Bautizo de sangre

El caliente y espeso chorro de sangre descendió por mi cuerpo empapando con su roja viscosidad la ropa. La sangre al cubrir mis ojos tiñó de carmesí el panorama y la risa de las personas a mi alrededor mas el incandescente sol del verano convirtieron la escena en una grotesca e irreal imagen salida de un cuadro de Goya.

Era el verano del 1971, de regalo de cumpleaños había recibido mi primer arma de fuego, un rifle calibre 22 que se alimentaba por la culata en un compartimento donde alojaba nueve tiros. Era liviano, desarmable en la mitad y con culata tallada en cedro, venia en una caja de pino rectangular con el interior tapizado en gamuza verde.

Diariamente lo sacaba de su caja; ensamblaba sus dos partes y me lo acomodaba en el hombro recostando mi mejilla sobre la culata para cerrando un ojo enfocar por la mirilla soñando el momento en que lo fuera a usar . Su negro y reluciente cañón brillaba al sol y su peso y la solidez del frío metal me hacían sentir poderoso, todo un hombre que ardía en deseos de accionar el gatillo y sentir el estallido de la pólvora en sus oídos.

Por esos días mi papa y sus compañeros de cacería programaron una excursión a la Cordillera Central en el departamento del Tolima en Colombia. Era un viaje de seis horas en carro, para el cual madrugábamos a reunirnos en la plaza central de barrio y allí, en medio de la algarabía de de los perros de caza, aullando y olfateando todo a su paso, nos distribuíamos en las camionetas que nos llevarían a nuestro destino.

A mi, por ser el muchacho del grupo y al que mi papa y sus amigotes del grupo estaban preparando para soportar las inclemencias  y las dificultades del deporte de la cacería, me tocaba viajar en la parte de atrás de una camioneta (Truck), durmiendo a la par con los perros de caza que, amablemente me prestaban su calor y sus mullidos cuerpos para dormirme y cobijarme con ellos.

Llegando a la primera estación del viaje, dejábamos los carros en casa de algún amigo del pueblo y de ahí, con mochila, armas y municiones al hombro, emprendíamos el asenso a la cordillera por un serpenteante camino de arrieros.

De nuevo, mi preparación y entreno para convertirme en un experto cazador consistía en llevar sujetos los perros de sus correas para que no se desperdigaran por los alrededores persiguiendo alguna perdiz o cualquier otro animal que encontraran en el camino. Mas que caminar me llevaban arrastrado, halaban de mi en todas las direcciones y yo, saltando matojos y esquivando obstáculos trataba de encasillarlos en el camino para no caerme ni perderlos.

De vez en cuando parábamos para tomar resuello y continuar el viaje; un pedazo de queso y un trozo de panela mas la cantimplora con agua eran nuestra ración de alimentos para el viaje. Tres horas mas de camino, en mi caso brincando y saltando para llegar a la casita que habían alquilado mi papa y sus compañeros.

Estaba situada en un recodo del río, sobre un montículo de tierra, rodeada por una rústica cerca de madera. Atravesando el portal de enfrente se caminaba por un patio de tierra donde correteaban alegremente unas cuantas gallinas buscando alimento. Construida de guadua y barro prensado con una entrada grande sin puertas donde bajo el dintel dormía un perro viejo y malicioso que, al sentir la presencia de la jauría de congéneres que venían en tropel sujetados por mi, salió corriendo aullando lastimeramente como anticipando el dolor ante el inminente fatídico destino que le esperaba. Pero los perros, jadeantes y sedientos llegaron a guarecerse del inclemente calor canicular del medio día bajo el fresco techo de paja de la casa ignorando completamente al criollo y famélico canino.

Ese día por la tarde, después de acomodar el equipaje en un salón grande con amplias ventanas descubiertas a la intemperie que iba a hacer las veces de dormitorio, bajamos al río a tomar un merecido y reconfortante baño. Era un amplio corredor de agua fría y cristalina que avanzaba ágil y serpenteante esquivando rocas y formando espumarajos por todas partes, con lecho y orillas empedradas. En su parte central el agua no nos llegaba mas arriba del pecho, pero la corriente y las rocas del lecho lo hacían traicionero y peligroso.

