Las adorables suegritas


 

Lo que narro a continuación son situaciones inventadas, nacidas de mi creatividad. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, fortuito azar. No me responsabilizo si alguien se identifica con los personajes. 

Coincidieron, solo sé que coincidieron y por tres días habitaron bajo el mismo techo. Midieron fuerzas, marcaron territorio, impusieron leyes, criterios y se fueron triunfantes, cada una con sus derrotas y victorias.


La una cayó del norte y la otra aterrizó del sur, cada una con conocimiento de causa y título de propiedad. Las dos suegras, la adoptiva y la biológica daban por sentado, que conocían más los gustos de mi esposa que la otra. Por tal motivo en un tira y encoge o corre que te alcanzo, comenzaron tres días de convivencia con batallas perdidas y ganadas en ambos bandos, además de treguas pactadas en el fragor de las contiendas más encendidas.


Después de los abrazos de rigor y los efusivos saludos; al siguiente día cada una se levantó a tomar posesión, a marcar territorio, como los animales salvajes en la jungla. 

-Que vamos a la playa -dijo una de ellas,

-que no me gusta el sol y además ese arenero se le mete a una por donde ya no entra nadie, -refunfuñó la otra.

-Entonces que piscina sin arena y en la casita,

-no, que tampoco,

-que el sol está muy fuerte, argumentó al instante la imputada.

-Pues salimos de compras,

-tercio la ofendida para no quedarse callada y decir la última palabra.


Yo, como espectador en juego de tenis, solo movía la cabeza de izquierda a derecha esperando a ver cuál de las dos tiraba el raquetazo final y sacaba la pelota de la cancha. Así se nos fue la mañana entre tiro va y tiro viene, hasta que con un par de copas de vino y música del recuerdo las logré poner de acuerdo para que pasaran una mañana apacible.


En la tarde, cuando llegó mi esposa del trabajo la cena estaba servida: lentejas con tostones y ensalada. Pero antes de eso habían silbado balas de alto calibre por las cabezas tratando de imponer sus conocimientos culinarios.

-Que las lentejas van sin huevo,

-qué, si llevan huevo, pero sin carne por motivos de salud.

-Que entonces sin papa y sin arroz si es que vamos a cuidarnos. 

Yo siempre de arbitro en la mitad del cuadrilátero tratando de calmar los ánimos y llegar a un consenso equitativo.


En medio de la refriega, cada una por su lado me hacía señas para disimuladamente llevarme a un rincón y ponerme quejas.

-Si ves lo que te digo,

-Nó, no vi nada, -contestaba yo con cara de inocencia.

-¡Pues que es terca y quiere imponer su voluntad!,

-¡ah ya! -contestaba sin darle importancia.


Al rato la otra gesticulaba y por señas parecidas me llevaba a la esquina más alejada del minado campo de batalla por el que andaba.

-así no se puede, cree que sabe más que todos y no me deja opinar.

-Tranquila, no le hagas caso,

-le decía yo apagando el incendio en el que se movían.

-Noo pero tampoco, si yo sé cómo le gustan las lentejas a tu esposa.

-Me respondía sin indicios de dar el brazo a torcer.

En última instancia termine yo haciendo, las lentejas mientras les embutía más vino y subía el volumen a la música para distraerlas y entretenerlas.


Llegó el siguiente día con sus afugias; dimes, diretes y contradicciones. Madrugaron a hacer oficio, la una con escoba y la otra con aspiradora, que porque la escoba barre mejor que ese artefacto no sirve para nada argumentaba una en contra de la otra que vociferaba que la aspiradora era el mejor invento para las amas de casa. Iba a intervenir para relajar los ánimos, pero las deje competir por quien dejaba la casa más reluciente, pues así nos ahorrábamos mi esposa y yo en los fines de semana ese trabajito.


Después, revisaron toda la casa en busca de ropa sucia, porque a pesar de sus años, las suegras se mandan una energía envidiable, nunca paran, siempre están buscando que hacer. Así que las deje hacer también mientras me encargaba del menú del día, aprovechando que estaban ocupadas y no se me inmiscuirían en la preparación con sabios consejos (según ellas) para mejorar sabores y calidades en los platos. Aun así, en dos o tres ocasiones se me aparecieron en la cocina cada una por su cuenta para supervisar la cocción y sugerir aliños o cambios en la preparación.


Al rato salieron del cuarto de lavar ropa con unas cuantas bolsas en las manos.

-Y eso? -les pregunte.

-Ropa manchada, desteñida, rota, vieja que ya da pena colocársela,

-contestaron casi que al unísono.

-Para el “Goodwill”, -cantaron las dos mientras se dirigían hacia la calle.

-Solté lo que estaba haciendo y de un salto me interpuse entre ellas y la puerta.

-Esperen, primero tiene que mi esposa revisar las bolsas,

-les dije asustado.

-Esto es basura, replicó una,

-además ustedes tienen mucha ropa,

-entonó la otra lanzándome una mirada felina.

-Está bien, -les acoté entre dientes,

-pero…, -seguí diciendo, -dejemos las bolsas en el garaje y mañana las llevamos. ¿Está bien?

-Se miraron con desconfianza y tras una pausa infinita y una mirada complice acordaron obedecerme. 


El “climatic momentun” ocurrió el día de la reunión familiar con la preparación de las empanadas vallunas. Ahí si se defendieron a capa y espada; parecían dos alacranes con doctorado en esgrima. Cada una con la receta de sus fallecidas abuelas como la única, la original empanada del Valle del Cauca. No sé como se las ingeniaron, tal vez en la noche a hurtadillas hicieron los preparativos, pero en la mañana siguiente cada una sacó de la nevera un contenedor plástico con la masa ya preparada lista para armarlas.


Extendieron, cada una en la orilla opuesta del mesón de la cocina, los trastos, las tablas de picar, los condimentos, las hierbas, carne, papas y demás ingredientes del guiso.  Condimentaban, picaban, cocinaban, corrían de la estufa a la nevera, revolvían ollas, sudaban y bebían cerveza. Parecían en un reality show de “Master Chef” compitiendo por destrezas, conocimiento y rapidez.

 

Yo había instalado afuera, en el patio trasero, debajo del palo de mango, la mesa con la hornilla y el sartén rebozado de aceite para freírlas. Desde acá, a través del ventanal de vidrio las observaba revoletear y armar empanadas a un ritmo vertiginoso. Mi esposa y la tía salían con sendas bandejas llenas de empanadas listas para fritar; eso sí, especificando que bandeja pertenecía a quien y aclarándome so pena de castigo de que no fuera a confundirlas ni mezclar las empanadas. El tamaño me ayudó a no equivocarme; eran diferentes, inclusive en el contenido, pues una de ellas picó la carne y la papa en cuadritos para hacer el guiso, la otra en cambio deshilacho la carne y la mezcló con la papa hecha puré. 


En la fase final de la aguerrida competencia las dos finalistas se sentaron exhaustas y agotadas a disfrutar de unas muy bien merecidas cervezas heladas mientras nosotros, los invitados y comensales nos atragantabamos con las deliciosas empanadas mientras haciamos de jueces para emitir el veredicto y elegir cual era la “original y única empanada valluna”.


Yo, reuniendo los comentarios de todos, las alabé y les di un honroso empate, pues eran dos versiones diferentes de la gustosa y sabrosa empanada valluna, era cuestión de gustos, pero el sabor y la crujiente textura de la masa eran la misma.


Terminamos la tarde con un chapuzón en la piscina, todos contentos y felices de haber disfrutado de la compañía de dos inigualables e irrepetibles suegritas!


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