El primero jamás se olvida


 

Soy muy bueno en lo que hago tocayo, -me dijo sentándose frente a mi escritorio.

Lo observé por un momento. Era muy joven, tal vez menos de 25 años, alto, trigueño de espesa cabellera negra, con unos ojos azabaches expresivos que cuando miraban te clavaban en el suelo como hipnotizado. Extrovertido y buen conversador, tenía más pinta de político en campaña que lo que realmente ejercía: el sicariato.

Era un asiduo visitante de la redacción del periódico deportivo donde trabajábamos en New York. En los preliminares de algún encuentro deportivo, casi siempre se reunían, periodistas, comentaristas y uno que otro aficionado al que le habíamos permitido acceso a nuestras oficinas para ver el juego; él era uno de esos privilegiados.

Creo que nadie en el periódico sabia en lo que realmente se ganaba la vida el muchacho, pues ocasionalmente llegaba con su joven esposa y dos preciosas niñas a saludarnos aparentando ser la familia perfecta. Agraciados y simpáticos; ella dedicada a los quehacers del hogar, estudiando ingles por las mañanas, y él, comerciante de productos importados de Colombia, más exactamente de Medellín, su ciudad natal.

Tocayo- le pregunté echandó mi cuerpo hacia adelante y apoyando los codos sobre el escritorio para quedar cerca de él. -¿Como fueron tus inicios? – Ah! tocayo, yo era un culicagado cuando mi familia huyendo de la violencia del campo se desplazó a la ciudad. Allí nos tocó a todos salir a rebuscarnos el sustento, yo me fui alejando de ellos, me quedé en la calle. Eran tiempos de Pablo Escobar, había que guerrearla muy fuerte, sobrevivir a la brava y el cartel nos ofrecía, a los desechables, un modo rápido de salir de la cloaca donde estábamos metidos.

- ¿No jodas tocayo, -le dije asombrado, -vivías en la calle como un gamín cualquiera?

-Éramos un grupo de cinco desplazados que dormiamos en casuchas derruidas y abandonadas de la comuna cinco, allá en los altos de Medellín. Eso fue un bastión del patrón, allá nadie entraba, ni la policía ni el ejército, nadie tocayo, el que se arriesgaba le daban piso.

Tenía buena narrativa, sabia hilar una historia con la otra. Te contaba, en medio de chistes y bromas, con ese acento paisa arrastrado y cantadito las más macabras historias que te harían cogerle miedo al instante.

-Bajábamos por las tardes de la comuna para llegar al parque de Botero, donde estaban las esculturas de las gordas, que era un sitio lleno de turistas desprevenidos. Allí raponeábamos de todo; bolsos, cámaras, paquetes. Éramos muy agiles para salir corriendo, esquivando policías, carros y perdernos en la multitud. Tocayo, nos divertíamos tirándonos el bolso el uno al otro mientras la victima trataba de perseguirnos pidiendo auxilio o llamando a gritos la policía. Nunca nos agarraron.

Sentado ahí, frente a mí; vestido de saco y corbata, hablando y gesticulando con ademanes educados y buen léxico, no atinaba a verlo de niño, andrajoso, sucio y tal vez descalzo viviendo en la miseria. Y Mucho menos ahora, ejerciendo su oficio.

Seguía hilando historias, contando anécdotas, bromeando sobre su pasado. La muerte para él y sus amigos era algo muy natural que llegaba de un momento a otro, no había escapatoria, vivían con ella como la propia sombra; al acostarse no sabían si amanecerían vivos, y al despertar, al salir a la calle tenían la fatidica certeza de que al voltear en cualquier esquina una puñalada enemiga los podría estar esperando. No se veían en un futuro, viejos, ni siquiera adultos, llegar a los veinte les parecía imposible. ¡Y para qué!, se preguntaban; para acumular más enemigos y miseria, -¡no tocayo!- Solo contaba para ellos el día a día y nada más.

