A Dios rogando... (Parte 1)

Se hincó ante el altar de la iglesia como todos los viernes, solo que esta vez no era como todos los viernes; su petición, su ruego era una suplica desesperada, un grito de angustia, un lastimero quejido al infinito. Lloraba en silencio y se preguntaba y le preguntaba al Todo Poderoso, si era justo pasar por ese calvario, si era pecado tratar de ser feliz, si era condenable sentir ese ardor que la azotaba día y noche. El santo silencio, la sepulcral quietud y el frío ambiente del enorme recinto  no la escucharon. Al salir contempló la bella escultura en mármol de la Virgen Maria que con sus blancos ojos de invidente la miraba indiferente y se preguntó si valía la pena todo ese fervor, toda esa dedicación, toda esa fe que hoy la abandonaban.

El hombre sacó otra cerveza del refrigerador; le gustaba sentir el frío de la botella en sus manos, frío que luego le bajaba refrescante por la garganta, era un placer que lo deleitaba, observó la botella un buen rato y luego tambaleándose volvió a sentarse en el sofá. Busco el control del televisor para seguir escuchando rancheras y corridos mexicanos, bebió un largo sorbo de cerveza, tarareó una canción y fue quedándose dormido con la botella en la mano mientras el espumoso liquido se vertía sobre la alfombra.

La pareja de muchachos recorría el borde de la playa caribeña cogidos de la mano. Iban descalzos, felices y enamorados. Recién llegado él de los Estados Unidos había buscado su novia de la infancia, le propuso matrimonio prometiéndole una vida feliz y prospera a su lado. Ella vio la oportunidad de tener un mejor futuro y como el amor también la embriagaba no dudo en aceptarle la propuesta. La juventud y la pasión los hacían amarse a cada instante en la playa o en cualquier momento y lugar solitario que encontraran, en el carro con el temor de ser descubiertos lo cual aumentaba la excitación y la fogosidad del acto; sudorosos, extenuados y aun temblorosos salían corriendo hacia la playa para bañarse en el mar cobijados por la sideral luz plateada de la luna. Un mes duró ese pasional encuentro, tiempo suficiente para quedar embarazada.

El partió primero a organizar el apartamento y adecuarlo para la llegada de su amada y el bebe. Estaba viviendo cerca de la frontera con Canada, tenia un buen trabajo que le generaba excelentes ingresos por eso no escatimó en gastos para que al llegar ella encontrará un lugar con todas las comodidades que podía tener una familia de clase media en los Estados Unidos. A veces en las noches, en la penumbra e ingravidez de la duermevela se preguntaba si no estaba soñando, si era realidad tanta felicidad. Cerraba los ojos y rememoraba los momentos de pasión vividos, luego se despertaba ansioso por tenerla, por amarla, contaba los días faltantes para recibirla en el aeropuerto.

El melancólico semblante de los arboles desnudos y la monocromía del blanco absoluto de la nieve al negro puro del humo de las fabricas la recibieron. En un solo día cambió la intensidad y brillantez de los paisajes tropicales, su calor bullicioso y pegajoso por la escala de grises de la ciudad de Buffalo; pero eso no le importó, estaba esperando un hijo y tenia la compañía del hombre que amaba. Entre los preparativos para la llegada del bebe y sus cuidados prenatales se fueron deshojando los días y los meses hasta que nació el primogénito. Se entregó de lleno al cuidado del recién nacido. -La mejor madre que he podido escoger para mis hijos-, pensaba el hombre mientras absorto la miraba cambiar pañales, darle pecho, arrullarlo para dormirlo y luego tener tiempo para complacerlo en sus apetitos carnales que con el frío se le acrecentaban.

El corto verano de su primer año se le fue ocupada en el apartamento sin tiempo para salir a conocer la ciudad o disfrutar un poco del verdor que cubría parques, aceras y veredas. Cuando ya consideró que podía salir con el bebe a pasear regresó el invierno y el paisaje volvió a tornarse blanco y negro. La depresión y la melancolía se apoderaron de ella, el día en el apartamento se le hacia eterno: a las cinco de la mañana despachaba al marido y sólo volvía a verlo después de las siete que llegaba cansado de trabajar, mas de 14 horas que las consumía  dando vueltas por el apartamento sin saber que hacer: miraba por la ventana y el amortajado paisaje la deprimía mas, veía televisión y no entendía nada, aparte de eso un apetito voraz la obligaba a comer sin saciedad y el sobrepeso estaba notándosele por toda su epidermis.

El marido inocente de la depresión de su esposa seguía viviendo en su mundo, en su interminable luna de miel, no veía los cambios hasta que ella lo confrontó una noche y entre sollozos y suspiros le dijo que se estaba enloqueciendo en esa ciudad, que tenían que irse hacia el sur en busca de un clima mas favorable, mas parecido al trópico de donde ellos venían. El quería lo mejor para su esposa y sus hijos, pues ya estaba esperando el segundo bebe, así que habló en la compañía, se retiró, enrumbó hacia el sur y con los ahorros compró una casa en la Florida, paraíso tropical de los inmigrantes latinos.

