Escapando del infierno


I


La apretujó fuertemente como queriendo llevarse parte de ella en ese abrazo, o tal vez llevarla toda en su interior. Así como dormían abrazadas, así como apoltronadas en el sillón veían televisión, así como habían caminado juntas en la vida por más de veinte años. La soltó, abrazó a sus dos hijos y luego entre sollozos; cosa que no acostumbraba a hacer, dio media vuelta y avanzó decididamente hacia la puerta de embarque a saldar cuentas con su pasado.


El Salvador; desde el aire divisó ese pequeño país que la vio nacer y que para ella no le hacía méritos a su nombre, porque en vez de salvarla la había hundido en los profundos abismos del dolor, del miedo, del ultraje; llevándola de la mano a un infierno que ahora, después de muchos años de cicatrización y superación venía a enfrentar. Inclinó un poco más el asiento, cerró los ojos y se sumergió en un retrospectivo adormecimiento que la transportó a través de la bruma de los recuerdos a la lejana noche en que comenzó la pesadilla.


Era muy niña, tal vez en los trece o menos. Vivian en el campo, en una casa construida con paredes de adobe prensado y piso de tierra. Una división de tablas cortaba el fondo de la casa, dentro de ese cubículo había otra separación para formar dos habitaciones sin puertas. La otra parte tenía en una esquina el fogón de leña y a un lado unos desvencijados muebles de madera que hacían las veces de comedor y sala. Recordaba con claridad la negrura de las vigas que sostenían el techo y el olor a humo que les impregnaba la ropa y todo lo que habitara dentro de la casa.


Era muy tarde, no precisaba la hora, la noche estaba quieta y en silencio; solo un débil reflejo de los últimos rescoldos del fogón luchaban contra las sombras tratando en inútil batalla de sobrevivir a la oscuridad que poco a poco se apoderaba del recinto. Dormía en uno de los cuartos con su hermana mayor; una muchacha de quince añitos, impúber y virginal con una extraña belleza que le achinaba el rostro sin que se notara mucho el Síndrome de Down. "La chinita", como le decía ella cariñosamente dormitaba acurrucada a su lado. Había dos camas más en el habitáculo y pertenecían a sus hermanos; unos muchachos de veinte y tantos años, holgazanes, pendencieros y miembros activos de la Mara Salvatrucha. Las camas estaban vacías pues llegaban muy tarde a dormir y en muchas ocasiones ni llegaban; ella rogaba que esta noche tampoco vinieran, en inútil plegaria a unos santos que nunca la escuchaban.


Pero esa noche uno de ellos llegó dando tumbos contra las paredes, con un fuerte olor a licor y drogas.


Sintió que les arrebatan la delgada cobija que las arropaba. En la negrura de la noche solo distinguió dos ojos enajenados e inyectados de sangre y lujuria que se abalanzaban sobre ellas y a manotazos trataban de arrancarles la ropa, luego lo sintió saltar sobre ella para caer encima de la chinita. Sin pensar en las consecuencias de su osada intervención, se abalanzó sobre el para apartarlo de su hermanita, rodaron por el suelo y en el forcejeo quedaron abrazados; el descontrolado muchacho trató de soltarse para ir por la chinita, pero ella lo abrazó con manos y piernas para impedírselo. Este, viéndola fácil presa desistió de soltarse y acomodando su cuerpo en medio de las piernas empujo con fuerza las caderas rasgando virtuosidad e inocencia. Con un alarido ahogado tensó su cuerpo y temblando de pavor cerró los ojos, se mordió los labios para no gritar, pero se dejó hacer para proteger a la chinita en medio de un gimoteo ahogado, de una angustia infinita, en una noche interminable que la hundió en un infierno dantesco del que solo logro salir muchos años después.


El siguiente día cuando despertó, su hermano ya no estaba en casa y "la chinita" aun dormía apretujada a ella. La apartó sutilmente, intentó incorporarse, pero una fuerte punzada de dolor en el bajo vientre le impidió levantarse, retiró la cobija y horrorizada vio que su sexo y muslos estaban cubiertos de sangre seca. Haciendo un esfuerzo descomunal logro pararse para recoger sabanas y cobija ensangrentadas, se encaminó renqueando a la parte de atrás de la casa, hacia el lavadero. Un rectángulo techado con una lámina de zinc y en el suelo una tinaja grande que acopiaba aguas de lluvia para usarlas en las labores de cocina y aseo. Allí, con la cascara de un coco partida por la mitad recogió agua y se enjuago el adolorido y ultrajado cuerpo, lavó la ropa, despercudió sabanas y cobijas, pero el miedo, el olor a sudor mezclado con licor y sexo, los moretones y el peso del cuerpo de su hermano embistiéndola, eso no lo pudo lavar, no lo pudo borrar.


