Sleepover

 


Los tres muchachos se quedaron agazapados en el sótano del edificio junto a los contenedores de basura esperando a que cayera la noche. Camuflados con sus oscuros ropajes apenas ennegreció el día comenzaron a moverse sigilosamente pegados a las paredes como nocturnas sombras deslizantes. Iban en silencio, a pesar del gélido invierno neoyorquino sudaban copiosamente. Aun cuando los pasamontañas atrapaban el sudor del rostro, gruesas gotas les escurrían por los ojos empañándoles la visión. Llegaron a la puerta de acceso de las escaleras del servicio, forzaron la cerradura, traspasaron el umbral y comenzaron a subir gradas. Abrieron la puerta del tercer piso, se cercioraron de que no hubiera nadie en los pasillos, continuaron su silenciosa marcha uno detrás del otro. Al llegar a la puerta de un apartamento, el que iba adelante les hizo señas con la mano a los otros para que se ubicaran a cada lado de la puerta, se paró en frente. Los tres desenfundaron las armas de fuego, enroscaron los silenciadores en los cañones y respirando profundamente esperaron.

La niña iba visiblemente emocionada, no paraba de hablar. Era la primera vez que la dejaban dormir donde las amiguitas del colegio, llevaba dos maletines repletos de juguetes y ropa. Su papa tampoco paraba de hablar dándole consejos; que se acostara temprano, que hiciera caso a los mayores, que se cepillara los dientes antes de irse a dormir y así, entre los consejos del papa y los planes de la niña llegaron al apartamento. Subieron padre e hija, y ya en la puerta al despedirse otra vez los consejos y las recomendaciones. Los anfitriones también con su cuento: que va a estar bien, que mis hijas la quieren mucho, que aquí la cuidamos como si fuera nuestra propia hija, que ya ordenamos piza, que no vamos a salir por que está nevando y hace mucho frio.


Como todo papa primerizo, bajó las escaleras pensando si había hecho bien en dejar a su hija dormir fuera. Lo había meditado toda la semana, ellos eran una pareja de dominicanos con dos hijas entre los 12 y los 14 añitos y su hija con 13 había hecho buena amistad con las niñas. No los conocía muy bien, habían coincidido unas cuantas veces en las reuniones de padres de familia en la escuela, más sin embargo al conversar con ellos sentía buena vibra, así que lo permitió. Al salir del edificio un escalofrío le recorrió todo el cuerpo haciéndolo temblar, por un momento fugaz tuvo un mal presentimiento, pero rápidamente se lo atribuyó al gélido frio del clima. Se enrumbó hacia el carro para dirigirse a su trabajo.


Unas horas antes, en la mañana, a la misma hora en que el nervioso papa dejaba su única hija en casa de los dominicanos, los tres muchachos estacionaban la van en una vieja bodega cerca de las vías del tren en Corona, Queens, uno de los suburbios más densamente poblados de inmigrantes, en cuyas calles colombianos y dominicanos se disputaban el dominio territorial por venta de drogas. Adentro, dos individuos al ver llegar la van les hicieron señas para que estacionaran al lado de su carro. Abrieron la bodega del carro, les fueron entregando a cada uno armas de fuego con silenciador y una caja de municiones. A pesar del intenso frio reinante, los dos individuos vestían jeans con mocasines sin medias, camisas de colorinches abiertas al pecho mostrando gruesas cadenas de oro que relucían en la tenue luz del recinto. Colombianos, y recién llegados, pensó uno de los muchachos al acercarse a ellos. -Aquí está el pago parceros-, les dijo el mayor acercándoles un maletín con dinero. -Si patrón-, contestaron al unísono. -No salgan de ese apartamento sin recuperar la plata o la merca, o si no, ¡denles piso para que aprendan-!, les recalcó el otro mientras que con una navaja se sacaba la mugre de las uñas.