Los curtidos  y experimentados cazadores se sentaban en las grandes rocas a contar historias y anécdotas de sus innumerables aventuras; absorto e incrédulo los escuchaba soñando con algún día realizar esas proezas y ganarme la admiración de las muchachas del barrio con mis historias.

De entre ellos me acuerdo de un moreno costeño, amigo de mi papa, que había recorrido el mundo en un barco mercante y narraba que en los países Nórdicos, el oscuro color de su piel llamaba la atención de hombres y mujeres en los burdeles de los puertos donde arribaban y con desconfianza y curiosidad se arrimaban para tocarlo y oirle el extraño acento de su caribeña voz.

Otro, un peruano, también viajero del  mundo que contaba sus peripecias y afugias en las selvas de la Amazonía donde había conocido tribus salvajes que andaban completamente desnudos y en honor a los visitantes les ofrecían las doncellas mas lindas de la tribu para que pasara la noche con los huespedes. Mi mente divagaba por los distintos escenarios que iban narrando los hombres y allá, en esos mundos de fantasía yo era el héroe que rescataba la princesa de las garras del mal y ella en agradecimiento me juraba amor eterno.

Esa noche no había terminado de cerrar los ojos cuando la mano de mi papa me despertó diciendo me que ya era hora de levantarnos para el primer día de cacería. Salí a reunir los perros y en compañía de un "baquiano" (conocedor de la región), nos enfilamos a la ladera de la montaña que quedaba atrás de la casa y, aun a oscuras, comenzamos a subir hacia la cúspide. El hombre que me guiaba era un viejo fibroso y delgado que parecía tallado en madera, menudo y ágil, corría, en vez de caminar. La vegetación cubierta aun del rocío de la madrugada empapaba mi ropa y el rifle terciado a mi espalda junto con el morral y las correas que sujetaba de los perros hacían a ratos difícil mi marcha y de ves en cuando en la penumbra del frío amanecer el guía se me perdía en las sombras de los matorrales por donde avanzaba.

Clareando el día llegamos a la cima, era una montaña con escasa vegetación que por ambos lados descendía en forma irregular hasta en fondo por donde la vegetación y los arboles aumentaban en tamaño y cantidad refrescados por un riachuelo que bajaba por el vértice de las montañas. El viejo se metió por entre unos arbustos y agachado, casi que gateando miraba y olfateaba el suelo hasta que en un pequeño claro de vegetación formado por un barrizal, encontró dos pequeñas hendiduras en el barro que identificaban la huella de un ciervo.

"Acerque los perros y dejé que olfateen un rato" me dijo. Corrí al lugar y al momento los perros comenzaron a ladrar olfateando y tratando de seguir la huella y escaparse de mis manos. "Sueltelos" volvió y me espetó el baquiano. Lo hice y los perros salieron en estampida, ladrando y perdiendose en medio del verdor de los arbustos. Acto seguido saco de sus mochila un cuerno de toro, que al soplarlo emitió un sonido como sirena de barco que les indicaba a los otros que estaban situados en la ladera de la montaña que los perros estaban siguiendo el rastro fresco de un ciervo.

"Voy detrás de los perros"
me dijo, "baje por este lado de la montaña y en esa hondonada que ve allá, donde asoma el río, espere al venado que de pronto pasa por ahí huyendo de los perros".
Salí en desbocada cuesta abajo con el corazón palpitante de emoción y nerviosismo. Los perros los oía ya muy lejanos; brincaba, esquivaba, caía, rodaba, me levantaba, tropezaba, hasta que dando tumbos llegue a la parte plana prosiguiendo mi carrera hasta el sitio indicado por el viejo. En frente de mi estaba la falda de la montaña espesa en vegetación por donde creía el viejo bajaría el ciervo en su escapada. Cogí el rifle con las dos manos mirando atento a cualquier movimiento de los arbustos que me indicaran la presencia de la presa.

