Subiendo tapias... bajando bragas.



El muchacho del relato anterior, el fisgón, llegó con su historia a mi mente como un chispazo de creatividad, un golpe de imaginación, o tal vez un recuerdo olvidado de una vivencia remota. Lo cierto es, que puede que lo haya vivido o no, puede que lo narré mitad recuerdos y mitad ilusión. No sé, pero la historia como decía nuestro Gabo, no se cuenta tal cual como sucedieron los hechos, sino como uno la recuerda y la escribe, con sus lagunas de memoria y sus quimeras irrealizables. Por eso voy a crear un personaje, un muchacho picaresco y travieso, con una alta dosis de morbo juvenil e irreverencia para que sea el protagonista de mis fantasías eróticas, de mis recuerdos juveniles y así poder aquietar mi conciencia y la de mi esposa que cree, al leerme que fui un chico precoz y libidinoso que me dedique a asaltar camas, violentar cerraduras y abrir puertas. Edgitar, le voy a llamar.


Ese día, muy al filo de la media noche, Edgitar se despertó, miró el relojito de mesa que tenía junto a la cama y comprobó que era el momento de actuar. Sigilosamente se calzó unas zapatillas de lona raídas que aun conservaban la etiqueta a medio despegar de la fábrica, Croydon. Vestía unos vaqueros raídos y camisa blanca sin botones. Sin hacer ruido se deslizo hacia el baño, se enjuagó la cara y la boca y se dirigió hacia el patio trasero de la casa. El corazón le palpitaba aceleradamente por el inminente peligro de ser descubierto, pero atenuaba el temor con una alta dosis de adrenalina y excitación que le provocaba la imagen rubicunda y solicita que lo esperaba.


Alcanzó el patio y dando zancadas llegó a la tapia que circundaba la casa. Era de cemento y ladrillo con dos metros de altura. De un brinco se sujetó con las manos de la tapia, flexionó los brazos lentamente y con una pierna, como abriendo un compás logro irla subiendo hasta alcanzar el cenit de la tapia; el resto fue más fácil, trepó el cuerpo y quedó acaballado. Luego se levantó en equilibrio y con los brazos extendidos hacia los lados caminó despacio, un pie tras otro hasta alcanzar el tejado. Una fuerte briza proveniente de los Farallones le golpeo el rostro provocando estremecimiento en todo su cuerpo. Se encaramó sobre el tejado y pisando sobre el lomo curvo de las tejas para no partirlas avanzó por el lado inclinado que daba a los patios de las casas. A esa hora todo estaba en penumbras. Abajo los solares de las casas, frondosos y exuberantes de vegetación y arboles frutales proyectaban sombras que se movían al contacto del viento con las ramas, semejando animales, personas y monstruos que lo observaban al acecho en su caminar por el tejado.


Pasó la primera casa; la de sus primos, todo en silencio, siguió avanzando como gato sigiloso atento a cualquier ruido. Pasó otras dos casas más y llegó a la casa de la abuela, se sentó al borde, junto a la canal y esperó a revisar el lugar, ni perros, ni gatos, ni aves percibían su presencia, era el momento de proseguir. Este era el solar mas grande de todas las casas, con dos ramadas laterales que hacían las veces de pasillo y bodega y otra grande al fondo con techo de zinc y paredes de madera con amplios ventanales cubiertos de malla metálica. Bajó a la pared lateral y parado en equilibrio se dirigió a esta última ramada, se sentó en el muro con los pies colgando y siguió esperando. Con la mirada, acostumbrada a la oscuridad escudriñaba hacia los dormitorios en busca de algún movimiento.


Como a los diez minutos oyó el crujir de una puerta de madera que se abría despacio. Se lanzó al solar y se agazapó detrás de unos matorrales, aguzó la vista en un afán de reconocer al bulto gris que ocultamente avanzaba hacia la ramada. Tensó el cuerpo y contuvo la respiración, tratando de acallar el golpeteo del corazón que como un caballo desbocado cabalgaba dentro de su pecho. El bulto se le fue acercando, la monocromática luz de la luna afantasmaba la figura, que envuelta en una sábana blanca reducía terreno entre los dos. Identificó el rostro blanco y rubicundo que se aproximaba y cuando la tuvo cerca, brincó de los matorrales y la sujetó por la cintura.


