El verdugo

Jamas pudo olvidar aquella mirada, esos ojos suplicantes, desesperanzados y agónicos. Languideciendo, apagandose, dejando escapar su esencia vital, cerrándose para siempre. Y para siempre le quedo esa mirada. En sus sueños, en los lentos y largos amaneceres en duermevela, en el cielo cuando miraba pasar las nubes desde el vagón del tren rumbo a su trabajo, trabajo del cual estaba a punto de jubilarse. En otros rostros: en el de su esposa al despedirlo en las mañanas y desearle suerte en la oficina, ahí estaban esos ojos suplicantes, en los de sus hijos cuando accidentalmente se lastimaban y venían llorando hacia el a pedirle consuelo. Consuelo que nunca tuvo.


Esta gris mañana de invierno en especial estaba melancólico, retrospectivo, ensimismado en sus recuerdos, abriendo oxidadas puertas que el olvido y el tiempo habían cerrado para siempre. Eso creía el hasta ese momento.


Era muy joven cuando consiguió el trabajo como oficial de correcciones en el sistema penitenciario de los Estados Unidos. Había logrado lo que quería, estaba recién casado y su joven esposa lucia el abultado estomago feliz y orgullosa de su primer embarazo. Era una muchacha frágil e ingenua de Arkansas, “Country Girl” como el la llamaba. Creyente y devota, temerosa de la ira del Señor y observante fiel de los preceptos religiosos. El era un poco mas liberal, se había criado en Los Angeles en la zona este, suburbio de inmigrantes latinos, conflictiva por las pandillas juveniles, drogas y prostitución. Sabia por experiencia propia que la sola devoción y la fe no ayudaban mucho en esa parte de Los Angeles, había que actuar, había que corregir, había que castigar. Por eso entró al sistema penitenciario.

Se sentía parte útil de la sociedad, estaba ayudando a mejorar la ciudad donde vivía, teniendo bajo las rejas a las ratas, la escoria, la inmundicia, inmigrantes y a cuanto delincuente estuviera poniendo en peligro a los ciudadanos de bien, respetuosos y obedientes de las normas como se consideraba a si mismo.

Abrir y cerrar pesadas rejas metálicas para dejar pasar a los reos de un pabellón a otro, conducirlos por los fríos y despersonalizados pasillos, llenar papeles, tomar café negro todo el tiempo y de vez en cuando forcejear con algún recluso revoltoso para apaciguarlo, eso era su rutina, nada de lo normal, un poco alienante, deprimente y monótona, pero le gustaba, era útil y lo complacía.

A su tercer hijo se le presento la oportunidad de un mejor salario, una vacante en el pasillo de la muerte, la ultima morada de los condenados a la pena capital. Asesinos, depravados, violadores, locos, desquiciados e inocentes culposos habitaban este zaguán, pulcramente desinfectado, antiséptico, oliendo a nada, a vacío… a muerte agazapada. Lo tomó, necesitaba el aumento de salario para mantener a su familia.

No le dijo nada a su amada esposa, “para que mortificarla, no había necesidad de preocuparla”. Su formación religiosa y sus tradicionales principios conservadores no aceptaban bajo ninguna circunstancia la pena de muerte y mucho menos que su esposo trabajara en ese pasillo, que tuviera contacto con esas pobres almas condenadas, con esos afligidos espíritus descarriados del sendero del señor.

El condenado número 57, un hombre regordete con cara de niño de unos 47 años, juguetón y apacible, cariñoso con los chicos, tierno en caricias y afectos, se habla sobrepasado en sus demostraciones amorosas con los menores. Era un niño en un cuerpo de adulto, inocente alma condenada a a vivir en ese robusto cuerpo que solo quería contemplar, acariciar, besar y de vez en cuando poseer a sus compañeritos de juego. Se excedió en sus abrazos, en sus caricias sofocando y asfixiando a un menor. Estaba pagando por eso.

Se encontraba en la ultima celda, la que llamaban “el embarcadero”, pues de ahí seguía el cuarto con los grandes ventanales y la silla en el centro, la plataforma de lanzamiento hacia el mas allá. Allí lo conoció, lo sacaba en las mañanas al pequeño patio contiguo al pasillo para que recibiera un poco de sol. El condenado numero 57 salía de la celda esposado de pies y manos, caminaba muy lentamente, como tratando de detener el tiempo, de congelar el instante y no llegar nunca a su destino. Pero llegaba, se sentaba en el único banco de concreto que existía en el pequeño patio, no hablaba, levantaba el rostro hacia el sol para recibir la tibieza de los rayos matutinos y cerraba los ojos. Permanecía así casi todo el tiempo hasta que desandaba sus pasos para volver a la celda.

Al comienzo no le dio mucha importancia al hecho de caminar con el reo numero 57 por el pasillo, ponía en practica lo que le habían dicho sus compañeros mas experimentados; tratar por todos los medios de no tener contacto visual con el condenado, “los ojos son las ventanas del alma, un espejo donde se reflejan todos los pecados, las culpas, las miserias por las que el condenado pasó y si lo miras te trasmite su angustia, su dolor y te afecta”, le había dicho el supervisor.

