Sobrevivientes


 

 "Donde no hay esperanza, debemos inventarla"

  Albert Camus 


Se cubrió la cara con el tapabocas, se calzó las gafas de protección, introdujo las manos en unos guantes quirúrgicos, y como pudo; arrastrando los pies y haciendo un esfuerzo sobrehumano para no perder el equilibrio avanzó lentamente con un termómetro en la mano, una botella de agua y un pañito húmedo hacia el cuarto. Se le dificultaba la respiración, se le empañaban las gafas; a tientas y adivinando caminó desde la pequeña salita donde llevaba dos semanas durmiendo hasta el dormitorio. Giró la perilla de la puerta y lentamente la fue abriendo. Tardó unos segundos en adaptarse a la opacidad del cuarto, la oscuridad dio paso a una escala de grises que fueron silueteando los contornos de una cama, la cúbica forma de una mesita de noche y en la pared, el recuadro de una ventana que dejaba filtrar una incipiente luz que poco a poco le fue aclarando la visibilidad. Sobre la cama y arropado con una sábana; ahora lo distinguía mejor, yacía el hombre. Se detuvo en el dintel de la puerta, trató de enfocarlo a través de la penumbra, la opaca luz le devolvía la imagen de un rostro pálido, demacrado, mortecino y abrillantado por el sudor. Respiró tranquila, en esas circunstancias, sudar era sinónimo de vida; aun respiraba; con dificultad, pero respiraba. 


Avanzó lentamente; el ancestral olor agrio y terroso de las cosas guardadas por siglos, de los cuerpos avejentados y ruinosos penetró la máscara provocándole un leve estremecimiento muscular, anidando en el pecho un sentimiento de soledad y abandono. Se acercó a la cama, ardía en fiebre y sudaba copiosamente, le tomó la temperatura, estaba pasado en tres grados, respiraba en agudos siseos lentos y agónicos, retomó la idea de llamar a emergencias para que se lo llevaran al hospital. -Mama, pase lo que pase no lo deje ir al hospital allá lo entuban y ya entubado deja de hacer el esfuerzo por respirar y se nos va-, le había dicho su hijo repetidas veces. Era cierto, semanas antes estuvo de casualidad por el Hospital Helmurst; afuera, en la avenida habían instalado contenedores refrigerados para irlos llenando de cadáveres en bolsas de lona y retrasar su putrefacción; los hospitales estaban llenos, en los pasillos se acumulaban los enfermos esperando una oportunidad para ser atendidos o trasladados a un cuarto, los más se morían ahí mismo en las camillas, se habían agotado los respiradores, la pandemia estaba en el cenit y Nueva York agonizaba en un infierno dantesco.


La vacuna aún estaba en fase experimental, las muertes se sucedían por miles, las personas de alto riesgo eran los mayores de 60 años que caían como fichas de dómino. El virus, como una maldición en tiempos bíblicos se arrastraba sigilosamente por las calles semejando una densa bruma indetectable que se introducía por las puertas, trepaba paredes, llenaba el aire, entraba por las vías respiratorias, tomaba control del organismo invadido hasta hacerle imposible el respirar, para después hacerlo caer en estado comatoso finalizando así su cometido; saliendo luego a buscar otros organismos vivos.


Le levantó un poco la cabeza con una mano y con la otra le fue vertiendo agua en la reseca boca. Era más la que se le escapaba por la comisura de los entrecerrados labios que la que podía tragar. Sorbia un poco de agua, abría la boca tratando de llenar los pulmones de aire, y así, tragando aire a borbotones y agua de a poquitos fue consumiendo toda la botella. Le secó el sudor con el paño húmedo, le tocó la frente nuevamente, le puso la mano en el pecho sintiendo el crujido de la caja torácica expandirse y contraerse, qué como casco de navío viejo que se estremecía al choque de las olas corría el riesgo de astillarse en mil pedazos. Lo contempló un buen rato: desconocía al hombre avejentado y demacrado que sudaba y tiritaba en la cama, en solo dos semanas se había consumido; le apretó las manos con las suyas, -no te me mueras, sigue luchando, resiste que yo también hago lo mismo, juntos saldremos de esta, así como de muchas otras.- Se le hizo un nudo en la garganta, contuvo las lágrimas y salió del cuarto a prisa, cerró la puerta a sus espaldas, se dejó escurrir por la pared sin energía y se desplomó en el suelo sin poder contener el llanto, sin fuerzas para seguir luchando, sin esperanzas de un nuevo día, sin futuro, abandonada a su suerte, arañándole a la vida minutos para seguir respirando, enfrentada a un enemigo microscópico pero colosal que se estaba llevando la gente a su alrededor, que estaba diezmando la población mundial y que no había remedio para combatirlo, solo aguantar, solo rezar y no perder la esperanza.


