Un polvo fatal


El hombre salió del baño orgulloso mostrando a su mujer la dureza de su otrora muerta virilidad. La tocaba, la sobaba, sentía en sus manos un hierro candente, una espada en vilo dispuesta a penetrar la carne mas dura o el cuerpo mas ardiente. Ella, atada de pies y manos a los barrotes esquineros de la cama, ataviada con un diminuto panty rojo sin entrepierna esperaba ansiosa al potente marido, que como un toro de lidia se abalanzó sobre ella en medio de bufidos y resoplidos.

Ambos sesentones, pero con un espíritu juvenil que hacían la envidia de cualquier pareja; eran el prototipo de los viejos-niños; personas de la tercera edad que se niegan a envejecer, que viven en constante aventura y exploración. Se habían conocido unos meses después del divorcio del hombre. Ella, cincuentona, delgada y morena, de cuerpo fibroso, curtido por el sol; emanaba vitalidad, alegría y unos deseos inmensos de viajar y lanzarse al mundo en busca de retos y desafíos. Esa actitud lo había seducido, lo había enamorado; el, que era un tipo hosco, solitario, sobreviviente de un mal matrimonio con una mujer que lo había hecho replegarse en si mismo, creando una caparazón que lo protegía de la ordinariez y vulgaridad de su ex. Como una tortuga escondía su cuerpo y sus ansias de vivir dentro del blindaje hermético de la coraza.

Antes de lanzarse sobre ella rodeo la cama mostrándole sus renovados brios. No creía ser cierto lo que sopesaba en sus manos, caminaba orgulloso, triunfal y eso; hacia que ella se retorciera de placer y ansiara tenerlo en su interior. Le gustaba el juego de la seducción, de llevarla hasta el extremo de que le rogara, que hambrienta como una loba en celo le suplicara que la poseyera en medio de gritos, mordiscos, arañazos y palabrotas; por que eso si, ambos disfrutaban del vocabulario morboso que vociferaban y susurraban en medio del alboroto y la algarabía sexual. 

Al comienzo el hombre se acerco con cautela hacia ella. Las heridas de su divorcio aun sangraban. Aunque amaba su libertad y soledad, era reacio a entablar cualquier relación que lo limitara. Disfrutaba los fines de semana irse a las montañas en solitario acampando en una pequeña carpa en medio del bosque, usualmente a orillas de algún caudaloso rio. Pescaba, cazaba, era amante de las armas y hacia largas caminatas por el bosque oyendo la naturaleza susurrarle al oído; el bullicio de los pájaros, las guturales voces de los animales llamándose unos a otros y el murmullo cristalino del agua. En esos momentos se sentía pleno, feliz; solía pensar que en una vida pasada había sido un guerrero indio, de los últimos que habían quedado después del exterminio de los españoles.

Cogió de la mesa de noche una larga pluma de ganso y se la pasó a su ansiosa esposa por el cuerpo: comenzando en los pies fue friccionando suave y lentamente la pluma, en las rodillas se detuvo un rato y en movimientos circulares le provoco un estremecimiento que le indico el grado de excitación al que la iba llevando. Subió por los muslos erizando la piel del estomago y despertando los pezones que firmes lo retaban a disfrutarlos. Ignoro el sexo y siguió el recorrido por la parte baja del vientre, jugueteó con el hoyuelo del ombligo hasta notar unos ligeros espasmos en el cuerpo. Avanzo por el estomago en dirección a los pechos, se detuvo a rozar los pezones circularmente y a medida que los arropaba con la pluma se erizaban, se entumecían, se abultaban. Recogió del estante un tarro de miel de abeja que previamente había calentado y le vertió un chorrillo en cada rígido pezon; ella se contorsiono, gritó de lujuria abriendo y cerrando las piernas tratando de frotar entre ellas el sexo. Lamió suavemente cada pezon con la punta de la lengua y luego le dio de beber el nectar que había succionado, ella intento morderle la lengua pero el se retiro. Siguió con la pluma al cuello y acaricio el mentón, ella abrió la boca lujuriosamente, la beso de nuevo con premura, con desorden y luego se desprendió, ella quedó esperando mas.

La primera ve que salieron juntos el estaba nervioso, no sabia como actuar, había pasado tanto tiempo en ese infierno que le rehuía a todo acercamiento femenino. Habló poco, escuchó mucho, mas sin embargo todo el tiempo la miro a los ojos, estaba absolutamente convencido de que los ojos eran el reflejo del alma, de las buena y malas intenciones de las personas, que los ojos no mentían, las palabras si; nunca le había fallado esa percepción. Y, ahora lo confirmaba, veía a través de esos negros ojos una inmensa nobleza, un corazón de niña y una mujer por descubrir. Los encuentro se repitieron, de las charlas y las miradas pasaron a los abrazos, a los besos, a las caricias y de las caricias a pasar la noche juntos.