La Florida los acogió con los brazos abiertos, con la calidez del clima, el verdor de sus parques y la blancura de sus playas. Pero como toda moneda tiene su revés, el trabajo escaseaba y la paga era casi un 50% menos de lo que ganaba en el norte. Dobló su horario de trabajo, uno de tiempo completo, mas un medio tiempo los fines de semana. Ella encontró una iglesia cercana al vecindario, se hizo dama voluntaria, recogía los niños en la escuela, cocinaba, atendía la casa en el día y al marido en la noche.

Pasaron los años y llegaron mas hijos, se hicieron miembros activos y participantes de la iglesia; martes de lecturas bíblicas, miércoles de visitas a hospitales, viernes de confesión,  sábados de liturgia y comunión y cada fin de mes retiros espirituales. El marido se escabullía de estos compromisos espirituales, pues prefería disfrutar de una cerveza bien fría en las tardes como recompensa a su dura jornada laboral.

Pero una tarde cualquiera  debido a la precaria situación económica que los puso al borde de una bancarrota el se vio en la obligación de exigirle a su mujer que buscara un trabajo para ayudar a solventar los gastos. Le dijo con una mezcla de rabia y frustración que en parte este descalabro se debía a la estúpida idea de renunciar a la compañía en Buffalo para satisfacer el capricho de ella y mudarse a la Florida. Como un desgarramiento en el corazón fue sintiendo ella mientras el esposo a borbotones sacaba de adentro sus reprimidos sentimientos, la frustración que lo carcomía, que lo devoraba a dentelladas y le estaba arruinando su vida. Ella no supo que decirle, callo y lloro y por cada lagrima que derramaba se le diluía el paisaje bucólico de su vida como una acuarela mojada por la lluvia. Con la vista borrosa lo vio alejarse sosteniendo una botella de cerveza en la mano hacia el cuarto.

Fue un duro golpe para ella, como el despertar de un hermoso sueño, como el final de unas inolvidables vacaciones. Se enclaustró en si misma, se cobijó en su fe y se dedicó a pedir con sus plegarias un trabajo y mucha comprensión para su marido. Como en una delgada capa de hielo que cubre la superficie de un lago a la que le cae de pronto una roca y por el impacto y el peso comienza lentamente a agrietarse en todas las direcciones vaticinando una inminente ruptura, así afloraron los problemas, se destaparon las anomalías y los defectos.

Esa noche el marido la busco balbuceando unas incomprensibles palabras de arrepentimiento por lo dicho. El fuerte olor a cerveza la molestó tanto como que tuviera el atrevimiento de buscarla para tener sexo, -que creía el, que ella era un objeto de placer sin sentimientos-. Se levantó de la cama, cogió una almohada y la cobija y se fue a dormir a la sala no sin antes dar un fuerte portazo.

De pronto en las siguientes noches no la dejaban dormir los acompasados y sonoros ronquidos de su marido, -como no lo había escuchado antes, estaba sorda o el amor la enceguecía-, pensó mientras lo despertaba y lo enviaba a dormir a la sala cerrando tras de el la puerta.

Consiguió el trabajo que el marido le exigía y se absorbió en el. La rutina, el corre corre con los hijos, el trabajo y sus deberes para con la iglesia le coparon los días, las semanas y los meses. Un viernes llego tarde de una reunión en la iglesia en la cual repartieron vino y conversaron animadamente entre amigas. Al acostarse, el licor que circulaba por sus arterias le subió la temperatura y le alborotó las hormonas. Era una de esas noches calientes de la Florida en que el cuerpo suda copiosamente y la ropa estorba. Se desnudo en la oscuridad y se apretó a su marido. El hombre sintió la tibieza del cuerpo de su mujer que como una  cascabel se le enredaba. Se volteó dispuesto al encuentro, en la oscuridad la beso, la apretujó, la olisqueó, la mordisqueó, mas cuando ella abrió las piernas dispuesta a recibirlo, la flacidez de su varonilidad se lo impidió. Por mas que trato, por mas que lo acarició, lo sobó, la respuesta fue nula, el falo siguió dormido. Le atribuyó el incidente al estrés, a el sobrepeso, a que tal vez antes de acostarse se tomo unas cervezas de mas y le habían sentado mal, pero todo el siguiente día estuvo pensando en lo avergonzado que estaba con su mujer, quería que llegara la noche pronto para responder como el toro que siempre había sido. Ella por su parte también se sentía culpable por haberse alejado un poco de el, por negarle el placer que tantas noches el le pedía. A partir de esa noche volvió a dormir con el, a complacerlo en sus apetitos, pero esos apetitos que tanto lo caracterizaron en el pasado hoy le fallaban; el hombre comenzaba con arrebato, con furia de marinero recién llegado a puerto, pero a las puertas del placer fallecía, se agitaba, se le cortaba la respiración y la erección no se concretaba.

