Leito, mi escudero


  

Ahora es solo un recuento más, una anónima víctima del virus, un cuerpo cualquiera cubierto con una manta blanca en el pasillo de algún hospital de New York, esperando tal vez ser incinerado cuanto antes para darle paso a otros que esperan su turno. O tal vez ya esté en una bolsa plástica arrumado en un contenedor refrigerado, de los muchos que instalaron en las desérticas calles para que alivianaran la carga de los miles de cadáveres que abarrotaban las morgues de la Gran Manzana. Pero antes de eso, mucho ante de ser una estadística en decesos por la pandemia, fue mi gran amigo, mi escudero incondicional.

Era la época del periódico Gol USA: un magazín deportivo que circulaba cada semana en Queens y del cual formábamos parte Leito y yo. “El uruguayo”, como le decíamos con cariño llegó por la edición # 20 de la mano de una argentina que era la diagramadora del semanario. Corrector de textos, páginador y entusiasta colaborador en todo lo que se le encomendara, muy pronto se convirtió en mi mano derecha y especialmente en mi escudero: me protegía en las andanzas de caballero donjuanesco, escudaba las persecuciones e investigaciones de la “Manager”, que por ese entonces era mi esposa. Me salvó de muchas, se adjudicó otras tantas, se culpabilizó de unas cuantas más y se ganó la desconfianza de la Manager que le cogió ojeriza y no lo podía ver ni en pintura. –Un alcahueta el uruguayo ese, que me está dañando mi marido. -repetía constantemente la Manager.


Casi siempre trabajábamos hasta muy tarde, no teníamos horario, especialmente los fines de semana que era cuando más se generaba información deportiva. Y los domingos ni se diga pues era el día de cierre, nos daba la media noche armando, diagramando páginas, corrigiéndolas e imprimiéndolas, para luego correr a llevarlas a la imprenta. A las 6 de la mañana del lunes ya el magazín estaba listo y empacado para ser distribuido por el área Tri-Estatal de Nueva York. Los camiones se encargaban de llevarlo a los kioscos de revistas típicos de Manhattan. Nosotros; Leito y yo seleccionábamos unos cuantos miles y los repartíamos a lo largo de Queens y New Jersey en restaurantes, cafeterías y supermercados hispanos. ¡Ahí estaba la diversión!


Usualmente íbamos a casa para dormír un par de horas en la madrugada del domingo. A las seis de la mañana cogíamos camino a distribuir el magazín. Panadería, restaurante o supermercado al que entráramos a dejar la revista, salíamos con café, pan, empanadas o cualquier otro alimento para picar y lo más importante un teléfono de alguna “Mina” para salir con ella.


Este es un recuento de anécdotas, situaciones picarescas y aventuras licenciosas que compartí a lo largo de varios años con mi amigo Leito, “El uruguayo”, vamos a comenzar por las que me acuerdo sin ningún orden cronológico.


Una mañana cualquiera llegamos a comer a un restaurante hispano, nos sentamos en una mesa que daba a un ventanal inmenso, a través de ella se veía el rio Hudson, cinta ancha y plomiza que a esa hora de la mañana aun envuelta en la bruma se iba difuminando en el horizonte hasta perderse en el grisáceo paisaje mañanero. En la lejanía, sosteniendo la antorcha de la libertad, la dama de verde se desdibujaba a ratos para luego aparecer como un símbolo esperanzador de los inmigrantes. Unas cuantas mesas al fondo, un par de amigas conversaban animadamente mientras degustaban típicos platos de la cocina colombiana. 


Estaba con Leito conversando cuando de pronto sentí que alguien nos miraba, volteé el rostro, comprobé que una de las mujeres me observaba, al sentirse descubierta bajó la vista no sin antes esbozar una sonrisa. Acomodé un poco la silla para quedar frente a ella y detallarla mejor. Estaría en los 35 o más, tenía un rostro angelical que enmarcaba una sonrisa cómplice y picaresca, de modales finos; se desenvolvía con soltura y elegancia. -Leito, - le dije. -Se me apareció la virgen y justo la tengo delante de mí comiendo, -se rio Leito con ganas mientras miraba de reojo a las dos féminas. -Te dejo la mayor, -le susurré entre dientes y le acoté. -Llámate al mesero. Llegó el solicitado y le pedí la cuenta de las amigas, la pagué y les envié mi tarjeta de presentación con el susodicho.


Resultó ser una exreina de belleza de Colombia exiliada en los Estados Unidos. Manizalita, cara y cuerpo de niña rica, había ceñido el trono de Reina del Café por allá en los años 80 o antes, pero una relación tormentosa, que hoy llamaríamos “toxica” la había llevado por varios países para luego terminar abandonada y sola en Queens, New York. Trabajaba en Manhattan en una exclusiva tienda de ropa femenina en la 5th Avenida cerca del Central Park como dependiente y compartía un apartamento en Queens con la señora que la acompañaba. Tras las presentaciones de rigor y los agradecimientos de parte de ellas por hacerme cargo de la cuenta, nos sentamos a charlar; entre risas y miradas coquetas salí con el número del beeper y la dirección del lugar donde vivía.