Se abrieron las compuertas del avión y el salubre olor del mar la recibió avivándole aún más los recuerdos, lacerando heridas ya cicatrizadas. La primera impresión que tuvo al salir del aeropuerto y enrumbar hacia su destino fue que el tiempo se había detenido, que esos veinte años de ausencia no habían avanzado en el tiempo, todo estaba igual, o todo estaba peor concluyó al detallar el deterioro de las calles, el abandono de los edificios, el ruinoso estado de las personas que en bullicio y montonera caminaban, vociferaban, gritaban o en silencio la veían pasar como en una proyección de película antigua, como una postal vetusta de callecitas empolvadas y pretéritas. Se alegro de haber emigrado tiempo atrás.


La mama, una mujer pequeña, aindiada y robusta, curtida en las labores del campo estaba ya en la cocina avivando las llamas del fogón para comenzar las faenas del día cuando ella entró maltrecha y adolorida.

-Ven apurate que estamos tarde, ayudame con esto, -le dijo la mama, -deja de hacerte la sufrida y corre a traer más leña, le ordenó. Tenía intenciones de abrazar a su mama y contarle entre sollozos lo ocurrido la noche anterior; se contuvo, conocía de antemano la respuesta. Sabía que defendería a sus hijos, que, acostumbrada a ceder y agachar la cabeza ante los hombres por temor y sumisión no la escucharía, no la consolaría ni defendería, lamentablemente era mujer y tendría que aprender a vivir bajo ese estigma, sometida y ultrajada, sin dignidad y en silencio. -Hazte la invisible, le diría su mama muchos años después ante el evidente abuso y maltrato de sus hermanos, -que no te sientan en la casa, que no te huelan en el cuarto, y así no te encontraran.


El taxi tardó más de una hora en llegar al asilo de ancianos donde desde hacía cinco años le rentaba un cuarto a la senil anciana que tenía por mama. Dudó en bajarse; por unos instantes de incertidumbre quiso decirle al taxista que enrumbara nuevamente hacia el aeropuerto para salir huyendo de esa confrontación. El pánico se apoderó de ella, las piernas no le respondían para apearse del carro. Se le agolpaban los recuerdos, se le acrecentaba el dolor, le cabalgaba el corazón en el pecho tratando de desbocarse de rabia, odio y resentimiento. Justo lo que no quería, justo en lo que había trabajado tantos años en Nueva York con su pareja, en el perdón, en el dejar ir, en pasar página. Respiró profundamente, aquietó el jadeo y serenó el pulso. Salió del carro y comenzó a subir los escalones que la conducirían al encuentro.


El siguiente día durmió casi que con los ojos abiertos escudriñando la oscuridad, con los oídos atentos a cualquier ruido que le avisara la llegada de los hermanos, presta a esconder "la chinita" debajo de la cama y poner ella el pecho, o más bien su cuerpo en el altar del sacrificio. No llegaron, ni esa vez ni muchas otras. Pero llegaban en la noche menos esperada y de un zarpazo rasgaban la quietud de la oscuridad; como una pesadilla se instalaban en la realidad de sus temores, ultrajaban sus ateridas carnes, penetraban su intimidad para luego, así como llegaban, perderse en la negrura de la noche dejándola en una infinita desolación y abandono. Desprotegida y ultrajada se abrazaba a la chinita sollozando, rezando; esta vez no por protección, sino para que se apiadaran de ella y se la llevaran a otra vida mejor.


En la salita de recepción de la casona antigua y desvencijada donde funcionaba el ancianato, mientras esperaba a ser atendida recordó cuando su mama, apenas cumplidos los quince años la ofreció en matrimonio a un vecino entrado en años. Era un hombre cincuentón de piel leñosa, cuerpo fibroso, solitario, hosco y malhumorado, pero con buena solvencia económica. Fue un trueque muy beneficioso para ambas partes. Por aquella época los hermanos estaban cumpliendo condenas, uno en la cárcel de San Salvador y el otro en México, por lo tanto, "la chinita" estaba a salvo de la violencia de los depravados por algún tiempo. Fue entregada al hombre como quien vende una vaca o una yegua, pues el tipo le reviso dientes, huesos, piojos en la cabeza y firmeza en los pechos. Satisfecho cerró el trato y casi sin mirarla ni hablar hizo un ademan con la mano para que lo siguiera. Así, caminando el muy de prisa y ella atrás dando brinquitos para seguirle el paso y con una bolsa plástica conteniendo sus escasas pertenencias llegaron a su destino. Otro infierno con diferente demonio.



