El nigromante



 -Y esta que dice?, me preguntó mientras depositaba sobre la mesa el naipe tomado de la baraja al azar. Miré la carta: corazones, -elija otra, le dije, espadas sacó. Levanté la vista y la observé detenidamente. “La gitana” le decían en el barrio, tendría unos 30 años, yo estaba en los diecisiete. Era alta, de piel blanca salpicada por pecas oscuras en los hombros y en los turgentes pechos que se insinuaban en el escote que dejaba ver la blusa que vestia. El cabello, largo, oscuro y ondulado; a veces, al mover la cabeza le caía seductoramente sobre el rostro ocultando parte de sus labios carnosos y dejando ver, semi escondidos unos ojazos negros de mirada intensa y penetrante. No era delgada ni gorda, tenía buena carne y bien repartida, por eso en el barrio, los galanes más avezados le hacían lances que ella esquivaba muy sutilmente. Aparte de que el hermano, “El gitano”, no permitía que nadie se le acercara y el hombre era temido por belicoso, buen peleador y bronco.

-Vamos, que ves, -me insinuó de nuevo en tono suplicante.

Estudie las dos cartas detenidamente tratando de descifrar algún mensaje oculto que no veía por ninguna parte.

-Dejame concentrar, le respondí para ganar tiempo.

Llenó impaciente las vacías copas de aguardiente sobre la mesa. Las levantamos y bebimos al unísono.

-Y…, ¿nada?,volvió y me cuestionó.

-Hay un hombre, le dije mirándola a los ojos. A pesar de que me sumergía en el negro infinito de sus ojos, mi mente me llevaba, empujada por los vientos del recuerdo al momento en que por pura casualidad la escuche hablando por teléfono con una amiga.


Hablaban de un supuesto enamorado que le estaba haciendo la corte. Ella, a sus treinta le decía a la amiga, buscaba una relación seria, estable que le asegurara un futuro sin contratiempos económicos ni sentimentales. Tenia dudas, le explicaba a la amiga, el hombre venia cada quince días a visitarla, era agente viajero para una compañía farmacéutica por lo cual se ausentaba mucho recorriendo el país. A punto estuvo de entregársele en dos ocasiones, pero, a pesar de que le gustaba mucho y temía enamorarse, se había contenido. Hubo besos, caricias; el hombre con sus recias manos le había acariciado la espalda y lentamente las había bajado hasta sus glúteos para apretarla contra su cuerpo. Al sentir la solidez de la entrepierna del hombre entre sus muslos, rozándole el pubis, se había dejado llevar por un arrebato de pasión arrimándose más, este aprovechó para mordisquearle el cuello, y descender suavemente hacia los pechos, que ya, a través de la blusa insinuaban los erectos pezones tratando de mostrarse en todo su esplendor. -Me solté, -le decía a su amiga, y no lo deje hacer más. -Que tal que me oculte algo y sea casado, tengo temor a seguir, no sé qué hacer y lo peor es que no aguanto, quiero tener sexo. -En las noches me despierto bañada en sudor, apretó las piernas y me dejo llevar por este fuego que me consume hasta apagarlo con mis manos y mis dedos. Detrás de la pared yo escuchaba atentamente la conversación casi sin respirar. 


Volví y repase las cartas, volví y la mire y le dije, -es casado y con hijos, - le solté la frase que, como una daga helada se le clavó directo y profundo en el corazón. La sentí estremecerse, el blanco de su tez se transparentó, le tomé sus manos entre las mías, estaban frías, las acaricié un momento, luego las solté y le serví un trago doble de aguardiente, se lo tomo sin sentirlo y me pidió otro, se lo serví. Barajé el mazo de cartas nuevamente y se lo ofrecí para que sacara otra carta, esta vez fue el Rey de Bastos, -Se viene una fuerte decepción, le dije -tienes que alejarte por que el golpe va a ser muy fuerte, le vaticiné. Sus ojos negros y profundos se tornaron acuosos, -Soy tu amigo para lo que sea, puedes desahogarte conmigo, le dije en tono confidente. No hablo, agachó la cabeza y suspiró entre sollozos, la deje descargarse, necesitaba alivianar cargas para seguir por la vida. La conversación con su amiga, sus temores, sus ansias y deseos se los fui revelando a través de las cartas y a medida que avanzaba en mis aciertos, crecían el asombro y la admiración por mí.

 

Ella de vez en cuando nos ayudaba a mi y a otro grupo de estudiantes a resolver tareas y problemas de matemáticas para la universidad, por esa razón había ido a su casa, había encontrado la puerta abierta, había entrado y escuchado la conversación que me permitía adivinarle las cartas. Me gustaba, la deseaba, la soñaba, pero en ese mundo etéreo de fantasías se quedaban mis ímpetus por ella, era inalcanzable. Casi siempre antes de llegar a su casa me envalentonaba y me inventaba mil maneras de coquetearle, de proponerle, pero apenas cruzaba el umbral de su puerta y me la encontraba de frente me vencía su fuerte e intensa mirada, me derrotaba y se me olvidaba todo el repertorio ensayado para seducirla.


Hasta esa noche en que yo era su ídolo, su salvador, su “amiguito”, porque así me decía “amiguito”, en diminutivo, lo cual me hacia sentir un niño y me restaba hombría. Pero todo estaba cambiando, el licor y mis aciertos me envalentonaban, me engrandecían y me hacían dueño de la situación. Ella a medida que yo ganaba terreno se dejaba aconsejar, se dejaba manipular. Acerqué mi silla a la de ella, la abrace, le acaricie la cabeza con mis manos y le sequé las lágrimas con unos furtivos besos sin que opusiera resistencia alguna. -Tranquila, le decía mientras le seguía acariciando la cabellera, -todo pasa, ya se ira el dolor, aquí estoy yo para consolarte, -sentía como su llanto se iba calmando y su respiración, otrora ahogada y entrecortada se regulaba mientras sonreía y también me acariciaba la cara como si acabara de descubrir a una persona diferente en mí, a un hombre seguro y confiado que la miraba de igual a igual.


El licor, el dolor del corazón en carne viva, las caricias de consuelo, los abrazos de desahogo más los ingenuos besos de alivio fueron atizando poco a poco la llama del placer. Como una hoguera que está a punto de extinguirse y de pronto un viento propicio inflama los últimos trozos de carbón hasta envolverlos en llamas nuevamente su corazón se enardeció y su cuerpo se excitó. Me miró a los ojos, entreabrió sus carnosos labios y me los ofreció en un apasionado beso que sabía a lágrimas, a dolor, a desprendimiento y rabia.


Nos levantamos del asiento besándonos ávidamente y a empujones y tropiezos me condujo a su habitación. -Amiguito yo sé que siempre has querido tenerme, me dijo mientras me arrojaba a la cama de un empujón. -Esta noche te lo ganaste, volvió y dijo mientras se despojaba de la ropa y saltaba a la cama a saciar sus hambres acumuladas, a satisfacer su sed de desengaño, olvidar su dolor y colmar sus apetitos.


A la semana siguiente que volví con el pretexto de una tarea, abrió la puerta y con la misma indiferencia de siempre me hizo seguir al comedor. Nos sentamos, la mire tratando de buscar la oportunidad de hablar sobre el encuentro de la otra noche, pero con la mayor naturalidad del caso me dijo, -amiguito esta es la ultima tarea que le yudo a resolver, la próxima semana me voy a vivir a otra ciudad con mi hermano. Sali de su casa desconcertado, no tuve el valor de preguntarle que había pasado ni por qué. Solo me quedo su recuerdo y la grata experiencia de la noche en que fui nigromante. 



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