Una impertinencia
Definitivamente la tía de mi esposa es un personaje único e irrepetible (afortunadamente). De esas personas que nacen muy rara vez en el inconmensurable universo y que por cosas del destino llegan a viejas sin madurar por dentro. Como los mangos del árbol de la casa que se caen prematuramente aun estando biches y se malogran. Claro que la tía no se ha malogrado, simplemente no maduró, se quedó en la etapa de los porques, sin lograr entender muy bien lo que pregunta y porque lo pregunta.
Lo vivido, lo conocido
y experimentado a través de su largo caminar por la tierra le entró por los
orificios de sus cinco sentidos y no los retuvo; después de hacerles una ligera
digestión los expulsó por el orificio que todos conocemos y que nadie nombra.
Repito, no es mala gente, ni más faltara, solo que habla y actúa sin procesar,
ni analizar, ni filtrar lo que dice, así de simple, así de natural y espontánea
como un bebe aprendiendo a hablar.
Y ya después de este
preámbulo introductorio, paso a narrar una de sus múltiples e infinitas
ocurrencias.
Sucedió un día
cualquiera en el que iba acompañando a mi esposa (su sobrina), a una cita de
odontología. Era un viaje largo, de aproximadamente una hora, el cual hicieron
en relativa calma por el simple hecho de que la tía no habló; durmió durante
casi todo el viaje.
Al llegar, la tía antes
de bajarse hurgo con sus manos en el bolso que llevaba y después de unos
segundos interminables en los cuales casi se mete de cabeza al bolso buscando
algo, logró con las manos palpar un envoltorio y descansó; se le alumbró la
cara radiante de felicidad.
Llegaron a la recepción. Después de una corta espera llamaron a mi esposa al consultorio. La tía se
levantó de la silla como impulsada por un resorte y adelantándose a mi esposa
pidió a la enfermera que la dejara pasar con su sobrina como acompañante. La
enfermera miró a mi esposa con signos de interrogación en los ojos, pero ante
la insistencia de la tía, la dejo pasar.
Durante el tiempo que
duró la revisión a mi esposa, la tía metía las manos en el bolso, palpaba el
envoltorio sin sacarlo, lo sobaba, lo apretaba y luego retiraba las manos para
después repetir la acción. Ya finalizando la intervención de mi esposa, la tía
volvió y saltó del asiento con una energía inusitada para su edad y se
apoltronó en la silla de odontología.
Mi esposa, un poco
sorprendida ante el brusco movimiento de la tía al sentarse de golpe en la
silla, le preguntó qué, que pasaba, que ya se tenían que ir. La susodicha no
contestó, metió ambas manos en el bolso para sacar el envoltorio que tanto
había sobado. No lo encontró, hurgo, revolvió, se metió de cabeza al bolso y
nada; un sudor frio le aperló la frente, abría los ojos, miraba a todos los
lados, hasta que finalmente, sus manos palparon el preciado envoltorio; lo
mostró con el brazo extendido y la mano en alto como el buzo que saca una perla
del fondo del mar y saliendo a la superficie la exhibe con aire de orgullo.
-Señorita, - le dijo a
la enfermera blandiendo el envoltorio y procediendo a destaparlo.
Como la tía había
estado por Colombia una semana antes, mi esposa supuso que le traía a regalar a
la enfermera algún dulce típico o artesanía. -Bonito detalle de la tía, pensó
mi esposa.
Comenzó pues la tía
lentamente el proceso de desenvolver el paquete, parecía envuelto en papel
higiénico pues le daba vueltas y vueltas tratando de desenrollar la envoltura y
llegar al preciado tesoro. Hasta que, por fin, dejo rodar sobre la palma de su
mano dos pequeñas piezas de marfil.
La enfermera y mi
esposa se acercaron para mirar con curiosidad las dos pequeñas joyas que la tía
guardaba con tanto esmero y que le bailaban en la palma de la mano.
Antes de que las dos
pudieran acercarse a identificar las piezas, la tía abrió la boca
exageradamente y con la mano libre señaló dentro de su boca el lugar exacto al
cual pertenecían esas dos piezas de marfil.
-Son mías, se me
partieron, quiero que me las pegue, aprovechando que estoy aquí. -Exclamó la
tía con el convencimiento absoluto de que tenia el problema resuelto y sin
gastar un céntimo.
La enfermera, una linda
y joven criatura prefabricada y cincelada con bisturí y el glamur de Brickell
Avenue dio dos pasos atrás aterrorizada, un gritico ahogado le salió de su
preciosa boquita. Se llevó las suaves y blancas manos a la boca mirando
alternativamente las piezas dentales y la boca abierta de la tía.
Mi esposa, ante el
estupor de la frágil y delicada enfermera reprendió a la tía exigiéndole que
guardara sus dos tesoros de marfil en el bolso y se fueran inmediatamente del
lugar. La tía insistió abriendo más la boca, -solo hay que pegarlas, -balbuceo
mostrando las piezas de nuevo, -no tardara más de cinco minutos niña, por
favor, -terminó diciendo en tono de súplica.
Casi que arrastras y
empujones mi esposa condujo a la tía por el pasillo del consultorio hasta
alcanzar la salida. Mas sin embargo la tía seguía insistiendo en que le pegaran
la muela con la obstinación de un niño pidiendo más helado en una fiesta.
Alcanzaron la salida y
mi esposa respiró tranquila y calmada, la tormenta había pasado. Ya en el carro
de regreso, la tía sobó con infinita tristeza sus preciados molares, los empacó
de nuevo con mil vueltas de papel, los guardo cuidadosamente en el bolso, se
recostó en el asiento y se durmió.
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