Nunca había estado tan contenta en su corta vida. Su infancia transcurría entre el apartamento del papa en Queens casi todo el año y el de la mama en Colombia cuando iba de vacaciones. Sin hermanos ni familia cercana, a veces sentía la soledad como un hueco que le crecía en el pecho. Por eso disfrutaba y reía con sus amiguitas dominicanas. Soñaba con tener hermanitos, pero sus padres permanecían solos, no se les vislumbraba ninguna relación seria a la vista. Vieron TV, jugaron a las muñecas, brincaron en las camas, saltaron en los sofás, prepararon pastelitos, ya en la noche estaban rendidas, solo esperaban la piza para acostarse. Sonó el timbre de la puerta, todas quedaron expectantes.


El jefe de los sicarios que estaba enfrente de la puerta hundió el timbre con su mano enguantada. Ya voy, se oyó una voz de mujer que surgía en medio de la algarabía en el interior del apartamento. -Asegúrenlos a todos!,- ordeno el sicario a cargo, mientras de un fuerte empujón terminaba de abrir la puerta que la dominicana estaba entreabriendo. Cayó al suelo de espaldas, aturdida y sin saber que estaba pasando. Los otros dos se dispersaron por todo el apartamento buscando más personas. La dominicana comenzó a dar alaridos mientras trataba de levantarse. El sicario en jefe le atestó un puñetazo en la cara que la dejó seminconsciente mientras un hilillo de sangre comenzaba a brotar de sus labios. En el suelo la volteo boca abajo, le ató las manos a la espalda, la levantó de un tirón y la llevó hasta la sala para sentarla en el sofá.


El segundo sicario corrió hacia la cocina, se encontró con las tres niñas que asustadas y llorando se habían agazapado en un rincón junto a la ventana. Abrazadas e impotentes veían acercarse al hombre que a medida que se les aproximaba se agigantaba ante ellas. -No teman que esto no es con ustedes, es asunto de mayores-, les susurró cuando estuvo cerca. Las levantó para conducirlas a la sala para sentarlas con su mama. Se abalanzaron sobre ella y comenzaron a lloriquear. Por un momento el sicario no supo que hacer, caminando de un lado al otro decidió apuntarles con la pistola exigiéndoles silencio. Fue peor, temblaban, lloraban, abrazaban a la pobre señora que maniatada no sabía cómo devolverles los abrazos ni darles protección.


El tercer sicario apenas traspaso el umbral de la puerta corrió por un pasillo pistola en mano, abriendo puertas y revisando cuartos. Al final del pasillo, en el último cuarto alcanzó a oír ruidos, se preparó, tomo el arma con las dos manos, levanto la pierna derecha, con una fuerte patada abrió la puerta. El marido de la dominicana desesperadamente hurgaba de espaldas entre los cajones del armario, al sentir el ruido de la puerta a sus espaldas giró repentinamente tumbando una lampara que reposaba en la mesa de noche. El tercer sicario, con la adrenalina borboteando en su cuerpo, crispados los nervios, músculos tensos y la boca reseca por la cocaína consumida, al escuchar el ruido de la lampara caer al suelo apretó las manos como un reflejo de protección. El dedo índice, instintivamente se deslizo sobre el gatillo, la bala salió disparada a una velocidad de 330 metros por segundo. El dominicano abrió los ojos al máximo, extendió los brazos hacia adelante como tratando de detener la vida que a borbotones se le escapaba por el orificio de entrada de la bala. Dobló las piernas y cayendo de rodillas descolgó la cara hacia abajo mirando incrédulo el rio de sangre que manaba de su pecho. Se le apagó la luz, cayó hacia adelante mientras el rojo carmesí de su sangre invadía el piso del cuarto.


Nadie oyó el disparo, ni en el edificio, ni en los pasillos, ni en el apartamento que solo era llanto y caos. El tercer sicario salió del cuarto con los brazos colgándole al lado del cuerpo, con caminar lento, casi que, recostado a la pared del pasillo, la pistola le colgaba en la mano aun humeando. Apenas el jefe de los sicarios lo vio, supo lo que había pasado. Lo interceptó antes de llegar a la sala, lo hizo retroceder, lo condujo nuevamente al cuarto.

