, los primos íbamos llegando, cada cual exhibiendo su regalo traído la noche anterior por "el niño dios", vestíamos ropa nueva, ese día por obligación se estrenaba. Estos fueron, que recuerde, los diciembres mas felices de mi infancia, donde la vida, aun no nos golpeaba con sus problemas y avatares de la adultes.

La otra ramada con paredes de malla contenían las herramientas orfebres del pintor, canecas metálicas llenas de agua con contenido arcilloso en el fondo para mantener viva la mezcla que hábilmente colocaba encima del torno e iba moldeando en bellos jarrones o bases de lamparas que después de dejar secar al sol, colocaba en un inmenso horno de barro en el que arderían por un buen tiempo hasta sacar el producto final bellamente laqueado y listo para el mercado.

Aquí viene otra de las pilatunas que me duele, le hacíamos a Yezid "el pintor". Cuando sacaba a secar las vasijas de barro de diferentes formas y tamaños al patio, en un descuido de mi tío, nosotros, encaramados en el techo y con cauchera en mano afinábamos nuestra puntería en las impotentes e indefensas formas de barro que quedaban agujereadas de lado a lado o retorcidas cediendo ante el impacto certero y fatal de nuestros perdigones lanzados por la cauchera.

Razón tenia en ser neurasténico, rabietas y malas pulgas. En mas de una ocasión salió correa en mano a perseguirnos, pero en el techo éramos los reyes, nadie nos alcanzaba, se cansaban los adultos de llamarnos o gritar que nos bajáramos, al rato cuando se calmaban bajábamos por otro lado e íbamos a parar a una de las casas contiguas que también pertenecían a la abuela y donde residíamos nosotros y otros de mis primos.

Hablando del techo, este era nuestro corredor de pilatunas, escapadas y fechorías. Por este nos comunicábamos de una casa a la otra. Cuando de noche poníamos alguna cita clandestina con una de las primas o amigas que se quedaban a pasar la noche. Subíamos sigilosamente agazapados en las sombras de la oscuridad y como gato en tejado bajamos sin hacer ruido a nuestro destino final. Temerosos, nerviosos, excitados, pensando en como cogerle la mano a la enamorada del momento. Robarle un beso furtivo era el clímax, lo máximo, no se podía hacer mas, era impensable para la época.

Un alerón del techo desembocaba justo al baño en la parte de atrás de la casa. Un cúbiculo sin techo que era usado por casi todos y que para nosotros fue el comienzo del despertar de nuestra sexualidad y del llamado "Voyerismo". Eramos fisgones, atrevidos y desvergonzados, mirábamos a cuanta vieja o muchacha se bañara en este sagrado cúbiculo que tenia por techo el cielo adornado con nosotros que como querubines con arco y flecha de cupido mirábamos por entre las nubes las redondeces y voluminosas carnosidades de las  mujeres que con jabón en mano y empapadas de agua hacían de nuestras delicias un banquete de lujuria.

Así era la casona de la abuela, así éramos los primos, así fuimos. Al pasar el tiempo y los años, poco a poco nos alejamos, tomamos rumbos diferentes, crecimos, nos casamos y dejamos de vernos. Volví, después de mas de una década de ausencia y no reconocí ni el barrio ni la calle. Hay un edificio en su lugar, el trafico, el comercio, los vendedores ambulantes lo han invadido todo. Del parque solo queda la estatua de no se que prócer olvidado en los libros de historia patria, la ceiba fue derrumbada hace muchos años. Me fui del lugar con la sensación de que mis recuerdos de infancia eran solo parte de una fábula inventada por mi en la juventud.

Aunque se muy bien que cuando parta de este mundo, allá e la casona de la abuela van a estar esperandome los primos que ya partieron, Felipe con sus risotadas estridentes y Marcoantonio con su timidez me darán la bienvenida.

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