Los examenes anuales

 


Eso de llegar a viejo como que no es fácil, requiere mucha paciencia y resignación. Son muchos años los que se nos acumulan y a veces no hay ni donde acomodarlos y lo peor de todo es que no se pueden botar ni descargar como inservibles en la papelera de la computadora; hay que llevarlos en la espalda, en las articulaciones, en los achaques, en la abultada panza; el cuerpo comienza a quejarse, doblarse y resentirse.

Y claro, el doctor primario, que es como le dicen acá al médico general, cada año con la cantidad de exámenes que te obliga a realizar, se encarga de recordarte que los cumpleaños no pasan en vano, que te cobran factura por los desmanes y locuras de la añorada juventud.

Comento esto porque este mes fue el escogido por el matasanos para mis exámenes. Primero me llegó un sobre con un tubito de ensayo y una espátula diminuta que dizque para sentarse en la taza del inodoro, arquear el cuerpo hacia adelante en una complicada posición de yoga avanzada y luego con pulso y ojo de relojero deslizar el tubito justo en medio de las piernas a esperar el crucial momento en que comience a descender el contenido con el cual hay que rellenar el tubito para enviarlo de nuevo al laboratorio. Al tercer intento, en el tercer día logré cumplir la desagradable misión con éxito.

Luego fue la cita para los exámenes de laboratorio. Los preliminares comenzaron el día anterior; última comida a las 6 de la tarde. A esa hora voy llegando del trabajo con un hambre que me como un caballo entero, pero; resignación y paciencia. Traté de irme a la cama temprano para despistar el voraz apetito que tenía, más como mi considerada esposa no se puede acostar sin prender el televisor dizque para que la arrulle, pues a eso de las once se le cerraron los ojitos y yo, entre el ruido de mis tripas quejándose y el sonido del televisor, logre apagarle el ruidoso arrullador para caer en brazos de Morfeo.

A las cinco de la mañana repiqueteó el despertador, quedé en pie, me bañé de prisa y salí pronto para la cita, tratando de acortar el tiempo porque al volver a casa me esperaba un suculento desayuno con huevos revueltos y otros adornos que, aunque son perjudiciales para mi edad, saben a restaurante de galería. Al llegar al lugar me tocó esperar como quince minutos, tiempo suficiente para que mis hambrientas tripas se despertaran y comenzaran su orquestada sinfonía gutural que, en ese cuartito de la sala de espera retumbaba en las paredes rebotando en un eco sonoro y sospechoso que hacía a los demás pacientes dirigir sus molestas miradas hacia mí. El suplicio terminó cuando la enfermera abrió la puerta y pronuncio mi nombre, corrí rápido a su encuentro.

Ya adentro, sentado en el banquillo de los acusados comenzaron las preguntas de rutina: edad, peso estatura, luego la medición de la presión. Después me dieron un frasquito dizque para que fuera al baño a depositar la orina y volviera con él. Desde que tomé el frasquito en mis manos para dirigirme al baño sabia que era una misión imposible, no tenia ni una gota de liquido en mi cuerpo, como iba hacer; ni sangre ni sudor me salían. Pero igual fui con la resignación de un condenado a muerte subiendo al cadalso y por supuesto comenzó el tormento. Que puje y aprete vejiga, que sacuda y escurra y que nada, y que repita la operación, y que vuelva y repita y los minutos pasaban y yo encerrado en el baño tratando en vano de llenar el frasquito y el frasquito seguía igual de seco y reluciente como cuando me lo entregaron. Pero como la constancia logra lo que la dicha no alcanza, al final salí de baño triunfante con el frasquito aun caliente entre mis manos.

Luego, ya sentado de nuevo en el banquillo; que estire el brazo, que cierre el puño, que lo abra, que no se mueva, y yo que le tengo un pavor pueril a las agujas opté por mirar a la pared opuesta y tratar de descifrar un complicado esquema de arterias y músculos en un poster. Pasaron los segundos, tal vez un minuto, yo esperando sentir el chuzón y nada que lo sentía, hasta que la enfermera me dijo que doblara el brazo y que me fuera que los resultados se los mandaban al médico. A pesar de todo lo anterior, esto fue lo mejor, no sentir nada; será que la enfermera tenia mano muy suave o será que los viejos ya no sentimos ni cosquillas. 