- ¡Marica, te dije que primero había que interrogarlos, que te paso huevón! -,

-No se jefe, el hombre volteó, creí que estaba armado y le madrugué. -

- ¿Y ahora qué jefe? -

-tráete la viaja para acá y la interrogamos, tal vez viendo el marido muñeco canta-.


Mientras lonchaba, de doce a una de la madrugada, el papa pensaba en su hijita. Desde hacía rato se sentía incomodo, no podía concentrarse en el trabajo, un vacío en el estómago y una opresión en el pecho lo perturbaban. No era dado a presentimientos, era incrédulo y desconfiado, pero algo le molestaba; no lograba atinar que era ni por qué. Terminó de lonchar, guardó todo en el casillero, regresó a la bodega. Miró el reloj, aún faltaba mucho para salir, -será mejor que me concentre en el trabajo, me olvide de pendejadas y malos augurios-, se dijo para sus adentros.


Entraron la esposa al cuarto con las manos atadas a la espalda con una cinta en la boca para mantenerla callada, pues era dada a la gritería y el escándalo. Al ver a su marido inerte y silueteado por un charco de sangre no pudo gritar, pero forcejeó, pataleó, convulsionó de rabia e impotencia, con los ojos enrojecidos y brotados entró en llanto incontrolable. -Si te calmas y no gritas te quito la cinta de la boca, - le dijo el jefe de los sicarios después de darle una fuerte bofetada y sentarla al borde de la cama. Ella movió la cabeza aceptando el ofrecimiento. Tragó una bocanada de aire para oxigenar sus pulmones, se apaciguo un poco al sentirse libre de la venda. Era una mulata voluptuosa, de fiera mirada, abundante melena oscura y ensortijada que le cubría cara y hombros.

-Asesinos, la van a pagar muy caro, - les dijo entre dientes, controlando el impulso de gritar, mientras bufaba como un toro de lidia a punto de recibir la estocada final.

-Ya nos pagaron mamita, ¡ahora la que tiene que pagar es usted!, le respondió el jefe.

-Pagar qué?,

-El perico que le robaron al patrón.

-Ya le dijimos que no lo robaron unos haitianos. –

-Vieja hijueputa no mienta-, la recriminó mientras le zampaba otra cachetada. -Tu marido trató de vender la merca a un socio del patrón, ayer por la tarde en Manhattan, nos dimos cuenta, así mamita que cantando antes de que le arranque las uñitas de esas bellas manitos-. Sacó del bolsillo de la chaqueta un alicate, lo puso sobre la mesita de noche a la vista de la mujer. Le dio la espalda, le comunicó algo al oído a uno de los sicarios que de inmediato se dirigió a la sala.


Al momento los dos sicarios comenzaron a desbaratar muebles, abrir cajones, romper cojines, destruir paredes y cuanto lugar se les antojara ideal para camuflar algo. A la hora pasadas el jefe les grito: - ¿Que hubo, nada? -. Nada jefe, ni rastro. – El jefe de los sicarios se acercó a la mujer con el alicate en la mano mientras les gritaba a sus secuaces, -media hora más, revuelquen todo que ya pronto amanece-. Sin desatarla tomó una de las manos de la víctima; estaba fría, sudorosa y le temblaba en espasmos incontrolables. Acercó el alicate, separó un dedo, sujetó la uña.

-No por favor, yo no sé nada, él no me contaba nada de sus negocios, tengo dos hijas pequeñas, tenga compasión-.

-En este negocio no hay compasión mi señora, solo buenos y malos, y ustedes son los malos en este momento; estas son las consecuencias. - Y dicho esto, desprendió la uña de un tirón. Un ahogado grito emitió la mujer, al momento que apretaba la mano y la abría tratando inútilmente de apaciguar el dolor que se le acrecentaba.