Caminaba despacio, la suave y abollonada capa de nieve bajo sus pies le impedía avanzar, se tambaleaba y caía hincada, volvía y se levantaba y avanzaba, respiraba con dificultad. Ella era solo un puntito negro en la inmensa blancura del paisaje, las huellas que iba dejando atrás se borraban rápidamente con la espesa nieve que caía, se sintió sola y triste, abandonada y perdida. ¿Hacia dónde iba?, no lo sabía, solo avanzaba; a la distancia, en el horizonte, la tierra y el cielo se fundían en una pared blanca, nebulosa e infinita, semejando un mundo aun sin dibujar en un papel blanco.  ¿Quién era ella?, se preguntaba. Se iba de este mundo y no dejaba huellas de su paso, ¿y adonde iba?, ¿que era el más allá?, acaso la nada, acaso no existía, y sus creencias, y su fe en que quedaban, únicamente el vacío absoluto, o el caminar eternamente así, errante y sin rumbo, sin destino, sin final. Sintió frio, un leve temblor la hizo cruzar los brazos sobre el pecho para tratar de contener el creciente estremecimiento que se apoderaba de su cuerpo. Algo en la cara comenzó a fastidiarla, algo húmedo, algo baboso le recorría el rostro, con las manos trato de apartarlo, y entonces lo oyó. Al principio muy lejano, luego se fue acrecentando hasta distinguirlo perfectamente; ladridos, unos cuerpecitos encima de ella bailoteaban, abrió los ojos y despertó.


Estaba en el sofá de la sala temblado de escalofrío y con el cuerpo ardiendo en fiebre. Las tres diminutas bolas de carne y pelo que tenía por mascotas jugueteaban con ella peleando entre sí por subirse sobre su pecho. No las apartó, retozó con ellas un buen rato hasta que tuvo conciencia nuevamente de la agónica realidad que estaba viviendo con su marido. Se levantó directo al baño; jadeando y con mucho esfuerzo se desvistió, abrió el grifo del agua sin calentarla y enfrío su cuerpo con la helada agua. Temblaba con incontrolables espasmos, pero ya la respiración no le quemaba por dentro y el cerebro no le palpitaba tan fuerte.


Fue hasta el cuarto y como pudo, a rastras cargó con su marido y lo bañó de la misma forma, le cambio el pijama, aseo el cuarto, cambio sabanas, cobija y almohadas, volvió y lo acostó. Se sentó en la sala a esperar, solo a eso; a esperar a que el organismo luchara con todas sus fuerzas para bloquear el virus y sobrevivir, no había otra solución que esperar; tal vez frotaría a su marido con un paño humedecido de alcohol y le untaría vick vaporub en el pecho y la nariz pero ya ni esos remedios caseros tenia, creyó recordar que la última dosis se la aplico tres días atrás y que ya las farmacias no tenían surtido; ahora si estaban a merced de su tenacidad por sobrevivir, de su desesperación por aferrarse  a la vida, de su terquedad por ver un nuevo amanecer, y luchaban solos, cada uno por su lado, cada uno agotando fuerzas y dándolo todo en cada bocanada de aire que tomaban para subsistir.


 Cogió el control del TV y comenzó a ver canales de televisión al azar sin concentrarse en ninguno en especial, su mente iba y venía en un torbellino de recuerdos, de momentos vividos. Visualizo a sus hijos, a los nietos, con temor y zozobra contempló la posibilidad de que no volvería a verlos, otra vez el llanto afloró, el dolor se acrecentó, el vacío la invadió de nuevo. Unos toques en la puerta la sacaron de sus aciagas cavilaciones, miró el reloj y comprobó por la hora que su hijo le estaba dejando las viandas del día. Esperó unos minutos para darle tiempo a que dejara la comida en el piso y se alejara del lugar. Abrió la puerta un poco y verificó mirando a lado y lado del pasillo que no había nadie. recogió los paquetes, volvió y se encerró en el apartamento.


Ni hablar por teléfono podía, se ahogaba con cada palabra pronunciada, se agotaba con cada frase estructurada. Optaba por monosílabos cada vez que sus hijos y nietos la llamaban; -sí, no, bien, - eso era todo. Se despedía con un -adiós- incierto, -mañana te llamo-, oía que le decían al otro lado de la línea, -si- pronunciaba aun a sabiendas que para ellos el mañana no existía; eran las horas las que contaban, eran los minutos que iban dejando atrás los que le sumaban tiempo a su precaria existencia, hasta los segundos, que se contaban en bocanadas de aire, los que mantenían la débil llama de la vida encendida.


Cada que entraba al cuarto a revisar la salud de su esposo, en realidad entraba a cerciorarse de que estuviese vivo. Y ese momento en que abría la puerta y se acercaba a la cama era el lapso más angustioso del día; entraba con el pecho oprimido, acongojada y tensa adosaba su rostro a la cara de su esposo para sentir la débil respiración y al sentirla, ella también se sentía viva y esperanzada.


Un día cualquiera se levantó del sofá y caminó hacia el cuarto, sintió renovadas fuerzas, su temperatura estaba normal, respiraba sin dificultad y la cabeza no le dolía, al dar la vuelta para encaminarse al pasillo se encontró a su esposo que venia a su encuentro; se miraron un largo rato sin reconocerse, sin creer que estaba uno frente al otro, no sabían que hacer, no creían lo que veían hasta que impulsados como por un resorte invisible, saltaron y se abrazaron, se estrecharon y se fusionaron, y el llanto los invadió y las palabras se les deshicieron en la boca mientras seguían abrazados, mientras atrás quedaba el infierno por el que habían atravesado, atrás quedaba  la lucha en la que en solitario habían librado. Un rayo de sol entró por la ventana y les iluminó el nuevo día, llenándolos de esperanza.


A los caídos, a los vencidos, a los que se fueron:

Leo y Martha Harttman

Horacio Poveda

Paula Andrea Potts Jaffe

Monica Lozano 


“Todo el mundo muere, pero no todo el mundo vive. La muerte es más universal que la vida”.


  

  

   



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