Estiró el brazo y me mostró un anillo en el dedo medio de la mano izquierda; grueso aro de plata con la forma de una calavera bien definida en frente, en las cuencas de los ojos, dos rubies destellantes. -Si ve tocayo, mi compañera fiel, siempre le hablo para que demore nuestro encuentro y hasta ahora me cumple.

Supuse que tenía que haber sido, además de astuto y buen guerrero, un muchacho inteligente para poder sobrevivir a los tiempos caóticos y desesperanzados de su infancia. -De los cinco que éramos, siguió contándome, -el “patuleco”, como no podía correr, era el que debajo de un puente nos esperaba y cuidaba del botín. Una tarde al regresar por él lo encontramos cosido a puñaladas y sin la mercancía. Nos dimos cuenta de que una gallada procedente de Envigado estaba tomando el control del barrio y nos querían eliminar. En la comuna, hablamos con uno de los duros y nos dio apoyo, -muchachos, -nos dijo: mañana bajan al parque con estos machetes y esperan a los mancitos. Me los sacan de ahí en bombas, ese es nuestro territorio. Cúmplanme y yo veré. - terminó diciendo.

Esa noche no dormimos, estábamos expectantes, queríamos vengar al “Patuleco”, bajar para acabar con ellos de una vez. Amaneció, esperamos impacientes hasta el mediodía. Empacamos los machetes en un costal, bajamos como una horda de salvajes sedientos de sangre. -Mire tocayo, la piel se me pone de gallina al acordarme. -Luego subió la manga de la camisa para corroborar lo dicho.

En ese momento me vinieron a la mente las palabras de Arturo Pérez Reverte, antiguo corresponsal de guerra convertido en excelente escritor, que, en una entrevista, cuando le preguntaron acerca de los momentos de miedo que hubiera sentido en algunas de las guerras que cubrió, dijo: -En África, Uganda, acotó, -más peligroso que las tribus guerreras y sus despiadados jefes eran los críos, ese ejército de niños armados hasta los dientes. Denle un fusil a un hombre; peleara y matara por una causa, por un ideal, pero denle un fusil a un niño y matara sin motivo, sin razón alguna porque no tienen aún conciencia de sus actos, no miden las consecuencias, no valoran la vida, -son de temer, terminó diciendo el entrevistado.

Volví a mirar a mi interlocutor y me lo imaginé de 13 añitos, descalzo, andrajoso, con un machete en la mano blandiéndolo amenazante, con el odio y la rabia inyectados en sus ojos.

-Tocayo me escucha?

-Si, claro, -estaba distraído, le dije concentrándome de nuevo en su relato.

-Nos escondimos detrás de una de las esculturas, la más gorda del parque-, continúo diciendo, -no tuvimos que esperar mucho tiempo, por una esquina fueron llegando los de Envigado. Eran 6 gamines, venían mirando hacia todos lados, buscándonos; adelante, encabezando el grupo, caminaba el que parecía ser el mandamás. Alto, blanco desteñido, pelo ensortijado y rubio, con más hueso que carne y además lampiño. Se le veía inquieto, sus ojos no dejaban de mirar para todos los rincones. En uno de esos giros de la cabeza en los que el muchacho escaneaba el lugar, nuestros ojos se encontraron y al momento nos identificamos. La calle, la miseria, el desamparo, el odio y la rabia nos reconoció, sin mediar palabra alguna nos acercamos de un salto y a cierta distancia comenzamos a caminar en círculos, cada uno peinilla en mano, blandiéndola a momentos y en otros rastrillándola contra el pavimento haciendo saltar chispas al metal contra el concreto. Mis amigos se abrieron en abanico y cada uno se midió con un contrario para comenzar la milenaria y tribal danza de la supervivencia, la lucha territorial. 

