Un intento fallido

 


La ocasión era perfecta. Nuestros hijos iban a estar fuera todo el fin de semana. Así que ni corto ni perezoso rebusqué en el cajón de las medias y los calzoncillos la bolsita super escondida que un solicito amigo me había regalado meses atrás. -Me lo vas a agradecer y vas a querer más, -me había dicho al momento de entregármela por debajo de la mesa, mirando hacia todos los lados para asegurarse de que nadie nos observara. -Loco, tenete duro que es alto voltaje, -finalizó riendo mientras nos despedíamos.


Sali del restaurante mirando disimuladamente sobre mis espaldas temiendo que alguien nos hubiera visto, caminé hacia el carro con una creciente sensación de intranquilidad que iba de mi estomago al pecho, para luego llegar a las manos con síntomas de nerviosismo. Abrí la portezuela con manos temblorosas y arranqué hacia casa no sin antes dar unas cuantas vueltas para cerciorarme de que nadie me siguiera. Llegué y refundí la bolsita en el mencionado cajón sin comentarle nada a mi esposa. El tiempo y las ocupaciones borraron de mi memoria la tan aclamada bolsita; hasta ayer.


Mi esposa estuvo de acuerdo. Cerramos ventanas, bajamos persianas, suavizamos la luz de la sala, colocamos música de relajación con sonidos naturales. Encima de la mesa de centro dispusimos los fósforos, la bolsita aun sin destapar y alrededor los dos, expectantes ansiosos con una risita de complicidad por la travesura que estábamos a punto de realizar. 


Destapamos la bolsita. Sobre un papel blanco vertimos el contenido; era un compacto y seco amasijo de hojitas, ramitas y semillas. Un fuerte olor a bosque tropical, a caña dulce y agria a la vez se nos adentró por las vías respiratorias. -Fuerte, comentó mi esposa, -sí, le conteste evocando los lejanos días de estudiante en mi ciudad. Siguiendo las instrucciones de mi amigo, deposité un poco de la hierba en la palma de mi mano y con los dedos comencé a desmenuzarla hasta dejarla de consistencia arenosa.


Con el contenido aun en la palma de la mano mire a mi esposa,

¿-Y ahora?, me pregunto ella.

- ¿Como lo vamos a liar, -a qué?, me dijo abriendo los ojos.

-No tenemos con que enrollarlo, le dije entre risas. Ella se levantó presta y me trajo el papel con el que envolvemos los tamales.

-Nooo, muy grueso. La sentí rebuscando cajones, hurgando armarios y revisando gavetas.

-La Biblia le grite desde la sala.

-Qué, se va a poner a rezar ahora?

-Tráigala muñeca, le grite de nuevo. Llegó con ella.

-Ábrala en la última página y lea lo que dice.

-Qué, se volvió beato?, arrodíllese pues mijo, anunció en son de broma. 

Abrió la Biblia, la última hoja estaba en blanco. -Arranquéla y luego divídala en cuatro pedazos, le manifesté.


Vertí una pequeña cantidad de hierba en uno de los pedazos de la hoja, distribuí el contenido a lo largo del papel y con la ayuda de los dedos comencé a enrollarlo, después con la punta de la lengua humedecí el borde del papel y sellé el porro.

-Show time!, le expresé a mi esposa que con curiosidad de turista chino miraba el cigarro armado. Se lo pase, se lo puso en los labios, encendí el fosforo, lo acerque al porro.

-Aspire de seguido para que prenda, le formulé. Nada, ni prendía, ni aspiraba.

-Dámelo yo lo prendo, le dije.

Me lo pasó y note que tenía demasiado papel en la punta, le corte un pedazo, encendí otro fosforo y bombee varias veces hasta que el humo comenzó a surgir en espiral. Ahora si aspiré con fuerza, y con fuerza arrastre hacia mi boca una semilla redondita que fue directo a mi garganta provocándome un ataque involuntario de toz. Solté el cigarro, cayó a la mesa y se desbarato. Mi esposa me trajo corriendo un vaso con agua, tome un largo sorbo y la semillita bajó obedientemente por mi esófago. Me alivie.


Segundo intento. Volví y lo enrolle, volví y lo pegue, volví y lo encendí y aspire despacio, en bocanadas suaves el narcótico comenzó a infiltrarse en mi cuerpo. Le tocó el turno a mi esposa que me seguía mirando como hipnotizada. Aspiró y expulsó seguidamente por el efecto del humo. Al soplar, arrojo el contenido del cigarro sobre la mesa, desbaratándolo inmediatamente.


Tercer intento. Entre risas y bromas volví y lo armé. Volví y lo encendí. Volvimos a aspirar esta vez con más cuidado y con mucho cuidado nos sentamos uno enfrente del otro a mirarnos las caras para ver el efecto. Pasaron los minutos.

-Que sentís, le pregunte,

-nada, me respondió. Seguimos así un buen rato.

-Mirarme los ojos, le mencioné, -los tengo rojos, ¿los tengo chiquitos?

-Nada, ¿y yo?,

-tampoco, respondí.


Los minutos transcurrían y seguíamos expectantes.

-Dicen que da hambre y afloja la risa, leyó mi esposa en el buscador de Google.

-Riámonos, que el hambre vendrá más tarde, le dije. Soltamos la carcajada.

-Es el efecto o son tus chistes, pregunto mi esposa.

-Es que nos gusta estar juntos y nos reímos de todo, afirme con aire de filosofo. Nos juntamos, nos abrazamos y nos dispusimos a seguir esperando.


Me desperté sobresaltado a medianoche.

-Mija, mija, despierte que nos fundimos,

-que paso, que horas son?,

-las doce, vámonos a la cama a seguir durmiendo.

Nos levantamos del sofá soñolientos, recogí la bolsita y de camino al cuarto la arrojé a la basura. 


  



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