El santuario


En una esquina, en un rinconcito frondoso, verde, acogedor se encuentra el santuario, la capilla, es sagrado, es místico, es religioso, es un altar pagano donde le rendimos culto a la madre tierra: "Pachamama". Está franqueado por dos columnas que en el cenit se encargan de darle sombra al santuario con una bóveda formada por las verdes y tupidas hojas de los dos arboles que sembramos años atrás, uno de mango y otro de aguacate. Permiten, estos dos arboles que la brisa se filtre a través de las hojas produciendo una placentera melodía, un susurrar de hojas que se rozan, se besan y acarician, y de viento que se filtra, que las aleja, que las separa, como en una sensual danza, como en un tango arrabalero en el que los cuerpos se fusionan para luego separarse y reencontrase de nuevo.

Ahí, con mi patita nos refugiamos, nos escapamos de las afugias de la vida. Esta lleno de matas: de helechos de hojas cayendo despeinadas, de orquídeas y veraneras de vividas flores. Tiene, en la grama y en la hojarasca, esparcidos por el suelo, duendecillos y hadas de vivos colores hechos en barro, mariposas de alas de vitral que refractan la luz al pasar por ellas y salamandras de hojalata adheridas a la cerca de madera rústica que lo flanquea por el lado norte. De las ramas de los arboles también cuelgan variados móviles de viento en metal, en bambú y madera que se mecen por las corrientes de aire impregnando el ambiente con una sonoridad de templo budista. En una esquina mi esposa instaló una fuente de agua. Son dos querubines alados vertiendo agua en unas vasijas de barro haciendo que el agua caiga en cascada en un ciclo eterno y musical. Hay, también en esa esquina unas alargadas y espigadas matas de papaya que se arquean por el peso de sus grandes y anaranjados frutos. Dos sillas de playa y una mesita de hierro amueblan la capilla y nos permiten cómodamente disfrutar del lugar.

Se nos van las horas sin darnos cuenta sentados allí. Arriba, unas lucecitas de colores se entrelazan desordenadamente alumbrando el lugar tenuemente en las noches, lo suficiente para que la oscuridad no nos absorba. Es mágico, es nuestro, es ecológico, es un baño de verdor y naturaleza que nos recarga las energías, que nos limpia el aura y nos reconecta con la naturaleza, con nuestros ancestros. Sentimos, al sentarnos ahí que estamos pisando terreno sagrado, nos invade una paz que nos invita a meditar, a pensar o simplemente a hablar. Ella me cuenta de su corta vida, de su niñez y a veces salta a remotos pasados de otras vidas donde fue gitana, fue nómada, fue adivina, fue viajera. Me quedo absorto oyéndola, sus ojos le brillan como si estuviera viendo las escenas que narra. Yo le cuento  de mis vivencias, de mis locuras y excesos, de los años que pase buscándola, esperándola, de como desde antes de nacer la conocía, la presentía, de como cuando la encontré reconocí esa antigua alma que habitaba en su nuevo cuerpo y entonces nos reímos de todas esas historias de fantasía, de amores atemporales y mundos olvidados.

Usualmente un vino tinto hace las veces de ofrenda litúrgica al brindar, el cual nos deleita y embriaga al paladearlo. Otras veces es un buen cafe caliente y aromático el que saboreamos. Y siempre, nuestra perra, ya envejecida y artrítica se acurruca a nuestro lado a dormitar, a cuidarnos.

De vez en cuando en la penumbra de la noche, de reojo miro a mi esposa que con las lucecitas de colores bailándole en la cara y en su ensortijado pelo, pareciera que tuviera flores de variados colores en su cabeza como Náyade el hada de agua dulce de la mitología griega que le nacían flores en la cabeza. Con ese aspecto, con esa carita de niña de risa ingenua y ojos vivarachos, parece un ser mágico. una hada mas, de las tantas que tenemos regadas por el jardín; el hada que llegó a mi vida y exorcizo mis demonios.

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