La figura, generosa en carnes y abundante en curvas saltó del susto levantándolo a él también del suelo. Edgitar soltó una risita triunfal pero la mano de la asustada le tapó la boca para silenciarlo. Edgitar la aflojó, ella lo cogió de la mano y en silencio lo condujó dentro del habitáculo de madera. No había luz. Adentro un fuerte olor a granos de café, frutas y madera recién cortada lo invadió. En penumbras, en un mundo de siluetas y sombras que se insinuaban ella lo guío hasta los bultos de café que arrumados en el suelo de tierra formaban una mullida y olorosa cama. Se dio media vuelta, dejó caer la sabana al piso y como una escultura de Botero emergió en toda su desnudez iluminada por un tenue reflejo de la luna. La opulenta y blanca silueta se dejó caer de espaldas sobre los bultos ofreciéndose espléndidamente a Edguitar.


Casi que, a tientas y torpemente, Edgitar se quitó la ropa y de un salto se sambulló como en una piscina de aguas termales en la calidez de ese voluminoso cuerpo que lo absorbía, que lo ahogaba, que lo aprisionaba, que como un embravecido mar lo hacía navegar a la cúspide de sus altas olas para luego dejarlo caer a las profundidades de sus manantiales. Amasaba Edguitar, se atragantaba  con los agrandados pechos, se deslizaba por el agitado vientre, se hundía en su abultado y estrecho sexo; ella como una flor carnívora abría sus gruesos pétalos y lo engullía, lo trituraba y luego lo soltaba exhausto. Edgitar se resbalaba de esas redondeces, volvia y escalaba, se hundia de nuevo, resoplaba y embestia; saciaba sus hambres de carne, su glotonería hasta caer agotado. 


Ya no olía a café, olía a orégano, a comino, a fogón de leña, a cocina de la abuela. Edgitar se deslizó empapado de ella hacia los bultos de café para relajarse un poco, cruzó los brazos detrás de la cabeza a manera de almohada y la contempló en toda su blanca desnudez al reflejo de la luna. Corpulenta, voluminosa, de curvas amplias y proporcionadas. Callada, obediente, de andar sigiloso había aprendido a mimetizarse con los quehaceres de la casa grande para pasar desapercibida en medio de tanta gente que rondaba por la vivienda. Era una mas de las tantas muchachas venidas de los pueblos a servir en las casas de las familias pudientes de la ciudad y era una de las tantas que cedían a los caprichos de los patrones y sus hijos por el temor a perder su trabajo y quedarse en la calle sola y desamparada. Para ella era cuestión de supervivencia; para Edguitar era un botín de guerra al que tenia acceso por derecho propio, por cultura, por tradición, por herencia transmitida de padres a hijos, de bisabuelos a abuelos y así hacia atrás en la noche de los tiempos.


Edgitar se relamía y contemplaba su trofeo. La de envidia que le daría a sus primos y amigos, ya lo podía sentir y reía para sus adentros en silencio y extasiado mirándola. Ella, en la orilla opuesta del combate pensaba diferente. Había accedido a los caprichos e insinuaciones juveniles de Edgitar no por temor, pues de él no dependía su continuidad en el trabajo; por soledad, concluía mientras se incorporaba un poco para echarse la manta encima y arropar su cuerpo desnudo sintiendo un poco de vergüenza. Lo miró sonriente repasarle el cuerpo con deseo y le gusto. Se acordó que meses atrás el muchacho comenzó a asediarla por la casona y en los momentos menos esperados saltaba de cualquier escondite y la abrazaba por detrás o le pampeaba las abultadas nalgas como amasando pan. Ella reaccionaba con susto y enojo mirando a todos los lados para cerciorarse de que nadie los avistara pues ahí si peligraría su trabajo; no por el osado atrevimiento de Edgitar, sino porque la tildarían de ofrecida y casquisuelta y la pondrían de patitas en la calle sin ningún miramiento. Pero, la soledad, la ausencia de cariño y comprensión y el intimo deseo de todo ser humano de ser amado, así fuera una mentira, así el muchacho al siguiente día pasara indiferente por su lado sin saludarla, la habían llevado a creer en esa fantasía y dejarse arrastrar a los olorosos bultos de café.


Edgitar se levantó para vestirse, ella trató de coger su cuerpo y abrazarlo, pero este se soltó bruscamente; había saciado su hambre, ya no tenía motivos para quedarse. Se escabulló perdiéndose en las sombras de la noche, no sin antes decirle que le avisaría cuando sería el próximo encuentro. Desanduvo el camino, descendió al patio de su casa y entró al cuarto.


Mientras Edgitar se dormía profunda y relajadamente en su cama sin ningún tipo de remordimiento, ella se acostaba en un estrecho camastro donde compartía habitación con otras tres empleadas y en silencio murmuraba entre sollozos una súplica, una oración pidiéndole a sus santos que le enviara el hombre que la llevara en brazos al altar y la rescatara de esa vida de sometimiento.            


       


    

Comentarios

  1. Ameno el relato del salta tapias y goloso Edguitar, atacando en San Niko, buen relato.

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