Turquia - Un pais magico - Parte 3



 «Viajar te deja sin palabras y después te convierte en un narrador de historias». Ibn Battuta

Volamos a Cappadocia al tercer día de estadía en Estambul, en un recorrido de hora y media (565 km) sobre la Anatolia Central. En el aeropuerto de Kayseri, ya nos estaba esperando la buseta que nos llevaría a la ciudad de Göreme, donde nos hospedaríamos.

 

El panorama, completamente distinto al de Estambul por su aridez y sus características geológicas que lo hacen único, semejaban un paisaje lunar; rocas calcáreas de formas caprichosas se levantaban a lado y lado de la carretera. La terrosa monocromía de la naturaleza con escasa vegetación, solo se veía interrumpida por pequeños arbustos que heroicamente luchaban por sobrevivir. Las montañas rocosas, empinadas y verticales habían sido excavadas desde tiempos primitivos para construir cuevas donde guarecerse de la inclemencia del clima y de las tribus hostiles que hacían incursiones para atacar a los lugareños. Después con el tiempo las fueron horadando en profundidad hasta transformarlas en viviendas, con pasadizos, túneles y habitaciones que descendían hasta 9 pisos bajo tierra; toda una ciudad subterránea que albergaba en su momento más de 20,000 habitantes.


Nos adentrábamos, Patita y yo a un pasado remoto en Asia; siglo tercero de la era cristiana. A lo lejos, silueteado por el rojizo sol del atardecer, un camello avanzaba perezosamente por el filo de una colina, atrás la silueta de una persona con túnica larga y turbante lo seguía lentamente. Perplejo, lo observaba todo, incrédulo detallaba el horizonte y me estremecía, la emoción se apoderaba de mí. Le tomé la mano a Patita, me notó temblando. -Que te pasa mi vida, -me preguntó. -Nada, es simplemente el estar aquí, donde comenzó el largo recorrido de la civilización, -le contesté mientras volteaba la cara para que no viera mis ojos húmedos. Después tomé aliento y le dije, -gracias por este maravilloso viaje-.


La buseta se adentró en la pequeña ciudad. La calle principal estaba flanqueada a lado y lado por restaurantes, tiendas, bares, oficinas de turismo y transeúntes entrando y saliendo de los locales, unos detrás de otros como hormigas en su hábitat siguiendo un patrón de movilidad al desplazarse.


Giramos hacia una estrecha callecita lateral para comenzar el asenso a la colina donde se encontraba nuestro hotel. Las pedregosas calles se retorcían aferrándose a la ladera de la montaña permitiendo al vehículo avanzar precariamente. Los hospedajes y hostales incrustados y excavados en la caliza roca acentuaban aun más la remota antigüedad de las construcciones. Nuestro transporte iba parando en los hospedajes a dejar los turistas que había recogido en el aeropuerto; nosotros fuimos los últimos.


Descendimos del vehículo. Antes de entrar en el hotel dimos una mirada en 360 grados para apreciar el lugar. Abajo se veía el villorio que ya comenzaba a poblarse de sombras que el sol iba pincelando al ocultarse. Con infinidad de faroles y lucecitas las casas trataban de robarle espacio a la oscuridad, pero solo la atenuaban. La noche se apoderaba de las calles dando lugar a que las sombras largas siguieran nuestros pasos al caminar. A los lados en las laderas de la montaña, los hostales iban surgiendo de la penumbra al encender sus luces. La escena parecía un pesebre natural, gigantesco, rustico y primitivo con nosotros en medio; absortos, asombrados, regocijados ante tanta magnificencia.


El hotel, socavado en la caliza piedra tenia cuatro pisos con tres habitaciones. Nos tocó en el tercero. Una habitación con el techo en forma de bóveda. En el ultimo piso estaba el restaurante, el bar y una terraza con una vista espectacular de la ciudad, desde donde en las mañanas se podían ver los globos aerostáticos elevándose en el firmamento.


Dejamos el equipaje en el cuarto del hostal, nos ataviamos con sendas chaquetas y salimos a descubrir la ciudad. Siempre guiados por el mapa de Google del teléfono de Patita, avanzamos serpenteando callejuelas, callejones estrechos, gradas antiquísimas y desgastadas hasta llegar a la vía principal.


Comentabamos con Patita de que, a pesar de adentrarnos en callejones oscuros y aparentemente desolados, no sentíamos ningún temor ni desconfianza de ser asaltados o agredidos. Sí, nos preocupaba en ciertos momentos que se cortaba la señal del teléfono y desembocábamos en zonas oscuras o callejones sin salida, pero era un temor más que todo a perdernos, no de inseguridad. Pareciera, decía mi esposa que, en vidas pasadas, muy remotas, hubiésemos vivido en esos lugares. Yo le decía que era la memoria ancestral y colectiva que nos une con el origen único y común de las tribus milenarias en el Oriente Medio.


