Si del cielo te caen limones...

En Miami la ajetreada oficinista corría de un lado para otro supervisando las entregas, era finales de noviembre y todos los pedidos tendrían que salir a comienzos de diciembre. Había cajas diseminadas por todo el piso; unas sin destapar, otras medio abiertas, la mayoría vacías y arrumadas en una esquina del amplio y desordenado local. Era un caos total, un corre y corre, un dame y trae que sólo ella entendía. A sus órdenes todos se movían, destapaban cajas, buscaban mercancías y ordenaban paquetes por direcciones, tamaños y urgencias. El grupo de personas que trabajaban con ella eran jubilados de medio tiempo que se preguntaban como una muchacha tan joven y extranjera pudiera tener todo ese desorden y revoltijo ordenado en su cabeza y saber dónde se encontraba tal o cual artículo que hiciera falta o sobrara en ese maremágnum de cajas y paquetes. 

Alla en Nueva York, en un suburbio marginal del Bronx, en unos edificios abandonados, también empacaban cajas, cada paquete lo envolvían cuidadosamente en plástico, después lo rociaban con pimienta para luego envolverlo de nuevo, sellarlo con más cinta adhesiva, reempacarlo en una caja de plástico, luego en otra de madera, más envoltura de plástico, más vueltas de cinta y luego en su caja final de cartón con remitente de frágil y adecuada para enviarla a su destinatario. En las noches y en oficinas del correo que trabajaran las 24 horas del día, dejaban las cajas listas para ser enviadas a través de todos los estados americanos donde tuvieran clientes. 

La oficinista le dijo a uno de los jubilados que buscara la última caja con los portarretratos que habían ordenado hacía unos cuantos meses y que se encontraba en las estanterías del final de la bodega, el hombre desde lo alto de una escalera grito para llamar la atención, se la mostró y ella con la cabeza en gesto afirmativo le confirmo que la trajera. El hombre con la caja en el suelo cerca de ella se dispuso a destaparla. 

El moreno le preguntó por enésima vez al dependiente del correo que revisara cuidadosamente los destinatarios de las cajas que habían enviado los últimos seis meses, --Es confidencial--, le dijo y le paso por debajo de la mesa un grueso fajo de billetes. El moreno llegó a los edificios derruidos del Bronx y se perdió por los vericuetos del lugar para encontrarse con su jefe en uno de los sótanos. Comenzaron a revisar la extensa lista de destinatarios con la esperanza de encontrar una inusual dirección de entrega.

El jubilado levantó y colocó la caja en una mesa para mayor comodidad y con un cortapapel la destapó. Había otra caja herméticamente sellada adentro, por un momento le extraño, pero en medio del trajín que tenían le dio poca importancia y se dispuso a destapar la segunda caja pues urgía enviar un pedido con los portarretratos. La oficinista lo miraba de reojo y lo apremiaba a que le entregara rápido el par de artículos que necesitaba para enviar el pedido. Abrió la caja y para su sorpresa esta contenía otra caja de plástico también completamente sellada, la sacó y se la mostró, ella la miró asombrada, pero reaccionó diciéndole: --Siga destapando y páseme rápido lo que necesito, no demora en llegar el correo por todo. — 

Esa dirección en Miami les parecía sospechosa, no tenían destinatarios en esa área, fue entregada por lo menos seis meses atrás. Las dudas se apoderaron de ellos: ¿Había sido destapada?, había quedado al descubierto su contenido?, a estas alturas pensaron que hasta la policía estaría al tanto de la caja. Entre dudas, sospechas y conjeturas decidieron enviar al haitiano a Miami a husmear. Era discreto, persuasivo, inescrupuloso e implacable a la hora de actuar y lo mejor nunca dejaba rastro de sus atrocidades y aciertos. 

La oficinista se levantó para ayudarle al jubilado que seguía destapando caja tras caja sin llegar a encontrar los portarretratos que buscaba. –hágase a un lado yo le ayudo que llegó el camión del correo, -- le dijo mientras metía las manos dentro de la caja, rebusco tratando de encontrar lo que necesitaba, pero lo que encontró fue un rectángulo abultado envuelto en cinta adhesiva, lo puso a un lado en la mesa y siguió buscando dentro de la caja. 15 paquetes idénticos sacaron de la caja y no encontró los tan buscados portarretratos para enviar. 

El haitiano llegó al aeropuerto de Miami, rentó un carro y se dirigió a “Little Haití”, zona que conocía perfectamente pues había vivido y consolidado su carrera delictiva allí. Compró un Colt 45 de cañón recortado y comenzó a hacer preguntas en los puntos de venta. Movimientos inusuales de mercancía, alguien vendiendo más barato, o policías haciendo preguntas. No obtuvo nada, todo funcionaba normal. Se subió al carro, puso en el GPS de su teléfono la dirección donde habían recibido la caja y se dirigió hacia allá. 