Lo cierto fue que comencé a salir con ella, a recogerla en el trabajo, llevarla a cenar o de compras, contentándome con besitos de despedida al bajarse del carro. Pero mientras pasaban los días, yo estaba ardiendo por dentro y ella nada que soltaba algo. -Que en mi apartamento no se pude pues rento solo un cuarto y es incómodo, - que los moteles le parecían un asco, -que nos diéramos tiempo, ¡y -que no!, y -que no! Mientras yo aguante, aguante y espere. Pero una noche que llegábamos de cenar en un lujoso restaurante, antes de dejarla aparqué el carro en una calle oscura, comencé a besarla. Se dejó, -pero, qué cuidado con el maquillaje, -qué el cabello se le despeinaba y -que, si alguien pasaba y nos veía, y disculpas y peros. -Que tranquila, que por aquí nadie pasa, -le respondia. Seguía empecinado, tocaba, desabotonaba, tanteaba, olisqueaba y lamia. Y ella, entre leves gemidos y reproches se dejaba y atajaba. -Que, con esmero con la blusa, que era finísima y delicada, y yo con más rudeza que delicadeza insistía, hundía mi cara en sus pechos, besaba su cuello, mordisqueaba sus orejas y, que ojo con los aretes que me los desbarata y costaron una fortuna. Y yo sordo, con la libido a millón diciéndome por dentro, ¡-ahora o nunca!


Traté, lo juro, con la mayor finura que uno puede tener en un carro para desvestir a una mujer en un calentón a toda prisa ser cuidadoso. Intente bajarle el cierre del estrecho pantalón de cuero que llevaba puesto, lo manipule con suavidad, pero… atoré el cierre y en el intento lo rasgué, lo arranqué; el grito de terror que profirió como un aliento gélido enfrió la temperatura del interior del carro. Jadeando, pero no de placer sino de angustia se bajó del carro acomodándose la ropa no sin antes decirme: -Era mi preferido, -quien, le conteste, -el pantalón, me espetó con los ojos enrojecidos, -mañana te compro dos, le insinué abriendo la puerta del carro para que se subiera nuevamente. - ¡Ni loca, primero mi pantalón! -ven te doy la plata ya, le manifesté con la vaga esperanza de que se subiera y termináramos lo iniciado. Hice el amague de sacar la billetera, la exreina se acercó a la ventana del carro, -es de diseñador, me lo regalo mi jefe en la tienda, ¡vale $800 dólares! Terminó diciendo y acto seguido estiró la mano dentro del carro para recibir el billete. -Que!!!, mejor nos vemos en la tienda mañana, le contesté y me despedí a toda prisa.


-Te lo dije varias veces, -me reclamó Leito al terminar de escuchar mi historia. -Solo estaba por tu plata. -Si, pero se quedará esperando por su pantalón porque que no pienso volver a verla. Llamó unas cuantas veces al periódico para localizarme, habló con La Manager para decirle que yo le debía ochocientos dólares de un negocio, pero no consiguió nada y con el tiempo se cansó y se quedó con su finísimo pantalón de cuero inservible colgado en el ropero.


Leito tenía la sapiencia de un hombre culto y recorrido. Lector infatigable y buen conversador. Disfrutaba de su compañía y sus anécdotas. Toda su vida la había pasado en Punta del Este, un balneario exclusivo de la sociedad uruguaya. Pero por uno de esos traspiés que da la vida, de la noche a la mañana se vio en la calle, no le quedó otra opción que emigrar a los Estados Unidos, divorciado y dejando una hija atrás partio en un viaje sin regreso. Vivió en una casa grande en Elmhurst que se rentaba por cuartos, el la administraba teniendo derecho a vivir en uno de los cuartos. Cuando entró al periódico a trabajar, se mudó a los bajos del edificio, rentando un pequeño y acogedor estudio que muchas veces utilice con la complacencia de Leito para perpetrar y disfrutar de mis fechorías amorosas.