La calle principal se recorría de arriba abajo en menos de dos horas, pero husmeando en las tiendas y entreteniéndonos en los puestos de comida se nos fueron casi 4 horas. Por fin cansados de caminar y con la fatiga del hambre ya en las puertas del estómago, decidimos buscar donde cenar para abastecernos. El elegido fue un restaurante árabe en la terraza de un pequeño edificio que nos ofrecía una buena vista panorámica de la ciudad, además de comida tradicional de la región y una variedad de vinos muy sugestiva. Saboreamos y degustamos los manjares de esa noche con apetencia y avidez, pues al siguiente día madrugaríamos a elevarnos a las alturas en globo aerostático; que era la razón principal de nuestro viaje a Cappadocia.


A las cuatro de la mañana nos estábamos alistando para salir al encuentro de la buseta que nos llevaría al momento cúspide del periplo por Turquía. El vehículo comenzó su recorrido al recogernos, y fue parando de hospedaje en hospedaje subiendo turistas; japoneses, españoles, hindúes y otra variedad que no logre distinguir de donde procedían. 


Aún estaba oscuro, pero ya, en la distancia se veía una que otra llamita elevándose en el firmamento con su carga de turistas en la canasta del globo. Pasamos por varias ensenadas, donde los globos, desinflados y extendidos cuan largos eran esperaban a los operarios para bombearles el aire caliente que los elevaría. Digno de admirar y recordar para siempre el espectáculo que se exhibía ante nuestros ojos. Cada que pasábamos por una ensenada, Patita y yo nos mirábamos deseosos de que ese fuera nuestro destino, pero nó, la buseta seguía su camino y con ello, nuestras expectativas iban en aumento.


Cuando por fin, ya clareando, nos desviamos por una trocha, supusimos que habíamos llegado, mas sin embargo el hombre siguió avanzando un poco mas. A nuestro lado, los globos acostados como gigantes dormidos anhelando su momento de gloria, aguardaban turno para ser revividos y enviados a las alturas. Se veían turistas por todos los lados; parados unos, otros tomándose fotos, una gran mayoría ansiosos en la cola para el abordaje. -Llegamos, -vociferó el conductor cuando detuvo el vehículo, o al menos eso le entendimos al señalar un enorme globo multicolor que aun yacía dormido en el suelo.


Una brisa helada, procedente de las montañas adyacentes golpeó nuestros rostros al descender del vehículo. No nos importó el frio; si acaso tiritábamos era de la emoción, de la increíble sensación de estar ahí, a punto de realizar un viaje fantástico, un viaje único, una experiencia maravillosa. Me sentía como Phileas Fogg, el personaje que le dio la vuelta al mundo en ochenta días en globo de la novela escrita por Julio Verne.


En la boca del globo, el enorme ventilador ya soplaba aire para inflarlo parcialmente. Otros globos a nuestro alrededor ya estaban en la etapa del quemador de gas y la llamarada los iba despertando, desarrugando. Tal como si fueran gigantes adormecidos se iban levantando del suelo lentamente hasta alcanzar sus gigantescas proporciones, de casi 100 pies de altura. Ya en ese punto, elevado por encima de la cesta, comenzaban a afanar a los turistas a subirse rápidamente para hacerle contrapeso. Nos tocó el turno; sin perder tiempo subimos dos escalones, para luego en equilibrio, sentados en el borde de la cesta, saltar al interior de la enorme canasta, quedamos apretujados más de 25 personas de pie. Varios operadores sostenían el globo con fuerza para que no se elevara antes de tiempo, a ratos el viento lo sacudía y la estructura corcoveaba tratando de tomar vuelo; despegamos.


A bordo iba de piloto una de las cinco mujeres que tienen licencia para volar globos en Turquía, el resto mas de 150 pilotos son hombres. Alrededor nuestro, de cerca y en la lejanía, el panorama que veíamos era realmente asombroso; más de 150 globos multicolores surcaban el azul cielo de la Anatolia Central a diferentes niveles, desde los mil metros de altura hasta los que, como nosotros estábamos despegando.


Cierro los ojos y aun veo nítidamente la escena; arriba de nosotros globos, debajo de nosotros globos, a los lados mas globos. A veces nos rozábamos unos con otros, y nosotros, los aeronautas gritábamos de la emoción. Ascendíamos cada vez mas y la piloto iba, con voz fuerte cantando la altura; 400 metros, 500 metros, poco a poco ganábamos distancia con la tierra; hasta que hizo la ultima medición; mil metros. Abajo todo se había empequeñecido, los turistas tomaban fotos con frenesí, la periscopica vista era simplemente espectacular, inolvidable, alucinante y única.


Explicaba la piloto que ella podía solo controlar el ascenso y el descenso del globo con la inyección del flameante gas, pero que la dirección horizontal solo la controlaban las caprichosas corrientes del viento, por eso dijo, señalando hacia abajo, esa camioneta que ven allá nos viene siguiendo desde que salimos, porque el carro será, cuando tratemos de aterrizar nuestro puerto de llegada. Todos miramos hacia abajo y en efecto desde nuestra altura la pequeña camioneta arrastrando un tráiler, avanzaba serpenteando y esquivando obstáculos, siempre debajo de globo. A veces en medio de los cerros circundantes se perdía para luego aparecer justo debajo nuestro.