Lo estaba cumpliendo hasta el día en que en vez de dirigirlo hacia el patiecito a tomar el sol lo condujo al otro lado, a la plataforma de lanzamiento. Al quitarle las esposas y recostarlo en la silla para comenzar a ajustarle las gruesas correas de cuero que lo sujetarían firmemente a la silla para evitar inconvenientes lo miro de frente mientras le ajustaba la correa del pecho. Los intensos ojos azules se le clavaron en los suyos, se aferraron como naufrago a tabla de salvación, el hombre dudo por unos instantes, se le trabo la correa entre las manos, parecía hipnotizado, comenzó a sudar frío, esa mirada le suplicaba, le gritaba en silencio desde el fondo de su alma que nó, que no quería morir, que lo siguiera mirando, que lo salvara.

El supervisor  lo noto intranquilo, acudió en su ayuda y terminó de sujetar las correas por el. Alcanzó a llegar hasta la pared donde estaban los controles que accionarían la palanca que terminaría con la vida del condenado numero 57. Se recostó a la pared pues sintió que se mareaba, que se desmayaba. Se controló, respiro hondo y por sus pulmones circulo el frío aire del recinto mezclado con el miedo, con el terror del condenado numero 57. Oyó a lo lejos la fría voz que le ordenaba accionar la palanca, la bajo, se quedó con ella en la mano mientras el condenado se retorcía, forcejeaba con la muerte en una desigual lucha, se le hinchaba el pecho, se tensaban las correas y de pronto soltaba el cuerpo y se relajaba, para instantes después volver al ataque, perdía impulso cada vez mas, se debilitaba, la muerte ganaba terreno, lo vencía, el condenado se orino, se le soltó el estomago y evacuo por la boca y por el recto, el ambiente se lleno de ese ocre y agrio olor que produce la impotencia, el pánico ante la inminente muerte. Un ultimo estertor y el condenado numero 57 expiró.

Camino a casa en el tren seguía respirando la fetidez de la agonía del condenado número 57. Llegó, se baño, se perfumó y en la noche cuando el silencio y la oscuridad saca de lo mas profundo de nuestra conciencia pecados y secretos se despertó sobresaltado, sudando a chorros. Pensó que se había orinado, que se le había soltado el estomago pues olía olía a excrementos, olía agrio, olía a muerte. Se baño de nuevo, tenia ese fétido olor impregnado en su piel, se jabono varias veces, se froto la piel con un paño; el vapor y la tibieza del agua lo calmaron, se serenó, se acercó al espejo y en la brumosidad de la empañada superficie no vio reflejado su rostro, vio los intensos ojos azules mirándolo desde el mas allá, implorándole, suplicándole que nó, que no lo dejara morir.

“El primer muerto siempre es así, se te queda pegado, te acompaña por mucho tiempo, ya vendrán los otros e irán sepultando ese recuerdo hasta que se te olvida por completo”, le dijo su supervisor en la oficina cundo lo llamó en la mañana siguiente para evaluarlo por el incidente anterior. “Yo estoy a punto de retirarme y lo he recomendado a usted para reemplazarme”, continuo diciendo y termino: “Confío en usted, le tengo fe, no me haga quedar mal”.

Pasaron 30 años y 62 ejecuciones desde aquella conversación, no se acordaba de ningún rostro, no sentía ojos que lo atormentaran solo los del condenado numero 57 que lo habían acompañado durante toda su vida. Estaba acostumbrado, mas bien resignado a vivir con esa angustia, con ese dolor que una que otra noche lo desvelaba.

Ahora era diferente; esta ultima ejecución marcaba el fin de su carrera, su retiro seria al siguiente día.

El condenado número 63 “que coincidencia” pensó, “el numero exacto de mis ejecuciones”, no le dio la mayor relevancia al hecho  y siguió leyendo el expediente. Hispano, 40 años, llevaba 15 encarcelado, acusado de violar a una señora de 50 años en su apartamento cuando el tenia 25 de edad, había entrado por la ventana y después de abusar de ella la degolló sin ningún asomo de misericordia, estaba pagando por ello y ese día era su ejecución. Siempre había gritado que era inocente, que de coincidencia pasó por el lugar y lo aprehendieron inculpandolo de un delito que no cometió.

Este si forcejeó, pataleó, vociferó, amenazó e insultó a todo los que a rastras lo llevaban, casi que cargado a la silla del cuarto con ventanas grandes. Justo después de que el condenado numero 63 se aquietó para siempre en la silla, llegó la carta del abogado defensor con la muestra del ADN del acusado demostrando que era inocente, que habían juzgado, condenado y ejecutado al sujeto equivocado, a un inocente hombre.

Se descompuso, comenzó a sudar frio a respirar agitadamente. Corrió hasta los baños de la penitenciaria y sentado en en el retrete se le vinieron a la memoria todos los 63 ejecutados, uno por uno desfilaron por su mente gritándole “inocente”, “no culpable”. Se desabrocho el cuello de la camisa y la corbata, se le dificultaba respirar, se ahogaba. “A cuantos, a cuantos inocentes he matado”. Iban y venían por su mente todos ellos, casi que reales, los veia, casi que podía tocarlos, sentirlos, pero faltaba uno, el primero, el condenado número 57, al que siempre había esperado toda su vida.

El condenado numero 57 abrió la puerta del retrete y le dio la mano; “venga, lo he esperado todos estos años, vamos que mis 62 amigos y yo le tenemos una cálida bienvenida!”. Se levantó y miró hacia atrás, su cuerpo yacía en el piso en medio de la inmundicia de sus excrementos, ahogado, yerto, frío.


 

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