Se durmió

El septuagenario galán se acercó tímidamente al mostrador de la farmacia; entre risitas nerviosas y explicaciones innecesarias le preguntó al dependiente, casi que hablándole al oído en susurro, por las famosas pastillas que le recargarían las balas del oxidado e inoficioso cañón que le colgaba en medio de las piernas. El dependiente, un joven de gruesos lentes y pelo engominado sin levantar la vista del teclado de la computadora donde tomaba los pedidos le gritó a todo pulmón a otro empleado que se mantenía ocupado en las estanterías del boticario que le hiciera llegar una caja de Viagra. El viejo galán escuchó al instante las risitas ahogadas de dos viejecitas que hacían cola detrás de él, y como dardos venenosos que se le clavaban en la nuca sintió las miradas de todos a su alrededor. Rojo como un tomate salió de la farmacia con la cabeza gacha a toda prisa con su cajita en la mano. Afuera respiró profundo y aligeró el paso para llegar a tiempo a la cita, al voltear la esquina miró de reojo la farmacia y notó que casi todos aún lo seguían con la mirada, levantó la mano derecha y erectando el dedo del medio les hizo la señal de ¡váyanse a la mierda! 


Llegó a tiempo, apenas subió a la azotea del parqueadero vio el pequeño sedan azul que pacientemente esperaba por él, se estacionó al lado, tocó bocina y bajó del auto para caballerosamente abrir la puerta del carro y esperar a que la dama se subiera. Ella bajó del auto, pero se le notó un inusitado esfuerzo al levantarse, el corrió, le dio la mano para sostenerla, trato de abrazarla, pero ella con nerviosismo le atajo diciéndole -Hola, estoy bien, fue un leve mareo-. 


En el auto se mantuvieron en silencio, la miraba de reojo, se había puesto un vestido rojo que le llegaba un poco más arriba de las rodillas, era la primera vez que le veía las piernas, siempre usaba pantalón largo, el color trigueño, herencia de sangre indígena le conservaban la piel lozana a pesar de sus más de 60 años. De pronto ella le sujetó la mano y le dijo -estoy asustada-, el se la apretó, la sintió sudorosa. Un vaho de perfume le llegó, quiso decirle que él también lo estaba, pero era el hombre, el seductor y tenía que mantener la calma, -tranquila mami, ya casi llegamos-, le dijo. -Mi marido quedó en la casa y al despedirme no fui capaz de mirarlo a los ojos, no sé si estamos haciendo lo correcto- le dijo ella también apretándole la mano.  
-Ya lo habíamos hablado, es tu venganza-, le dijo el. 
-Si, pero deje pasar mucho tiempo para cobrarme sus infidelidades, ya no estoy para esto-. 
-Lo planeamos, te vestiste para la ocasión, me esperaste en el carro, estamos en camino, ya no hay marcha atrás-y le recalcó, -vamos al motel y conversamos, si no quieres no pasa nada-, terminó diciendo el galán sin ninguna convicción. 


Entraron al motel mirando para todos los lados en busca de alguna señal u obstáculo que los hiciera retroceder, pero terminaron cerrando la puerta del cuarto detrás de ellos. Una infinita culpa los invadió y por un momento no supieron si avanzar o salir corriendo, pero el galán no era ningún novato y sabia las artimañas de un zorro viejo, saco el as de la manga, una botella de vino rojo, de la marca que a ella le gustaba y de un solo trago le encajó una copa grande que la hizo entrar en calma, en calor y en deseos.
  
Ahora si se dieron el primer beso, al despegarse, después de un hondo suspiro ella le dijo, -A lo que vinimos, vinimos, ¡la venganza es dulce y él se lo merece! -. 


Se fueron desvistiendo de a poquitos; entre caricias y besos se iban despojando de ropa, timideces y remordimientos; otra copa de vino y el efecto desinhibidor escondió prejuicios y afloró atrevimientos. Ya retozaban en la cama, ya exhibían sus ajados cuerpos sin vergüenza, ya cambiaban de posiciones que, porque la rodilla le traqueaba, que porque la cadera le crujía. Así estaban en sus acrobacias, en su mete y empuje cuando ella le dijo: -Mijo se durmió, sáquela-, - ¡Carajo!, no sirvió la puta pastilla, pensó asustado y disimuladamente bajó la mano y la tocó, estaba dura, el alma le volvió al cuerpo, sigamos-, le respondió el agitadamente. -No, está dormida-, le insistía ella.  -yo la siento bien, concéntrate-, volvía y le aseguraba el entre suspiros. -No, ya no la siento-, casi que le gritaba ella. - ¿no la sientes?, te hago más duro? -, aseveraba el con embestidas más fuertes. -Nooo hombre, no sea pendejo, que se baje que se me durmió la pierna y no la siento!- 

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