Estaba así, con la adrenalina tensando mis músculos cuando oí otro sonido del cuerno del toro, esta vez anunciaba que los perros habían encontrado el ciervo y que ahora seguían de cerca al asustadizo animal, Los perros al sentir su presa mas cerca y olfatearla cambiaron sus ladridos a unos aullidos mas prolongados y agudos que auguraban su inminente captura.

En una colina cercana apareció mi papa y con señas me indico que me moviera paralelo a la montaña pues la persecución había cambiado de dirección. Corrí pues en la dirección indicada, los aullidos incesantes de los perros excitados por la persecución hacían eco en la hondonada de la montaña. De pronto un disparo de escopeta, como un trueno retumbo en el ambiente; en la falda de la montaña, a media ladera otro cazador había visto pasar al pobre animal y le había disparado errando el tiro. Corrí en dirección al disparo pues presentía que el venado venia bajando a mi encuentro en la planicie. Apenas hube llegado a un claro, el ladrar excitado y frenético de los perros se agiganto en mis oídos y vi los arbustos de la ladera moverse agitadamente. Nervioso y sudoroso contuve la respiración mientras enfocaba al punto por donde lo vería aparecer. Un hermoso ciervo, con su ramal de cuernos y su dorada piel freno en seco apenas se vio al descubierto, me miro y en una fracción de segundos nuestras miradas se cruzaron; víctima y victimario, el primero en una suplica milenaria y ancestral miro con los ojos agrandados y nerviosos, yo con el dedo puesto en el gatillo, enfocando el punto de mira en su agitado pecho.

Dude en disparar, cuando un grito a mis espaldas: "Dispara, dispara ya!". El ciervo giraba en ese momento cuando se oyó el disparo que retumbo en mis oídos, baje el rifle y vi que el animal dio un brinco en el aire como tratando de agarrar la vida que se le escapaba por la herida mortal. Cayo al suelo y trato de levantarse pero se doblo con las contracciones y los estertores de la agonía final. Los perros llegaron al encuentro de su presa ávidos de sangre y triunfo comenzaron a morderlo por todas partes, pero mi papa y los otros los mantuvieron alejados.

Solo unos segundos después, cuando el casquete de la bala salió de su compartimiento y cayo al suelo supe que había sido yo el autor del fatídico disparo. llegaron todos y me sacaron de mi estado de shock, me cargaron en hombros, me felicitaban, reían, hacían bromas. El espíritu primitivo de las tribus nómadas que cazaban para sobrevivir se apodero del ambiente en una danza frenética al rededor del caído.

Colgaron al ciervo de las patas traseras en un árbol cercano para evitar que los perros lo destrozaran y así poder terminar el ritual. Ahora estaba yo debajo del venado, esperando a ser bautizado como cazador e ingresar al circulo de los profesionales. Le toco el turno a mi papa, el honor de ingresarme a su mundo, con una afilada navaja corto de un tajo el cuello del animal y por la yugular comenzó a salir la sangre aun caliente que me cubrió el cuerpo. En un vaso reservaron un poco de sangre y después me la pasaron para que terminara el ritual, cogí el vaso metálico con mis manos y lo acerque a mis labios; estaba caliente, aun tenia vida, espesa y vibrante comenzó a descender por mi garganta mientras a mi alrededor todos aplaudían y reían.

Los perros también participaban del jolgorio revoleteando y brincando al rededor de su presa esperando su recompensa a tan merecido triunfo. El viejo baquiano tomo la afilada navaja y comenzó a despellejarlo, separando la piel de los músculos en una labor minuciosa y delicada, tratando de no romper el cuero.

Cuando regrese del río, ya bañado y con la mente despejada, la piel del venado estaba estirada con unos palos de madera en cruz, untada de sal y cenizas para preservarla, ese seria uno de mis trofeos que, en un futuro me serviría de tapete en mi alcoba, el otro seria la cabeza, que ya disecada adornaría la sala de la casa y serviría para narrar una y otra vez la aventura de la cacería.

Cerca del río, en la orilla empedrada, los perros se disputaban a mordiscos y dentelladas los últimos jirones de vísceras que les correspondían en su banquete triunfal. El resto del animal ardería en las brazas esa misma noche para deleite del exclusivo clan de cazadores al que acababa de ingresar.





 

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