Naufragio en el rio San Juan - Parte II

Revoloteábamos por la embarcación tratando hacer algo; de pensar, de solucionar, mientras las provisiones y nuestras pertenencias comenzaban a flotar dentro de la misma y otras a salirse por el borde. Mi papa, ante la inminencia del naufragio se tercio la escopeta al hombro y agarró a mi mama que no sabia nadar, se la acomodo en su espalda esperando parado el momento del hundimiento. a mi me toco mi hermana que tampoco sabia nadar; el negro con sus dos hijos aferrados a sus piernas nos miraba mientras tomo de una caja de la embarcación un cuerno de toro el cual sopló emitiendo un sonido grave y lastimero.

Así en unos pocos minutos bajo nuestros pies se hundió la firmeza de la canoa que nos mantenía a flote y quedamos a la deriva; la ropa, los zapatos y el rifle, mas mi hermana en la espalda me impedían mantenerme a flote, me hundía y salía tratando de aguantar para bracear hacia una orilla que no divisábamos. El negro seguía tocando el cuerno cuando sus hijos aferrados al cuello se lo permitían.

Salieron de la nada, tres, cuatro o mas embarcaciones, llegaron remando y en un santiamén nos agarraron unos oscuros y fornidos brazos para levantarnos y ponernos a salvo en sus canoas, vociferaban entre ellos una jerga que no entendíamos. Otros mas que llegaron clavaron inmediatamente al río y se sumergieron para después salir con las provisiones y demás objetos hundidos. Mas adelante nos explicaron que en esa parte del río, por lo ancho del recodo, el agua se aquietaba y no había mucha corriente que arrastrara las cosas del naufragio. Así lograron salvar la mayoría de lo hundido en dos o tres viajes que hicieron de la orilla al sitio de la tragedia.

Llegamos a la orilla y nos tendimos en la ancha playa grisácea que dejaba el río a su paso; mi mama y mi hermana vomitaron toda el agua que habían tragado. Nos rodearon  un manojo de negritos y negritas riendo, tocando, mirando y corriendo asustados cuando les hablábamos. Me llamo la atención que las muchachas ya mayorcitas, tal vez adolescentes con sus incipientes pechos en formación andaban solo en pantalones cortos o faldas con toda la naturalidad del caso, sin temores ni la incomoda vergüenza que sentíamos los "del interior", "los blancos" ante el cuerpo humano en su desnudez.

En unas cuantas horas habían amarrado la canoa hundida desde el fondo del río con una gruesa cadena y la habían arrastrado hasta sacarla en la orilla.

"Tres o cuatro días" nos dijo el negro de la embarcación. Tenían que ir al monte a cortar el "Otobo",  árbol para reparar la canoa, luego del corte arrastrarlo por el monte y los riachuelos para trasladarlo a la playa, aserrarlo y procesarlo. Mientras tanto íbamos a quedar aislados en esa región costera del pacifico colombiano rodeada de selvas impenetrables y con una escasa comunicación por río y mar a la civilización.

Lo primero que mi papa hizo, después de aceptar a regañadientes la noticia fue extender su tela de "Dulceabrigo" roja con la cual envolvía siempre su escopeta y desarmar íntegramente la misma para con cuidado de relojero, secar pieza por pieza; resortes, tornillos, gatillo, detonador, todo quedo impecable, seco y reluciente. Lugo me toco el turno con mi rifle, eso si, bajo la supervisión de el. Terminada la labor extendimos nuestras pertenencias en la hierba para secarlas al sol.

Era el caserío una hilera de bohios, hechos de tierra prensada con techo de paja, circulares, sin puertas y unos agujeros en los lados que hacían las veces de ventanas; a pesar del calor y dado el grosor de las paredes, adentro se sentía fresco. Nos designaron un bohío para pasar la noche y las siguientes dos mas.

A esa hora del medio estaban llegando los  pescadores con los frutos del mar para el sustento diario y las mujeres los recibieron para comenzar a limpiar y descamar los pescados y mariscos; otras morenas estaban en sus labores diarias lavando ropa: hundidas hasta mas arriba de las rodillas, muchas con sus pechos descubiertos fregaban y azotaban la ropa contra las piedras que sobresalían del río; enjuagaban, escurrían, azotaban y echaban en unos canastos la ropa para luego secarla al sol. Relucían sus espaldas arqueadas por la labor; bronce esculpido en la milenaria Africa y transportado por Galeones españoles en bodegas de esclavistas. Ultimos bastiones de esas tribus altivas y libres, ahora sometidas y diezmadas por el colonialismo, la pobreza y el ostracismo. Se llamaban a sí mismos LIBRES: Denominación que databa de la época de la abolición de la esclavitud cuando cambiaron su estatus de esclavos por el título de “hombres libres”.

Yo por mi parte acompañe a un grupo de muchachos mas o menos de mi edad, descalzos, descamisados, fibrosos, ágiles, oscuros y relucientes como porcelana china recién salida del horno hacia los "Colinos"; sementeras con sembrados de Plátano, banano, maíz, caña, chontaduro, borojó, yuca y papa. Iban riendo, contentos, haciendose bromas y contandome anécdotas de sus vidas, cada cual con su machete en la mano y una mochila de cabuya terciada al hombro. Me era difícil seguirles el paso, su destreza para esquivar matorrales, raíces y arbustos me asombraba; me quedaba, tropezaba, me caía, me enredaba en bejucos, lianas y vegetación

Llegamos por fin a los sembradíos y comenzó la recolecta. Las altas palmeras de chontaduro con su rugosa y áspera corteza no fueron impedimento para que los muchachos subieran hasta lo alto de ellas a cortar los cargados y grandes racimos del afrodisiaco fruto. Cortaron solo lo indispensable para el consumo de ese día; un racimo de verdes platanos, grandes, “E’ que el plátano de aquí e’ como el verdadero plátano, de la tierra pura. Allá en Cali le echan abonos, entonce no sabe lo mismo”, me dijo uno de los muchachos al verme la cara de admiración ante lo grande de los frutos. Unas cuantas yucas, otro racimo de amarillos y provocativos bananos mas unas cuantas libras de papa, completaron nuestro mercado del día.

Cargados de frutos nos devolvimos al caserío donde las negras tenían listo el hoyo en la arena para "El Tapao". De unos dos pies de profundidad por dos de diámetro mas o menos era el hoyo, lo cubrieron en toda su superficie (paredes y base) con hojas verdes de plátano, luego echaron en su interior los pescados, los mariscos, platanos, papa, yuca y demás hierbas aromáticas para darle sabor, mas el agua. Volvieron a tapar el hoyo con hojas de plátano, arena y unas cuantas piedras, enseguida levantaron una especie de hoguera con leños y le prendieron fuego a "El Tapao". Hirvió y se cocino la ingeniosa olla por no se cuantas horas, pero cuando la destaparon, el aroma que emanó a cocina criolla nos avivó el hambre a todos.

Ya estaba oscureciendo cuando terminamos de comer. El verdor de la vegetación se torno grisáceo, para luego uniformar el paisaje en una gama monocromática oscura que nos invito descansar. Dormimos profundamente por el agotamiento de los acontecimientos del día.

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