Comenzó el descenso, el viento arrastró el globo hacia una llanura bastante amplia y libre de obstáculos. La camioneta avanzaba siempre paralela al globo. La piloto soltaba presión y el globo bajaba, la camioneta trataba de colocarse debajo de la canasta, pero el viento empujaba el globo hacia otra dirección, la piloto subía de nuevo el globo y la camioneta lo seguía sin perderle el rumbo. El viento torcía a la derecha, camioneta y globo torcían a la derecha, avanzábamos, la piloto trataba de descender en el tráiler, pero el viento empujaba de nuevo. El globo remontaba altura y luego se dejaba caer hasta que en un momento el viento aquietó, la piloto soltó amarras y ocho fornidos operarios en tierra se apoderaron de las amarras y comenzaron a maniobrar la canasta para insertarla en el tráiler, se movía un poco el globo, la camioneta retrocedía, adelantaba un poco, se detenía, hasta que los 16 musculosos brazos de los operarios aquietaron la indomable bestia de vinilo para anclarla al tráiler.


Comenzó apresuradamente el desembarque nuestro, saltar ayudándonos de las manos para quedar sentados en la baranda de la canasta, luego girar el cuerpo y descender en el tráiler. La travesía había durado una inolvidable hora. Luego vendría la ceremonia, el brindis, las fotos y la entrega de un certificado aseverando que habíamos surcado los cielos de Cappadocia en globo aerostático.


De ahí salimos nuevamente para el hotel donde nos esperaba un suculento y variado desayuno; eran apenas las ocho de la mañana, pero nuestro itinerario estaba programado desde mucho antes de arribar a Europa como verán a continuación.


Después del desayuno tomamos la buseta en la cual haríamos un recorrido por diferentes lugares de la región. Habíamos escogido el “Green Tour” que nos llevaría por sitios que teníamos interés en conocer. El valle de las Palomas, el castillo de Uchisar; una morada troglodita excavada en la cúspide de una montaña rocosa, el Museo al aire libre de Zelve, el valle de los Monjes con sus iglesias y monasterios excavados en la roca, que aun conservan los frescos en las paredes y en la bóveda con representaciones de los iconos cristianos.


Finalmente llegamos a la ciudad subterránea de Özkonak, en la cual descendimos 4 pisos por pasadizos y túneles, conectandose con habitaciones y lugares abovedados inmensos que hacían las veces de comedores, bodegas, establos y templos de oración. Nos advirtió el guía, un muchacho de origen griego que las personas con síndrome de claustrofobia se abstuvieran de hacer el recorrido por la ciudad subterránea. Patita y yo nos miramos con dudas pues a ratos los espacios encerrados y tumultuosos nos asfixian. Pero decidimos seguir adelante. Los túneles que conectaban un piso con otro eran estrechos y bajos, había que entrar en ellos casi que gateando lo cual dificultaba la movilidad y la visión, pero sobrevivimos y lo logramos, fue algo digno de conocer, una experiencia de nunca olvidar. 


El siguiente y ultimo día en esa región lo utilizamos para tomar otro tour, el llamado “Red Tour” que nos llevó, aparte de otros lugares increíbles y maravillosos, por el Valle de la Chimenea de las Hadas; impresionantes formaciones rocosas en espiral creadas por flujos de lava, talladas por el viento y la lluvia durante millones de años, que hicieron de este paisaje algo único en el mundo y que fue hogar de los primeros cristianos.


Esa noche, al regresar al hotel ya oscureciendo, nos subimos a la terraza, estaba un poco frio el ambiente, nos sentamos en los los abollonados cojines, destapé una botella de vino, troceé unos quesos de la región, desgrané unos gajos de uvas y con unas mantas para protegernos del frio nos dispusimos a contemplar la magnifica vista de la ciudad por ultima vez. Degustamos el vino y los entremeses, nos deleitamos con el bucolico y primitivo paisaje, los dos abrazados, grabando en nuestra memoria el momento, el irrepetible instante, eternizando los segundos, mirando el entorno hasta consumir la botella de vino…, luego, como en una película al final, las titilantes luces de la ciudad se fueron apagando. 


Salimos madrugados de Capadocia el siguiente día. Llegamos al pequeño aeropuerto de Kayseri con 4 horas de anticipación al despegue del avión, pero ya, a las 6 de la mañana, la línea era impresionantemente larga; salia de las instalaciones del aeropuerto y llegaba al parqueadero de carros. El aeropuerto estaba repleto y las colas para revisar el equipaje se movian muy lentamente, luego, en la sala de espera, sin sillas y sin lugar en el suelo para acomodarnos nos tocó de pie aguantar las horas para tomar el vuelo. Por fin llamaron al abordaje. El avión, estacionado en la pista esperaba por nosotros. Salimos los pasajeros casi que, corriendo por la pista, esquivando carros repletos de maletas para alcanzar las escaleras del aeroplano y ubicarnos en buenos puestos.


Con una mezcla de melancolía y nostalgia echamos un postrero vistazo por la ventanilla del avión al paisaje que se iba reduciendo a medida que ganábamos altura, pues a pesar de lo maravillados que estábamos, aun nos quedaba mucho por descubrir del mágico y milenario Turquía.

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