Lo cierto es que al tercer día que me llegaron los resultados del examen al teléfono, comenzó el viacrucis; mi tierna y dulce esposa fue la primera en revisarlos. Para cuando llegué en la tarde del trabajo me esperaba casi que, en la puerta de la casa con una cara de inspectora de impuestos, que entré atemorizado y nervioso.

-Si vio los resultados no? – No, no he tenido tiempo, -respondí con una voz ahogada y temblorosa presintiendo lo peor.

-Pues va directo al suicidio, ¡Qué le he dicho, pero como no me escucha, es como si le hablara a la pared!

-Pero mija, yo me siento bien. -aseveré como para salir del paso. Al momento me dirigí al cuarto a cambiarme de ropa para evadirla.

-Venga! -vociferó como general en campaña bélica. – Si ve estos puntitos rojos. Me acerqué como perro regañado con el rabo entre las piernas. -Colesterol!, ¡Triglicéridos!, ¡Presión Arterial!, ¡Pre-Diabetes! Pronunció estas palabras con sonoridad de veredicto, como redactando el epitafio de una tumba.

Estaba en sus manos, podía hacer conmigo lo que se le antojara. Me devolví resignado, nos dirigimos a la cocina.

-Abra la nevera ordenó. Cumplí su mandato.

-Que ve ahí dentro? -Comida, le respondí ingenuamente, sabiendo de antemano lo que iba a suceder.

Tomó entre sus manos una bandeja plástica que contenía una buena porción de Tiramisú, un pastel que había comprado el día anterior, sin yo tener tiempo a reaccionar y sin haberlo probado aún, lo arrojó a la basura. Abrió el congelador y encontró dos recipientes de helado, también recientemente comprados en una oferta de dos por uno, de fresa y vainilla. Tuvieron el mismo destino final que el tiramisú. Luego encontró, escondido y camuflado en medio de un par de lechugas un mate de manjar blanco a medio comenzar, que al instante fué a hacerle compañía a los helados y el tiramisú. Una parte de mi se iba con esos manjares a la basura.

Para que les cuento el resto; cancelados los fritos; desterrados los panes, el pandebono y los buñuelos; en el exilio el arroz; las papitas fritas y la yuca al ostracismo; los asados, la picaña, el chorizo y la costilla a la tierra del olvido. De que iba a vivir, fue lo primero que pensé. Me esperaban días aciagos, noches apocalípticas, desiertos inandables. Auguraba para mis adentros una muerte lenta y agónica por inanición, por deshidratación.

-Y el vino, -le pregunte tímidamente. -Déjeme leer mas sobre eso y mañana le contesto, me respondió secamente.

Esa noche, a eso del filo de la media noche me deslicé de la cama con sigilo de gato en el tejado, no sin antes comprobar que mi linda y tierna esposa dormía a pierna tendida; me dirigí directo a la cocina, mas concretamente al tarro de basura. Me metí de cabeza a rescatar lo único rescatable; el mate de manjar blanco. Revolví toda la basura, nada no lo encontraba, estaba a punto de vaciar el contenido en el piso cuando se encendió la luz de la cocina. Asustado me volví de inmediato. Mi tierna esposa con una sonrisa triunfal me preguntó. - ¿Que buscaba, esto? -Su mano agitaba el mate de manjar blanco, que como un trofeo relucía en sus manos. Contra la pared, arrinconado y descubierto, no tuve mas remedio que confesar mi delito: mi incontrolable debilidad por los dulces.

-Una cucharadita por semana, y yo se la sirvo, -me dijo, guardando el mate en la nevera.

Respiré aliviado, el alma me vinó al cuerpo de nuevo. Abracé a mi dulce (por eso la amo, por lo dulce) y tierna esposa, para dirigirnos a la cama. Dormí tranquilo y relajado sabiendo que el mate de manjar blanco estaba a salvo por ahora.







  


 


Comentarios

  1. Me fascino el relato es la realidad de nuestra edad y todo lo qué nos trae

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