En la media hora siguiente con cinco relucientes y bien cuidadas uñas delante de la mujer, puestas en la mesa de noche, el sicario le preguntaba por enésima vez y ella, con el cuerpo desmadejado y la cabeza descolgada sobre el pecho, solo respondía con monosílabos, balbuceaba incoherencias. -Aquí no hay nada-, les grito el matón, desde el cuarto, - acabemos con esta mierda de una vez y nos largamos-.

-Que no quede ningún testigo! -, les recalcó.

-Y las niñas?, le pregunto uno de los perpetradores.

-Por lo que han pasado van a quedar traumatizadas de por vida, es mejor que acompañen a su mamita al otro lado. - les ordenó sin derecho a contradecirlo.


El jefe de los sicarios limpio de sangre el alicate con uno de los bordes de la sabana de la cama, lo guardó en el bolsillo, desenfundo un cuchillo que llevaba en el cinto, asió la cabellera de la mujer para levantarle el rostro y le dijo: - no voy a desperdiciar una bala en ti y mientras lo decía le pasó el cuchillo por la garganta de lado a lado en una semicircunferencia perfecta. El cuerpo de la mujer se desplomó, cayendo al lado de su marido, frente a frente, con los ojos bien abiertos, en una última mirada de despedida fría e inerte para toda la eternidad.


El papa llegó al apartamento cansado, pero sin sueño, miró el reloj, las seis de la madrugada, era muy temprano para llamar a su hijita, de seguro se habían trasnochado jugando y estaban todos dormidos en el apartamento. Se preparó un café, se recostó en la cama, por más que lo intentó no pudo conciliar el sueño. Que le pasaba, no lograba entenderlo, será porque su hijita y la señora que la cuidaba no estaban, sentía un vacío enorme en el apartamento. Ellas siempre lo reciban despiertas, con café y tostadas listas para desayunar. Cerró los ojos por un instante, se profundizó.


Los tres sicarios desandaron sus pasos, salieron del edificio, caminaron unos cuantos bloques hasta encontrar la van, encendieron el motor y rápidamente se perdieron en las atestadas calles de Corona, Queens. -Se aseguraron de que estuvieran paletas-, les repitió de nuevo el jefe ya en la van. -Si jefe, degolladas las tres y bien despachadas con la mama-. - ¿Las tocaron?, ¿no respiraban?,- si jefe, todo bajo control-. -Ok, yo veré-. Terminó de decir el sicario en jefe mientras se arrellenaba en el asiento de la van para dormir un rato.


El leve ruido del repicar de un teléfono se le fue adentrando en su estado onírico hasta conectarlo con la realidad. Se despertó, tomó el auricular. – Le hablamos de la estación del departamento de policía de Corona, usted es el papa de….


-El resto ya lo conoces-, me dijo mientras bebía otro sorbo de café. Los sicarios se fueron y mi hijita en un acto de supervivencia inusual se apretó el cuello y saltó por la ventana del edificio con tan buena suerte que la densa nevada de la noche anterior amortiguo su caída. Una vecina que a esa hora paseaba los perros vio la nieve teñida de sangre, localizó el cuerpecito, llamando a emergencias de inmediato. -Fue la única que se salvó de esa horrible matanza-, terminó diciendo mientras sus ojos se le aguaban un poco. Lo deje reponerse de su dolor. -Y ahora que sigue-, le inquirí. -Nos desaparecemos- me respondió para continuar con su relato. -Ella es la única que puede identificar a los asesinos, por eso el FBI nos va a poner en un programa de protección de testigos con cambio de ciudad, identidad y todo eso, ya tú sabes-, me recalcó. -Si, será nuestro último encuentro-, acoté.


Llamé al mesero, pagué los cafés, nos levantamos de la mesa, él me fue a dar la mano de despedida, pero, lo atraje hacia mí, lo abracé. -Suerte, amigo, cuida tu hija, espero que algún día puedan rehacer sus vidas-. Me agradeció, dio media vuelta, alcanzó la calle, se perdió mimetizándose en la corriente humana que a esa hora deambulaba por las avenidas.



 

 







 

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