De eso hablan pasado mas de diez años y como todas las parejas los altibajos surgieron, pero el balance era muy positivo, fueron construyendo una complicidad, una camaradería que los unía cada vez mas. Ella también disfrutaba de la naturaleza y la vida agreste. Cuantas veces, en el bosque, tendidos en la hojarasca, desnudos, con los sonidos mas primitivos de la naturaleza orquestados con sus gritos y ayes hicieron el amor, se entregaron a la pasión hasta fundirse, hasta convertirse en animales de la selva acoplados en un primitivo nudo sexual indisoluble.

Pero el tiempo, el implacable correr del calendario que nos lleva a la cúspide en la juventud para luego soltarnos a rodar por la colina cuesta abajo fue haciendo mella en su vitalidad, en sus ansias y sus brios hasta sumirlo en la impotencia, mas sin embargo ella, con su sabiduría chamanica, lo llevo de la mano, casi que arrastrado al medico; personaje que el aborrecía pues de niño, con una dolencia en sus piernas, su mama lo paseo de medico en medico que mas que sanarlo lo torturaron con terapias y medicinas creándole una fobia incontrolable hacia los galenos. Acepto acompañarla, un pequeño sacrificio por recuperar su agonizante falo.

Esa noche estaba estrenando la pastilla azul. Después de mucho pensarlo con su compañera decidieron escoger ese especial día por ser de aniversario, 13 años de camaradería, de aventuras, caminatas bajo las estrellas y sueños hechos realidad. Estaba expectante a la reacción que tendría con la milagrosa pastilla que había sido la revolución y salvación de las parejas cincuentonas y en especial de los hombres que habían salido caminando erectos de los cementerios de los pájaros caídos. Cenaron temprano, a eso de las 6 de la tarde y muy frugalmente para no entorpecer el efecto de la pastilla con una digestion muy pesada. En las dos horas anteriores a la ingestion de la pastilla se dedicaron al acondicionamiento del cuarto y los preparativos para la tan deseada cópula. Encendieron el incienso con olor a sándalo que los relajaba, para la música escogieron Fieras de Carmen Boza que tanto los excitaba en especial aquella estrofa sensual y atrevida que tarareaban a coro:
"Tenía tantas ganas como miedo a fallar y
hundirme muy profundo si te bailaba el agua,
luego te hiciste océano y estrella del porno fugaz.
En esa cama extraña, en aquel cuarto sin luz,
relamiéndonos el karma, guardando el luto de azul,
cierra bien la puerta y ábreme las piernas,
sácame la lengua, arrástrala por mi,
fieras hambrientas que me rodean sueltas".

Sobre la pantalla de la lamparilla de mesa colocaron un tul rojo que le dio un aspecto a cuarto de burdel, sus cuerpos semidesnudos se tornaron rojizos y las sombras se acrecentaron. El escenario estaba adecuado, se ducharon, se frotaron cuidadosamente sus partes intimas y salieron relucientes, olorosos, frescos, listos para el encuentro. 

Dejo caer la pluma al suelo y se le abalanzó. Ella abrió las piernas lo mas que pudo para recibirlo. El sexo, jugoso como una palpitante fruta madura abierta en dos mitades se preparo para la embestida. De un brinco, con una agilidad inusitada saltó a la cama, se arrodillo justo en medio de ella y se dejo ir hundiendo el apéndice entumecido en la fruta madura. El grito placentero y lujurioso que se escucho se confundió con el estentóreo y ahogado sonido que salió del pecho del hombre que en su caída no oyó nada. Trato de mover las caderas rítmicamente para comenzar la danza sexual, pero el peso y la rigidez del hombre se lo impidieron, atada de pies y manos, formando una cruz como el hombre del Vitruvio de Da Vinci no podia hacer mucho. Comienzo susurrándole al oido que estaba como nunca, entre risas y suspiros le dijo que se moviera que lo sentía muy profundo pero también muy pesado, el hombre no se movió, solo inclinó mas la cabeza recostada en su hombro. No podia verlo a los ojos, el intenso placer que sentía se fue transformando en preocupación, forcejeo un poco con ese cuerpo encima y sólo logró que se deslizara  un poco mas hacia la cama. La procuración se transformo en angustia y la angustia en pánico.

La rigidez de su otrora muerta virilidad se fue esparciendo por todo el cuerpo como una oleada de frío que va congelando todo lo que alcanza a su paso. El hombre entre mas se enfriaba mas pesaba, mas sofocaba, mas aterraba. Le dolían las piernas y las manos de tanto moverlas tratando de sacarlas de las ataduras, le sangraban las muñecas y los tobillos cuando a eso de las 6 de la mañana los vecinos oyeron sus gritos y en compañía de los bomberos y la policial derribaron la puerta.

Vendió la casa, se cambio de vecindario y recomenzó una nueva vida. Dicen, los que la han visto que suele ir los fines de semana a acampar en el bosque, a orillas de un gran rio y que en las noches sale a corre desnuda llamando a gritos a su esposo.

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