Las tres amiguis

 


Hace pocos días conversando banalidades con tres viejas amigas y al calor de unas copas surgió el tema de la sexualidad y la autocomplacencia en las mujeres mayores. Una de ellas, la más joven del ramillete, en los 55, de cuerpo hospitalario y útero goloso argumentaba que aún no había encontrado al hombre de sus sueños; amantes ocasionales por montones pero que cada vez se desilusionaba más y prefería estar sola que mal acompañada, aunque también se dolía de no tener como satisfacer sus urgencias nocturnas. La siguiente en los 60, mojigata de nacimiento, reprimida por preceptos religiosos y prejuicios sociales, solo despertaba su sexualidad cuando ahogaba sus tabúes en el alcohol y entre chistes y risas daba rienda suelta a sus hambrunas acumuladas. Y la tercera, la mayor de todas, en los 65, vital como cualquier jovencita, de cuerpo fibroso y sólido, aun vestía faldas cortas para mostrar sus bien mantenidas piernas. Había tenido un pasado tormentoso de amores, infidelidades y amantes que, también al calor de los tragos rememoraba con delicia las aventuras de alcoba y se quejaba que ahora, al revivir esos momentos su cuerpo también reaccionaba despertando caricias y goces remotos pero que no encontraba como satisfacerse para estar plena.

La música, el aguardiente, las bromas iban en crescendo al mismo tiempo que sus quejas de insatisfacción. En general llevaban vidas placenteras y las disfrutaban, pero después de silenciar la música, apagar las luces, cada una en su apartamento se hundían en soledad, se marchitaban en sus camas y consumían sus áridas vidas rumiando épocas de placeres pasados.


Antes de despedirse les prometí llevarlas a una tienda de juguetes sexuales para que escogieran el artefacto que las hiciera revivir las noches de pasión y lujuria perdidas en el tiempo y la memoria. Se alborotaron, se enardecieron, me abrazaron y me hicieron prometerles que no era un compromiso de noche de farra que al siguiente día se desvanecería con la luz solar.


Las llamé un sábado en la tarde, las recogí una hora después, entramos al templo del sexo a las 6pm. Y como tres beatas y rezanderas mujeres cruzaron el umbral en silencio, con el corazón palpitante, llenas de gracia, a recibir en su interior al espíritu santo que las llevaría a un estado de éxtasis divino semejante al que sentía Sor Teresa de Jesús en sus tiempos de flagelo de la carne en la soledad de su claustro, cuando liberaba al demonio de la lujuria en delirantes orgasmos que la hacían levitar.


En fin, a pesar de que iban envalentonadas, al cruzar la puerta se colocaron detrás de mí en actitud temerosa y vergonzosa, con timidez comenzaron a subir la vista para recorrer el lugar con curiosidad. La primera en avanzar hacia un pasillo y coger con sus anhelantes manos un gigante consolador de caucho que semejaba un perfecto miembro con sus venas y textura fue la más joven; se lo mostró a las otras y estas, entre risitas cómplices y miradas pecaminosas corrieron a palparlo; lo revisaron con escrúpulo de cirujano, con curiosidad de niñas exploradoras, lo apretaron a dos manos, lo olisquearon, se lo disputaron, lo abrazaron y se lo imaginaron adentrándose en sus profundidades. 


A partir de ese momento las fantasías más eróticas y descabelladas comenzaron a desbocar su cordura. Descubrieron la silla del placer; de la cual sobresalía un falo erecto en perpetuo movimiento de rotación y traslación, golpeteaba el aire en busca de alguien que se apiadara de su epilepsia, lo acaballara y calmara sus ímpetus. Tentadas estuvieron al rodear la silla; la mayor trató de sentarse para -sentirlo por los laditos, - como dijo entre suspiros, pero se lo impedí muy sutilmente desviando su atención hacia otras novedades que había en la tienda.


Avanzamos a otro pasillo, la mojigata se adelantó y cogió en sus castas manos un rosario de bolitas de diferentes tamaños para después de observarlo ingenuamente preguntar: ¿qué camándula tan rara, y sin crucifijo?, la más joven y yo soltamos a reírnos: eran las bolas chinas muy famosas por las placenteras sensaciones que producen los diferentes pesos y volúmenes de las circunferencias según el orificio en que se usen.


Mas adelante la mayor encontró un cepillo de dientes, -este si lo necesito, voy a comprarlo, dijo mientras lo examinaba detalladamente. Me acerque para observarlo pues llamo mi curiosidad, en letras resaltadas leí la etiqueta: “Estimula y masajea como nunca antes lo habías probado y es que estos pelos de goma tienen pinta de hacer tantas cosquillas como placer. Prueba entre las distintas velocidades y juega sola o acompañada con el que será tu nuevo gadget favorito”. Todas soltaron a reírse y gesticularon con el cepillo pasándoselo por sus cuerpos.


Estaban asombradas de ver tantos y variados artefactos diseñados para obtener placer y gozo. Los títulos de los productos eran sugestivos y provocadores. En letras rojas y fondo negro: el vibrador inalámbrico con 10 programas diferentes con el que no te cansarás de la rutina. En luces de Neón al fondo en una pared negra leyeron: el vibrador con función de calentamiento que hará mucho más real la experiencia. Mas allá, en letras negras y fondo fucsia: el vibrador-masajeador con cabeza extra que simula el movimiento de la lengua.


Correteaban por los pasillos del lugar como infantes sueltos en una tienda de Toys-R-Us, no se detenían, cogían, probaban, soltaban y seguían con su escrutinio morboso y expectante. Querían probarlos todos, experimentarlos y arrastrarse al deseo, la lujuria y al desenfreno. Yo las calmaba, las persuadía y las invitaba a decidirse por uno solo. Inútil mis suplicas, desatendidas mis sugerencias. Con los ojos casi que desorbitados y a manos llenas no soltaban los artefactos y aún faltaba media tienda por recorrer.


Ya comenzaba a cansarme de la terquedad de mis amiguis cuando al fondo, enmarcada en unas espesas cortinas rojo oscuro y alumbrada por un reflector estaba solitaria y reluciente como la reina suprema del lugar. La Máquina Sexual, un complicado artefacto negro semejante a un potro de tortura medieval del cual sobresalían desde todos los ángulos y en diferentes tamaños y grosores y en rosado carne ocho dildos palpitantes. Asaltaron la maquina en tropel, la rodearon y agarraron sus enhiestos tentáculos tratando de detener sus movimientos vibrátiles, la maquina se resistió. Soy testigo de que luchó con toda su energía, que combatió el agresivo embate de las mujeres con valentía y gallardía, pero como una jauría de lobas en celo la masacre fue brutal y mortífera. La máquina se tambaleo y en un último estertor agónico se aquieto para siempre.


Llegaron corriendo los dependientes de la tienda, llegaron tarde, los ocho dildos yacían boca abajo en eterno descanso, las tres amiguis sentadas en el piso miraban atónitas la destrozada máquina. Salimos de la tienda con la maquina a cuestas directo al contenedor de basura no sin antes pagar una suma alta por la inservible máquina.


Manejé en silencio y en silencio las dejé a cada una en su casa para que siguieran con sus vidas normales.

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