Juegos de conquista


La vi venir de frente hacia mi, caminé distraídamente para chocar con ella y poder entablar una conversación desprevenida. Era muy joven, le pedí disculpas por el tropezón y cambie mi rumbo para caminar a su lado, le pregunté donde estudiaba porque su rostro se me hacia familiar, rió y de pronto estábamos conversando. Una cuadra caminamos y ya tenia el teléfono para llamarla luego. 

Una mas le dije a mis amigos que me esperaban al otro lado de la calle, éramos tres y ese era nuestro juego preferido. Ubicarnos en una intersección concurrida del centro de la ciudad y pararnos en una esquina cada uno para abordar muchachas e intentar sacarles una cita, el teléfono u otro dato que nos permitiera verlas nuevamente. Por aquella época aun estábamos en bachillerato, las hormonas se nos alborotaban mas de lo normal y salíamos cual sátiros hambrientos buscando ninfas y doncellas para saciar nuestro apetito, era divertido, a veces funcionaba y hacíamos buenas amigas, otras no; terminábamos la tarde limpios, sin citas,. De vez en cuando nos salía alguna veterana en el ocaso de su vida queriendo quemar los últimos rescoldos de pasión en las ardientes brazas de algún muchacho y de cazadores nos convertíamos en presas. En esta historia que les voy a narrar yo fui el atrapado y ella la cazadora.

Fue un sábado en la tarde, llegamos a nuestra esquina preferida; por lo concurrida, por el ir y venir de gente de un lado para el otro de todas las edades, colores y variedades. Como siempre, nos separamos y comenzamos el rastreo. Camine al lado de unas cuantas muchachas pero me esquivaron y aligerando el paso se perdieron entre la multitud. Entrada la tarde como a eso de las seis me di por vencido y me dirigí en busca de mis amigos cuando de pronto viniendo hacia mi apareció una voluminosa y curvilínea mujer que sobresalió  del tumulto de gente que caminaba y con su presencia y vestimenta acaparó mi atención. 

Era grande, rellena, neumática y de cintura ceñida. Vestía una trusa de lycra pegada al cuerpo que le hacia resaltar las curvas, los altos tacones le daban una sensualidad al caminar que sin quererlo estremecieron mi cuerpo. Me quede quieto esperando a que pasara, traté de no mirarla de frente para no llamar su atención, era demasiado mujererón para un muchacho de 16 años como yo sin ninguna experiencia, ademas lucia mayor, me pareció de mas de 45 años. Cuando se acercó a mi disminuyó el caminar y me miró de frente, desvíe la mirada y torcí mi rumbo, fue inútil. Ella, zorra vieja, cazadora de olfato adivinó mi movimiento y me cerró el paso.

Estábamos sentados en una de las bancas del parque donde nos reuníamos siempre a "botar corriente" como decíamos en nuestra jerga, era domingo en la mañana, los muchachos me habían despertado muy temprano preocupados por mi desaparición el anterior sábado en la tarde, no supieron nada de mi hasta ahora que me bombardeaban con preguntas que orgulloso yo les contestaba y que ellos ansiosos y envidiosos escuchaban.

No se como, le dije a mis amigos, pero la señora me envolvió en sus redes, y hablo de señora por que al inicio cuando me abordo yo le respondí anteponiendo el “señora” a todas mis respuestas. -Para donde vas tan de prisa joven,- me dijo. Frene en seco y me quede helado, no supe que responderle, ni me acuerdo que balbucee entre dientes para zafarme de esa encerrona y poner pies en polvorosa escapando de ella. Mis amigos rieron a carcajadas y me atosigaron a que siguiera con el relato. Lo cierto es que ella con su astucia de sabueso se dio cuenta de mi nerviosismo y soterradamente me pidió que le indicara como llegar a cierta dirección. Caminamos juntos dos cuadras, guiándola con mi buen corazón de samaritano para llevarla a la supuesta casa que buscaba. Dos cuadras le bastaron para seducirme, dos cuadras me bastaron para desearla, para imaginármela y querer estar con ella.

Tampoco supe, le comenté a mis amigos, en que momento ella cerró con seguro la puerta del cuartito del motel que rentó y como ese click del pestillo que sonó a mis espaldas me heló el cuerpo espantando mi deseo, quise al instante salir corriendo, esfumarme, retroceder el tiempo y decirle que no, que adiós y "chao te vi pescado". pero ahí estaba, parado frente a ella, acorralado como un pequeño ratón, mientras ella, monumental, leonica, segura de si misma y mirándome con unos ojos libidinosos se paseaba por el cuartito revisándolo todo y oteándome de soslayo, luego giró sobre sus talones en 180 grados para quedar de frente a mi y dejarse caer en la cama de espaldas, el desvencijado colchón le abrió paso a su colosal figura, la cama traqueo, chirreó y estuvo a punto de sucumbir ante el peso, pero aguantó. Ocupó toda la cama, como en el cuadro de Botero "Mujer desnuda en la cama", me quede afuera, parado, mirándola sin saber que hacer, sin saber por donde comenzar a degustar ese banquete de abundancia que se me ofrecía en la cama. Ella reaccionó y se levantó, -Voy a bañarme, ponte cómodo muchacho, no me tardo.-