Cada que llegábamos a la cafetería estaba abriendo el negocio. Leito y yo corríamos a ayudarle, acomodábamos las mesas, sillas y subíamos las persianas de los ventanales, después nos sentábamos, la muchacha nos servía un suculento desayuno con huevos pericos, café y pandebono. Estaría en los tempranos veintes, blanca de rubio pelo y ojos claros, maciza y rubicunda parecía sacada de la escena de un banquete romano imperial por sus pechos generosos, carnes blancas, redondas y abundantes. La veía caminar por toda la cafetería con movimientos sinuosos, voluptuosos y como el lobo feroz del cuento infantil me relamía y babeaba ante semejante opulencia y ella, entre risitas y frases nerviosas de -como se le ocurre, o -que dirá su amigo que nos está mirando, fue poco a poco cediendo a mis insinuaciones. De la mano del arte de la seducción la fui llevando al redil, le fui derrumbando sus defensas, y sus negativas dieron paso a miradas furtivas e insinuantes, a besos y abrazos detrás del mostrador hasta que terminamos en su apartamento revolcándonos en un amasijo lujurioso de piernas y brazos entrelazados. Leito me dejaba en las mañanas en el apartamento de la rubicunda muchacha los días que ella tenía libre. Leito seguía entregando el periódico en la ruta hasta que en la tarde de regreso me recogía. Extenuado, ojeroso y hambriento pronto me dormía, Leito continuaba manejando de regreso a Queens.


Decidí cortar la relación antes de que mi opulenta odalisca se considerara dueña y señora absoluta de mi vida. Leito se convirtió en su paño de lágrimas y consejero sentimental. La aconsejó, la consoló, le habló mal de mí, -que era lo peor, -que era un mujeriego, -que a todas les hacia lo mismo, y que no valía la pena llorar por ese desgraciado. Más como el tiempo todo lo cura, lo perdona y lo olvida, sus heridas cicatrizaron. A los años me la encontré como dueña de unas cabinas de llamadas telefónicas en la Roosevelt. Nos hicimos buenos amigos, estaba casada y terminó contándome todas las sandeces que Leito le decía de mí, que eso la había ayudado. Entre los dos le agradecimos a Leito ese detallazo de hablar mal de mi para bien de ella. 


Una tarde, después de terminar la ruta del periódico, estacionamos el carro a un costado de la Northen Boulevard en Queens, frente a un restaurante colombiano. Estábamos ordenando la comida cuando oímos un estruendoso chirrido de llantas seguido de un chocar de latas y vidrios resquebrajándose. Nos miramos intrigados, pero Leito reaccionó y me dijo sorpresivamente, -la camioneta, ¡le dieron! Salió corriendo hacia la calle y para cuando alcancé la puerta de salida, ya Leito montado en el carro perseguía a otro vehículo que supuestamente nos había chocado. Me quede sin saber que hacer. Por fortuna pasó en ese momento un auto de la policía, les avise del incidente. Activaron el ulular de la sirena y se pusieron en persecución de Leito y el supuesto infractor. Me quede a la expectativa. Pasaron diez, quince minutos. Al cabo de 45 minutos apareció Leito y exaltado me contó que la policía, mucho más adelante, como a diez cuadras los alcanzó, se los adelantó y bloqueo al sedan del infractor. El conductor, un hispano con tragos de más entre pecho y espalda había chocado nuestra camioneta por detrás. Afortunadamente intervino la policía para el reporte, pues el carro por el fuerte impacto que recibió por detrás quedo inservible, el seguro lo catalogo como pérdida total y lo pagó en su totalidad.


Fueron muchos los momentos que compartimos, ya fuera en la oficina, en la calle o disfrutando de un buen vino los que viví al lado del buen Leito. Paradójicamente, tanto a Leito como mi nos interesaba un pepino el fútbol. Cuando en el periódico se organizaban tertulias con entrenadores, jugadores, periodistas y demás fauna deportiva, nosotros nos escapábamos a los restaurantes o cafeterías donde distribuíamos el periódico a charlar de todo con todos menos de futbol.  


Con el tiempo sucedió lo que era inevitable y se veía venir. Mi separación de la Manager y por ende del periódico. Me cambie de ciudad, me enamore, esta vez de verdad y para toda la vida. Deje de ver a Leito. Pasaron los años, más de 20, hasta que llegó la pandemia y la noticia de su deceso. Como siempre nos sucede, por descuido y falta de tiempo cada que me acordaba de alguna vivencia con Leito, intentaba llamarlo para saber como estaba, pero pronto me ocupaba, se me venían los días encima, se me acumulaban las semanas, los meses y nunca pude hacer esa llamada.


Hasta ahora que tuve el tiempo necesario para escribirle esta nota póstuma, aunque sé que él nunca va a leerla, pues como yo, no creíamos en deidades ni vida en el mas allá.




 




 




Comentarios

  1. Levito, yo lo recuerdo, cuando el llegaba al periódico Cindy Lorena me decia, Tía llegó Leito dígale que nos traiga pandebono, a usted le hace caso, y el enamoradizo de Leito, salía corriendo y Cindy y yo nos quedábamos riendo, buenos recuerdos.

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  2. Yo lo conocí por muy corto tiempo. To acababa de llegar de Colombia. Para era una persona muy servicial y un amigo leal. Ésa fue mi percepción de el Señor Leo. Que descanse en Paz y éste a la Diestra de Dios Padre. Marco Antonio

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