Naufragio en el rio San Juan - Parte I

El seco golpe giró la embarcación 90 grados y el chorro de agua comenzó a entrar a borbollones por el piso de madera en la pequeña canoa con motor fuera de borda, anunciando el inminente naufragio de la misma. Estábamos navegando por la desembocadura del Río San Juan en el litoral pacifico cerca del puerto de Buanaventura en Colombia.

Era la "Semana Santa" del 74 mi papa había planeado un viaje a la costa del pacifico colombiana para pescar y cazar; había quedado de reunirse con sus compañeros de cacería en el puerto de Buenaventura para tomar una lancha que nos llevaría a unas islas del pacifico donde abundaban los venados y guatines, aparte de otros animales de caza y habitaban unas cuantas familias negras residuos de la época de la esclavitud colonial en Colombia.

Llegamos tarde, no me acuerdo por que contratiempo, tal vez de esos que a ultima hora surgen en nuestra amada patria y que el poeta Julio Flóres plasmó en una certera frase con la que tituló uno de sus poemas: "¡Todo nos llega tarde, hasta la muerte!". El caso fue que al llegar, ya había partido la embarcación que nos llevaría al sitio de caza, así que mi papa contrató a un lugareño que por fortuna vivía en la isla y que estaba comprando provisiones para devolverse ese mismo día.

El hombre era un fibroso negro destentado de piel curtida y reseca como corteza de árbol milenario, de risa fácil y contagiosa que al abrir la boca mostraba sus rosadas encías, limpias de todo vestigio de dientes. Tenia una canoa que parecía hecha de un sólo tronco de algún gigantesco árbol con cuatro travesaños de tablas que servían de asientos. en uno de sus extremos estaba sujeto un viejo motor de una hélice que rugía y tosía como perro enfermo.

La embarcación en si no tendría más de 17 pies de eslora por 4 de ancho e iba abarrotada de cajas de víveres, bultos de arroz y otros granos, más dos o tres guacales de cerveza. Nos subimos y pareció que se iba a hundir pues se sumergió casi a ras de la superficie en las oscuras aguas del Pacifico.

Se me olvidaba contarles que el moreno viajaba con dos de sus pequeños hijos; un par de negritos descamisados de 4 o 5 añitos con grandes ojos de infinita soledad y narices mocosas todo el tiempo. Nosotros íbamos: mi papa, ataviado con su cinturón de municiones; terciada al hombro llevaba la escopeta "Beretta" de dos cañones superpuestos y su inseparable paquete de cigarrillos "Piel Roja" que por aquella época nunca le faltaban, mi mama, nerviosa y con las manos aferradas al borde del navío no miraba a ninguna parte en concreto, mi hermana Piedad de unos 15 años como siempre distraída y terca trataba de entablar conversación con los asustados negritos que la miraban agrandando sus ojos y abrazandose a las piernas del papa, y yo, con mi recién estrenado rifle calibre 22 de nueve tiros en la mano.

Nuestro equipaje se componía, de cuatro colchones inflables, una maleta con ropa, la atarraya, dos varas de pescar, panela, queso y unos cuantos enlatados más las cantimploras.

Partimos así, lentamente con el motor rugiendo cansadamente y esparciendo un olor a aceite y gasolina quemados. El cielo azul y despejado, dejaba pasar los inclementes rayos del sol canicular abrillantando la oscura piel del moreno que, aperlada por el copioso sudor y a contraluz, semejaba una escultura romana de un gladiador de tiempos imperiales.

Vadeando y esquivando otras pequeñas embarcaciones del atestado puerto que bullía de actividad comercial: gente gritando ofreciendo sus productos, niños corriendo y brincando entre las canoas, perros disputandose huesos viejos y desgastados, mas uno que otro ladronzuelo huyendo de los puestos de mercado callejeros al grito de :cójanlo", cójanlo", nos fuimos alejando del puerto. El ruido y la algarabía fueron disminuyendo sus decibeles a medida que vadeábamos la costa en busca del rio San Juan.

Paso por nuestro lado un carguero oxidado y chirrioso que con el oleaje producido estuvo a punto de voltear nuestra pequeña embarcación a no ser por la pericia del baquiano que logro colocar la proa frente a las olas para romper la onda y evitar la tragedia. Quedamos eso si empapados y con el sabor salubre del pacifico en la boca.

Se movía la embarcación en un vaivén de sube y baja en surcos de olas que nos mantenía aferrados a los bordes de la misma para evitar una caída al agua. No nos habíamos alejado mucho de los manglares y la algarabía de las garzas, el graznido del Guaco Manglero con el chapoteo de los peces saltando a nuestro al rededor hacían del paisaje una acuarela digna de Miró.

A las dos agitadas horas de navegación en las cuales mas de una vez se apago el motor, comenzamos a divisar la desembocadura del río San Juan: ancha cinta de agua dulce que cansadamente llegaba a morir en esta bahía de Buenaventura. Se aquietaban las aguas, se silenciaban las olas y el ronroneo del viejo motor se hacia mas consistente, de cuando en cuando un enorme pez delfín saltaba unos cuantos metros de la embarcación y mi papa jugaba a apuntarle con la escopeta para asustar a los hijos del boga.

El hombre direciono la pequeña embarcación por el centro del rio, arguyendo que las crecidas y las lluvias en la cordillera hacían que el rio arrastrara lodo y arboles caídos que pudieran entorpecer la marcha o dañar el motor. Así avanzamos por un rato en la quieta sonoridad de los manglares, a lo lejos en la manigua, se escuchaba el estridente chillido de los monos.

En un ancho recodo del rio en que este se ensanchaba mas de lo normal y las orillas del rio casi que se perdían en el horizonte fue cuando sentimos el seco golpe bajo la canoa, Esta giro en 90 grados y un chorro de agua comenzó a entrar a borbollones. El moreno apago el motor y se abalanzó sobre en agujero para taparlo con un trapo viejo que usaba para limpiar. El trapo salió despedido por la fuerza del chorro de agua, trato de taparlo con las manos pero fue inútil, nos pidió a mi papa y a mi las camisas para usarlas como tapón pero tampoco; el agua seguía entrando inundando la pequeña embarcación.

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