-El cabecilla, ágil y rapaz se me abalanzó haciendo un lance de machete que a duras penas logre esquivar tirándome al suelo para rodar por el pavimento. No desaprovechó la oportunidad y corrió a tasajearme en el suelo, pero yo me estire y le logre dar un tajo en la pantorrilla. retrocedió y renqueando ligeramente volvió y se puso en posición de ataque. El tajo, alcancé a verlo mientras estaba en el suelo le abrió un poco la carne que, por unos segundos se tornó blanca para luego llenarse de puntitos rojos que comenzaron a borbotear sangre chorreándole por la pantorrilla.

-Volvió y atacó; esta vez el lance lo hizo al lado contrario, esquive la blanca hoja de metal que relucía con los rayos del sol, pero me acertó en el antebrazo izquierdo, aún tengo la cicatriz tocayo; el ardor y la sangre no se hicieron esperar, retrocedí ligeramente para poner distancia de por medio. Volvimos a los círculos mientras tomabamos resuello tratando de buscar la oportunidad de entrar al ataque. Tenía ojos claros, fríos y acerados; sudaba copiosamente contrastando con la resequedad en la boca que de cuando en vez contraía en una mueca de dolor.

-Esta vez fui yo el que inicio el ataque, por el costado derecho vi la oportunidad de entrarle; lancé el machetazo, supo acomodar el cuerpo para recibir solo un planazo que le enrojeció la piel. Contraataco y recibí un planazo en la espalda. El de Envigado guerreaba con arrojo, era frentero, un rival digno de vencer, pero no me daba el lado; lanzaba estocadas y saltaba en retirada dejando que mis lances solo cortaran el aire produciendo un sonido semejante al zumbido de una abeja que pasa veloz. Aferraba el machete con tanta fuerza que el brazo de la tensión comenzó a dolerme, sintiendo la fatiga de la inutilidad. De pronto en un lance que le esquive, su cuerpo giró y quedó desprotegido por la espalda, aproveché y le aseste un machetazo que sentí entraba por el costado chocando con las costillas; flaqueo, trastabillo un poco, pero se enderezó, y machete en mano arremetió de nuevo. 

-Solo vi el rostro desencajado que venía hacia mí, los ojos acerados estaban inyectados de sangre, se abalanzó con un grito ahogado entregándose todo en ese último ataque, como una fiera herida que lanza su postrer zarpazo. Cogí el machete con las dos manos y lo esperé, entro suave la ancha hoja del machete en su estómago mientras él se doblaba arrodillándose a mis pies. Solo veía su rostro, sus ojos clavados en los míos, su mirada perdiéndose en el vacío, su vida escapándose por las heridas. Se escurrió por mis piernas y cayó en el pavimento cuán largo era. Sus ojos seguían mirándome aun después de que se apagara la llama de la vida. -Al llegar a este punto del relato guardo silencio, luego enfocando sus abismales ojos negros en mi dijo: -tocayo, en las noches de insomnio vuelvo y veo esos ojos mirándome, no se van a ir hasta que me rencuentre con él al otro lado.

Mi interlocutor se quedó callado, pensativo y cabizbajo. Tal vez sus recuerdos estaban mirando el niño de aquella época que con machete en mano y su cuerpo cubierto de sangre se alejaba en desenfrenada carrera huyendo del parque.

Profané su silencio, -Qué historia tocayo, me imagino que ese acontecimiento marco tu vida. – Le dije recostándome hacia atrás en la silla para tomar aliento y asimilar lo escuchado.

-Fue mi inicio, -comenzó diciendo muy despacio, -mi bautizo de sangre. Ese instate quedó congelado por toda una eternidad en mi memoria, sus ojos, frios y acerados me vigilan, hasta siento que me cuidan. Nunca supe quién era ni como se llamaba, pero es mi ángel de la guarda, va conmigo a todas partes, -. Diciendo esto se levantó de la silla para desabotonarse la camisa y mostrarme el pecho; en cada pectoral unos ojos muy abiertos tatuados en tinta negra con dos gruesas gotas de sangre en rojo intenso cayendo por cada ojo atestiguaban la veracidad de su historia.

Nos despedimos como siempre, con fuerte apretón de manos, sin sospechar yo, que esta seria la ultima vez que lo viera. 

  

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