La oficinista y los jubilados seguían en un alboroto donde todos opinaban a la vez que cogían los paquetes, los olían, los sopesaban y emitían conjeturas sin ponerse de acuerdo, hasta que ella con un cortapapel decidió abrir uno de los 15 paquetes que tenían sobre la mesa. Un fuerte olor a hierba y ramas secas los inundo, introdujo los dedos y saco un poco de ramas medio secas y pulverizadas. Se miraron entre ellos en un incómodo y tenso silencio hasta que el mas viejo, un gringo de San Francisco tomó entre sus dedos un poco para acercarlo a la nariz y olerlo emitiendo su sabio veredicto: es té chino. –No--, opinó una cubana sesentona, --es musgo para el pesebre, estamos en Diciembre.—Hasta que otra viejita delgada y con un tatuaje en el brazo de paz y amor de su tiempos de hippie en Nueva York se acercó a la mesa cogió un poco y lo pulverizó un momento entre sus dedos para que soltara su esencia al tiempo que decía, --es mariguana y de la buena, no sienten el penetrante olor, yo aun la uso para mi artritis.—

El haitiano dio varias vueltas por el lugar tanteando el terreno. Estaba en un sector industrial de Broward, muy al oeste, cerca de los Envergadles, había bodegas inmensas y oficinas comerciales. Vio camiones descargando mercancías a esa hora de la noche, dio otra vuelta y ubicó el local, era una pequeña oficina que proveía artículos de graduación a las escuelas. Revisó el lugar y encontró un buen sitio para camuflar el carro y dormir un rato mientras amanecía. –Mañana será otro día, ya veremos, -- caviló mientras se dormía.

¡Mariguana!, gritaron todos casi que al unísono al momento que la oficinista dio la orden de cerrar la puerta de la calle para que no entrara nadie y reconociera el olor que ya invadía el recinto. Pasmados y nerviosos después de cerrar la puerta clavaron sus miradas en la oficinista esperando respuestas o tal vez una solución mágica que les desapareciera esos 15 paquetes, que les borrara de la memoria ese eterno instante, que solucionara como siempre lo hacia en los momentos de mayor ajetreo. Por la cabeza de ella solo pasaban imágenes trágicas de su país por causa de las drogas y su interminable lucha entre carteles. Todo le daba vueltas como en un torbellino de ideas, todas nefastas. Era colombiana y de antemano sabia que al llamar a la policía seria la primera sospechosa precisamente por su origen. Aparte de eso miraba incesantemente hacia la puerta esperando el momento en que entraran los dueños de los paquetes repartiendo balazos y llevándose su alijo de drogas.

Amaneció. El Haitiano se bajó del carro, estiró un poco los adormecidos músculos, vertió una botella de agua sobre su cara, hizo unas cuantas gárgaras con el agua sobrante y quedo listo para un nuevo día. Vio como llegaba la oficinista, atrás de ella fueron llegando los jubilados, eran como cinco personas, muchos para entrar y armar un alboroto, recapacitó. Decidió esperar, tendría que hacer trabajo de inteligencia por separado, seguirlos, interrogarlos, esto llevara tiempo, asumió.

Los jubilados seguían con sus conjeturas acerca de la procedencia del cargamento. La oficinista los conmuto a callarse para hablar con el dueño. Todos guardaron silencio mientras ella hablaba con él, ellos seguían la conversación como embelesados jovenzuelos escuchando una fábula, a cada sí que escuchaban se miraban entre ellos, a cada no, movían la cabeza negativamente en acordancia con lo que oían. Al colgar la apremiaron con sus preguntas, ella les dijo que el dueño no quería involucrar a la policía en eso porque sería un escándalo, que ya venía en camino y que le subieran la caja a la oficina. 

El haitiano entró a la oficina y con actitud ingenua y desprevenida comenzó a indagar por los artículos en venta. Mientras preguntaba observaba a los empleados detenidamente. Ninguno calificaba como sospechoso, eran jubilados que lo atendían despreocupadamente sin desconfianza. Al fondo en un escritorio estaba la oficinista, por el rabillo del ojo la analizó, era joven y enérgica y lo miraba de reojo como con prevención. En ella centró su atención, en ella recayeron sus sospechas. 

El dueño, a solas con la oficinista escuchaba atentamente el relato que esta le hacia del hallazgo. Luego le advirtió que no comentara nada de lo sucedido a nadie, que les dijera a los empleados que borraran de su memoria lo acontecido, que él se encargaría de entregar el alijo a las autoridades. La oficinista bajó más tranquila a continuar con su trabajo, habló con los empleados y a todos les reconfortó que el dueño tomara cartas en el asunto. Este a su vez buscó en internet el precio de un kilo de mariguana en las calles de Miami, multiplicó la cantidad por quince y le bailaron los ojos al son del signo de pesos, eran mas de dos paquetes grandes. –Si del cielo te caen limones, aprende a hacer limonada, -- se dijo a si mismo entre risitas nerviosas. Levantó el teléfono y se dispuso a hacer unas llamadas a viejos amigos de su juventud.

El haitiano escuchó atentamente a sus contactos, había rumores de que alguien estaba ofreciendo mercancía a buen precio. Abandonó el seguimiento a la oficinista para cambiar su estrategia.
   
El dueño salió de la oficina de correos sonriente, la caja en cuestión la había recibido por error de los conductores en las entregas, no tenia remitente y era imposible rastrearla, además después de seis meses de enviada la compañía que la fletó tenía que haberla dado por perdida y el asunto estaría olvidado. Esto lo había escuchado del empleado de correos, claro que le preguntó todo sin mencionarle el contenido de la caja. Se subió a la camioneta, abrió el maletín y reviso su contenido, los quince paquetes estaban ahí, lo cerró y enrumbó hacia Cayo Hueso, hizo una llamada, el comprador lo esperaba ansioso.

El haitiano colgó el teléfono y se sentó a esperar a la sombra de unas palmeras, realmente estaba caliente en Cayo Hueso, --Y lo caliente que se va a poner. —Masculló entre dientes. 

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