A diferencia de el, que se apagaba como una hoguera mojada por la lluvia desmoronándose en cenizas, ella ardía en fogajes, en apetencias que la consumían y la desvelaban en noches interminables dando vueltas en la cama. Se entrego a la iglesia, a sus hijos y al trabajo en un desespero por apagar ese volcán que ardía en su interior. Encontró en los retiros espirituales la manera de aferrarse a emociones religiosas sólo para ignorar carencias terrenales y apetitos carnales los cuales se le manifestaban a diario.

Un domingo en especial en que el calor y los fogajes la atormentaban decidió darse un baño, se desnudo, entró en la ducha, abrió el grifo; el tibio liquido mojó su acalorada y sensibilizada piel, el suave desliz del agua por el cuerpo la estremeció, una leve descarga hormonal le contrajo el vientre, cerro los ojos y dejó que el agua le acariciara la piel. Tomó la áspera esponja de baño en sus manos, la frotó con espuma de jabón y la pasó por su cuerpo. Esa caricia, esa autocomplacencia la avivó, se dejó llevar por donde sus manos libremente frotaran la piel. Un impulso natural la acercó al chorro y entreabriendo las piernas llevó la oscura y abundante mata de vello púbico hacia el el chorro, un ahogado suspiro se le escapó abriéndole las puertas hacia un mundo desconocido de placer que la asusto. Soltó la esponja y abrió los ojos, sintió vergüenza de su desnudes, se mordió la palma de la mano para ahogar el suspiro que aun clamaba por salir de su agitado pecho, retrocedió un poco y trató de calmar la entrecortada respiración. Intentó rezar para aplacar ese demonio que la poseía. Pero a salir del agua el chorro cayó directamente sobre sus pezones endureciéndolos y llamándola al abandono, al placer. No aguantó mas, se acercó nuevamente al chorro y lo dejó caer directamente en su húmeda vulva, se contrajo al instante, un grito ahogado salido de lo mas recóndito de su ser subió por la garganta, alcanzó a morderse la palma de la mano para ahogarlo; con la otra mano libre exploró su sexo, que como una orquídea de carnosos pétalos oscuros se abrió para dar salida al rojo e hinchado pistilo que sus dedos recibieron en una  incontrolable fricción. Apretó las piernas, arqueo el cuerpo, desde el bajo vientre una energía, una corriente eléctrica le subió por el pecho, le llegó a la cabeza, mordió mas fuerte su mano para silenciar los ahogados gritos de placer y luego, como un volcán estalló en mil pedazos, cada terminación nerviosa de su cuerpo chispeó, recibió un espeso y caliente liquido en su mano nunca antes visto por ella, se dobló por completo extenuada y temblorosa. Soltó la mano que aun mordía, un hilillo de sangre le corría por la mano, chupo la sangre, salió del baño y se vendo la mano.

Ese fin de semana en la iglesia volvió y preguntó al cielo si era pecado la autocomplacencia, si estaba condenada a las eternas llamas del infierno por tratar de ser feliz. por estar viva y sentir, por ser mujer, pues estaba segura que a los hombres por ser hombres todo se les permitía, todo se les perdonaba, menos la impotencia, pensó y sonrío para sus adentros. Había logrado balancear un poco su vida, volvió la rutina y entre los hijos, la iglesia y sus citas a solas en el baño volvieron a acumularse los días y los meses.

El hombre intrigado la venia observando desde hacia unos cuantos meses. Cada viernes la veía arrodillarse en el reclinatorio y pedir con fervor. De vez en cuando la vio llorar, estuvo tentado a acercarse y tratar de consolarla pero respetaba ese recinto sagrado al que estaba yendo por razones laborales trabajando en la ampliación de una nave de la iglesia.

-Nunca escuchó tus respuestas, mis suplicas se diluyen en el vacío- decía ella en silencio mientras oraba, ya estaba cansada, decidió salir temprano de la iglesia pues quería caminar un rato y pensar. Al tratar de levantarse se enredo en su cartera y se fue de medio lado hacia el suelo. Unos recios brazos la sujetaron a tiempo evitando el inminente golpazo. El hombre la atrajo hacia el para no dejarla caer, quedaron casi que abrazados, los intensos ojos del hombre la miraron, ella se aferro mas a el para no caerse, el contacto con ese cuerpo la estremeció, levanto la vista y vio la blanca estatua de la virgen Maria que le sonreía. Por fin había escuchado sus ruegos.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Turquia - Un pais magico (Parte 1)

Los fans de Messi

Con buen hambre no hay pan duro