Una batalla de nunca acabar

 


De lunes a viernes sagradamente suena el despertador a las cinco de la madrugada.  Desde que me acuesto estoy pensando en ese sonidito fastidioso que me obliga a levantarme a esa hora de la mañana. Pero es un sacrificio que a mi edad tengo que hacer si quiero llegar en buena condición física hasta el día en que vuelva a convertirme en polvo, tal como lo fui en el momento de la sagrada concepción.


A la una de la madrugada me despierta la primera orinada de la noche; me levanto con resignación. Antes de volver a la cama miro el reloj para comprobar cuánto falta por dormir. Cerca de las cinco me despierta otra vaciada de vejiga; ya no me puedo quedar dormido.


Me siento al borde de la cama dispuesto a empezar la rutina de ejercicios, cuando de pronto; en mi hombro izquierdo aparece el sátiro que aun llevo a cuestas. Es un fauno con cuernos de becerro, patas de cabra y cola de demonio. No ha envejecido para nada, se conserva joven, vigoroso y con la libido alborotada. 


-Mírala. -me dice, haciendo que gire la cabeza para observar a mi esposa que plácidamente duerme en la cama.


-No es bella aun?


-Sí. -le contesto adormilado.


-Y que esperas? -Luego me susurra al oído, -aprovéchala y quédate a su lado.


La veo de nuevo acostada boca abajo, la cobija le cubre a medias el cuerpo; una pierna le queda al descubierto, también parte del hombro y espalda; el pelo, enmarañado le esconde la cara.


-Viste?, ya te estas excitando, yo te conozco. -me insinúa mientras hunde su pequeño tridente en mi cuello. 


Es cierto, se ve provocativa. Toco suavemente la piel de su espalda; esta cálida y suave. Cedo a mis carnales apetitos y trato de acostarme de nuevo a su lado para abrazarla por detrás.


Un instante antes de ejecutar el impulso de acostarme, en el hombro derecho aparece la contraparte; este es un rechoncho y bonachón elfo, muy serio y circunspecto que con sus manos me estira el lóbulo de la oreja derecha para llamar la atención. 


-¿Que haces?, ¿en qué quedamos? -me recrimina con un vozarrón potente que no va acorde con su benévola carita. Lo miro disgustado, le respondo que no es problema suyo, que se retire, que desaparezca, que no se meta en donde no lo han llamado.


-Aguafiestas, le grito al intentar acostarme de nuevo.


Se cuelga de mi oreja, escala el cuello y trata de meterse por el oído para gritarme.


-Te la pasas ocho horas sentado frente al computador en tu trabajo, llegas a casa a ver televisión, comer y dormir, tu cuerpo se esta oxidando, las articulaciones…. -Ya, ya, deja esa cantaleta que me la conozco de memoria, -le espeto para interrumpir su discurso. 


Al otro lado, el fauno se ríe a carcajadas y brinca en mi hombro como enano de circo al notar que desprecio al elfo y le obedezco cediendo a mis apetitos mundanos. -Dale, -me dice notablemente emocionado y triunfalista. -Bésale el cuello con suavidad, que se vaya despertando de a poquitos y dispuesta.


El elfo no estaba dispuesto a aceptar su derrota. -Acordate ayer, -me dijo muy serio. -Te fuiste a levantar de la silla en tu trabajo y te flaqueo la rodilla izquierda; ¿te asustaste verdad? Me detuve un instante y reflexioné acerca de ese olvidado incidente. Fue cierto y lo primero que había pensado era que necesitaba hacer mas sentadillas y caminar de prisa en la máquina. -Entonces?, -me cuestiono el elfo como si escuchara mis pensamientos. -que haces acostándote, vamos a ejercitar esa rodilla! ¡Levántate!


Con pereza y sin ganas me senté de nuevo al borde de la cama. Mire por la ventana, estaba oscuro; al lado en un asiento esperaban por mi las zapatillas y la ropa deportiva que mi esposa cuidadosamente había colocado la noche anterior. Estire la mano para alcanzar la indumentaria. El fauno, furioso me clavo varias veces el tridente en el hombro para hacerme reaccionar. -Te estas haciendo viejo y después no vas a poder, aprovecha ahora que aun te quedan fuerzas, no vengas mas adelante a llorar tus penas conmigo. -dijo muy circunspecto.


-Tapate los oídos, -rezongo el elfo, -si estas en forma podrás disfrutar a tu esposa por muchos años, vestite y comencemos la rutina de ejercicios. -Vamos, yo te acompaño. -recalcó pampeándome el hombro.


-Que no!, ¡que no!, -gritaba el fauno, rojo de la rabia. -Quédate un poco, media hora, la disfrutas y después haces ejercicios. –me insinuó el fauno con voz seductora.


Titubee por un momento, mire a cada lado de mis hombros para tomar una sabia decisión. 


- ¿Que te crees, un muchacho? -reaccionó el elfo al instante. -Ya no estas para esos trotes, quieres que te de un patatús. Ahí si nos jodemos todos; ni a Santa Rosa ni al charco, -terminó diciendo con cara de tragedia.


Mientras elfo y fauno se enfrascaban en su acalorada discusión, tratando de imponer sus razonamientos sobre mi voluntad, yo, resignado en silencio me vestía, callado y sin hacer ruido, hasta que al levantarme de la cama y dirigirme al patio a comenzar la rutina reaccionaron asombrados. Los oía rezongar y echarse las culpas entre ellos mientras avanzaba.


Activé la caminadora y comencé a correr; ellos acallaron sus voces, se retiraron de mis hombros, no sin antes darse cita para el siguiente día a las cinco de la madrugada.








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