La fiesta de despedida

 Las dos eran bellas, grandes, blancas, muy similares, casi que gemelas, aunque tenían sus diferencias; la una atisbaba siempre de frente, la otra, cabizbaja buscaba no sé qué en el suelo con la mirada, a ratos me parecían bizcas, pero aun así las adoraba. Mas, sin embargo, era el momento de decirles adiós, habían crecido mucho, estaban abombadas y tenían sobrepeso.


Decidí hacerles una fiestecita de despedida con fotos y todo; muy íntima, entre mi esposa y yo, nadie más. Se lo comenté, al oírlo se negó, pero la persuadí y con un poco reticencia acepto. El tema de la ropa me preocupaba; mi esposa, muy conservadora ella en el vestir no iba a permitir que yo las ataviara a mi gusto. -Desvergonzado, -me dijo al mostrarle por internet la atrevida y sexy ropa que les quería engarzar, -y menos con fotos, me recalcó, -jamás las vas a ver así vestidas, -ni loca, -concluyó.


Quedé pensativo mascullando un plan para salirme con la mía y disfrutar del espectáculo. Unos vinitos, pensé, aflojan pudor y verguenza. Faltaban dos semanas para el acontecimiento así que decidí, a escondidas, encargar la lencería que vestirían las gemelas; escogí tallas grandes por las dimensión y redondez de sus abultadas figuras. ¿No las conocería yo?, qué dormía todas las noches con ellas casi que abrazado, así mi esposa se incomodara de vez en cuando y criticara mi posesividad, -¡que las sueltes carajo, que las ahogas!, -me decía entre murmullos mientras se dormía. 


Se llegó la noche de la fiestecita, los muchachos se fueron para cine así que quedamos solos. Destapé una botella de vino y le serví una copita como quien no quiere la cosa, -para entrar en calor, -le dije mientras preparaba unos aperitivos para picar. A sus espaldas ocultamente me reía de mis libidinosos pensamientos. Atenúe la luz de la sala, le coloqué música de Andrea Bocelli porque al escucharla le aflora la melosidad y se le sube la temperatura; estaba preparando el terreno para mis alocadas intenciones. Alisté la cámara fotográfica y distribuí la lencería sobre la cama esperando a que saliera del baño y aceptara que las gemelas usaran la atrevida y seductora ropa que había comprado; ya le había encajado unas cuantas copitas de vino entre pecho y espalda por lo cual estaba casi seguro de que las vestiría a mi gusto. 


Salió del baño y se frenó al ver la cama invadida de esa erótica ropa, -que no, que no, -dijo mientras negaba con la cabeza.

-Que ya no volveremos a verlas, -le dije mientras le mostraba un atuendo de seda y encaje.

-Que no me importa, dijo, -y que no sabía si en esa indumentaria cabrían las gemelas, -remató.

-Que tratara, que nomás por verlas, -y que, sin fotos, -le conteste mientras depositaba la cámara sobre la cama.

-Que está bien, pero que esa no, que la otra luce mejor, -contesto señalando una prenda negra muy sugestiva. Tomó a las gemelas, una en cada mano, las levantó en vilo, y yo con delicadeza y encanto les ayude a calzar la prenda que al instante las aprisionó y les resaltó toda su belleza y esplendor. -Magnificas, soberbias, -le dije mientras absorto y embelesado las miraba. Aproveche el instante de fulgor para tomar la cámara y enfocar a las gemelas; las tapó con las manos, me dio la espalda y otra vez -que no, que no. -Y yo -que sí, que sí; que era un recuerdo para toda la vida, que en mi memoria algún día se desdibujarían, que en las fotos permanecerían por siempre, y que además eran fotos privadas -y entre sies y noes logre convencerla.


Bebimos, bailamos, nos abrazamos, reímos y entre foto y foto se nos fue el tiempo. Las gemelas estaban para la posteridad en unas bellas imágenes. El siguiente día era el momento de decirles adiós, mi esposa ya estaba cansada con ellas; le fatigaban, le pesaban y le estorbaban. ¡Muy en la mañana estábamos en la oficina despidiéndolas, las bese por última vez mientras el cirujano la conducía por el pasillo al quirófano para reducirles el tamaño a las enormes tetas de mi mujer! 











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