Mis amigos ansiosos me fustigaban a que continuara con la narración, en ese momento me transporte a ese instante en que ella cerró la puerta tras de si para entrar al baño. Quede infinitamente solo en el cuarto, reducido a una pincelada en un cuadro saturado de colorido. La habitación era pequeña, de paredes empapeladas con un diseño arabesco en morado encendido, desteñido y descascarado en muchas partes, la alfombra de un color intenso que alguna vez fue rojo sangre, ahora, negruzca con manchones y quemaduras de cigarrillo por doquier, olía a pecado, a infidelidades y creolina. En una esquina un nochero empotrado en la pared, en la otra una lampara de pie que se apagaba y encendía caprichosamente con el movimiento de la cama. Enfrente de la cama estaba el tocador con un espejo encima que abarcaba toda la cama y era el mudo testigo de encuentros y desencuentros, excesos y fracasos, orgias y soledades que por la cama habían desfilado.

-Y que, se demoro en el baño?, como salió?, me acosaban con preguntas los afanosos muchachos. -La puerta se abrió, ahí estaba la impresionante hembra ocupando casi todo el marco de la puerta-, les dije continuando con el relato, el negro pelo le caía húmedo en cascada hasta los hombros, mojada toda, fresca y exuberante con una diminuta y raída toalla del motel que apenas le cubría por debajo de los brazos una parte de los blancos, redondeados y bien inflados pechos y llegaba hasta  los muslos un poco mas abajo de las anchas caderas. Caminó hacia mi con los tacones puestos, que espectáculo, que voluptuosidad en movimiento, parecía una de las mujeres rellenas de erotismo desbordante de las pinturas de Fendi. Precipitada y torpemente trate de quitarme la ropa a jirones, ella me detuvo, -despacio joven, tenemos toda la noche, no quememos toda la leña en el fuego tan rápido, ve y date un baño.- Que torpe me sentí muchachos, le dije a mis amigos-, entré al baño, me desnude y me bañe. Al salir me encontré con la desagradable sorpresa de que no habían toallas, solo la pequeñitas de mano; que dilema, desnudo no me atrevía a salir, con la toallita tapándome menos, salí en calzoncillos dispuesto a darme un gustazo con el manjar lujurioso que me esperaba anhelante en la cama.

Mis amigos se levantaban de la banca del parque, revoleteaban a mi alrededor gesticulando, riéndose y fantaseando lo que ellos hubiesen hecho en mi lugar, exageraban, guapeaban y yo me reía viéndolos actuar como estrellas de porno.

Me acerqué a la cama tratando de acomodarme a su lado pero la lujuriosa hembra en una hábil maniobra me situó encima de ella, yo me apresté a la embestida, pero por segunda ves me detuvo; espera muchacho calenturíoso,- me dijo, , -miráme a los ojos, habláme, huéleme, saboréame de a poco, sorbitos suaves y lentos,- siguió diciendo mientras me besaba intensamente, su boca carnosa y jugosa me supo a mango maduro. Luego me fue empujando suavemente a que comenzara por los pies, me deslice sobre su cuerpo hacia abajo, y ese contacto, ese roce de los generosos pechos, del estomago palpitante, del frondoso vello púbico erotizaron mis sentidos entrando en combustión. Mis besos y mi ardiente lengua comenzaron a subir por sus pantorrillas mordisqueando de vez en cuando, ella con sus gemidos, con sus movimientos y sus manos me iba guiando, me hacia seguir o me detenía en sus partes mas erógenas; mordisquear sus rodillas en especial la hacían estremecer, aullar de placer. Sus muslos, gruesos como dos columnas de templo romano, blancas como el mármol se abrían, se cerraban, cimbreaban y me aprisionaban.

No hablaban mis atentos seguidores, mudos, expectantes, casi que viviendo el momento me escuchaban en silencio, cada uno imaginando mis emociones, mi vivencia, mi excitación.

Abrió sus piernas en compas y los gruesos muslos dejaron al descubierto el sexo abultado, frondoso, exuberante, acogedor y receptivo. Era una selva húmeda, tibia, palpitante, olorosa a frutas maduras y atardeceres otoñales. Me sumergí sin brújula ni norte, bucee en sus profundidades hasta la asfixia, hasta que se abrió la ostra y la rosada perla emergió dándome sus mieles, sus jugos, sus placeres.

Y…, luego qué, me apresuraban los muchachos a seguir con la historia. Luego escale sus caderas, me acaballe en sus redondas y blancas ancas y la cabalgue con ímpetu toda la noche, ella galopó a mi ritmo, desbocados, fervorosos, estremecidos, sin tiempo ni conciencia, con vehemencia, en un paroxismo de placer y locura que nos llevó a cumbres insospechadas de deleite y gozo.

Amaneció, les dije a mis amigos, y ahí estábamos, temblorosos, empapados en sudor, en sexo, mudos, extraños, sin saber que hablar, vacilantes, en la reducida cama apretujados. Ella se levantó trémula, cansadamente recogió la ropa y se vistió en silencio, con parsimonia, un débil rayo de luz entro por la ventana iluminando su cara, estaba ojerosa, despeinada, pálida. Dibujó una leve sonrisa en su rostro y me dijo, -gracias muchacho, gracias por los ímpetus, por el goce, chao.- Me levanté de la cama para pedirle el teléfono, para saber su nombre, pero ya había cerrado la puerta tras de si y se había marchado para siempre.

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