II


A través de los amplios ventanales que daban a un patio enmarcado por altos muros descoloridos a punto de derrumbarse pudo apreciar un empleado de la institución empujando una anciana en silla de ruedas. Enfocó la mirada en la nonagenaria invalida; largo cabello completamente blanco y enmarañado, encorvada sobre su cuerpo y con la mirada fija en el infinito. La reconoció al instante, el rostro cetrino y surcado de profundas arrugas donde solo sobresalían como dos piedras de ónix los ojos impenetrables e inmutables que siempre la caracterizaron. Nunca la pudo mirar fijamente, nunca supo si estaba contenta o triste, ni una mueca de dolor, ni una mueca de afecto; cual estatua de bronce olvidada en un cementerio se fue acercando a ella y a su pasado.


Y el pasado le llegaba en vividas imágenes. Cuando recibió la primera paliza de su marido porque no le tenía la cena lista al llegar de trabajar entendió su destino, más cuando en la noche la despojó de la ropa y sin preámbulos y sobre la cama la obligó a colocarse de rodillas y codos para aparearla como el animal que había comprado supo que tenía que huir de este otro infierno. Aprendió si, a ser invisible como su mama sabiamente le había enseñado; pero el marido, silencioso e imperceptible se le aparecía cuando menos lo esperaba; un golpe, una cachetada, un insulto la devolvían a la realidad, y en las noches la violación consentida por el sagrado vinculo del matrimonio pactado hasta que la muerte los separase.


No percibió que estaba embarazada sino al séptimo mes cuando en la quietud de su miseria y soledad sintió que en su vientre algo se movía. Una momentánea explosión de júbilo la invadió, pero al segundo comprendió el triste destino que le esperaba a su retoño. Entró en pánico, quiso arrancarse de sus entrañas esa vida que se gestaba. Preparó te de Ruda, infusiones de Boldo, emplastes de Árnica y Valeriana que sabía, por su mama que eran abortivos naturales, nada le funcionó, el feto luchaba ferozmente por ver la luz del día, se aferraba en su interior obstinadamente. Cuando por fin lo tuvo entre sus brazos, con la carita arrugada y roja, envuelto todavía en el líquido amniótico le preguntó, - ¿porque naciste?, creyó ver una sonrisa de triunfo en ese rostro que no paraba de llorar.


Aparentemente la anciana cuando estuvo cerca de ella no la reconoció, su rostro siguió inmutable, con la mirada fija en un punto inexistente más allá del horizonte. Se sentó frente a ella, la miro hondamente tratando de reconocer a la mujer de la cual ni tuvo tiempo ni quiso despedirse al partir veinte años atrás. Intentaba encontrar rasgos de su mama en esta decrepita mujer que tenía en frente, no hubo similitud, era una desconocida, le tomó las manos, huesudas y secas como dos ramas inertes, las soltó al momento asustada criticándose por impulsiva. Guardó silencio mientras ordenaba sus ideas, tenía tanto que decirle, tanto que reprocharle y gritarle que no sabía por dónde empezar. Su mente iba y venía dando saltos a su pasado tormentoso.


Se aferró a su bebe, lo tomaba entre sus brazos y le prometía sacarlo del infierno en que vivían, le juraba llevárselo muy lejos, no tenía la menor idea de cómo hacerlo, pero lo iba a intentar. Los abusos se hicieron más frecuentes, el marido montaba en colera cada vez que escuchaba al niño llorar, en más de una oportunidad intentó golpear al bebe para acallar su lloriqueo, pero ella se interponía recibiendo golpes e insultos. En una ocasión, se acordaba muy bien, salió con su bebe de la casa y se sentó en la banca de un parque cercano a esperar a que el esposo se serenara de uno de sus arranques de colera. Se le acercó un muchacho, un poco mayor que ella, entablaron conversación y al poco tiempo se estaban riendo y platicando como si fueran viejos amigos. Se hicieron confidentes, se veían a menudo, a escondidas, clandestinamente, se contaban penas y se consolaban mutuamente, ambos eran víctimas de abuso y maltrato.


Respiró profundamente, miró a la mama detenidamente, rebuscó las palabras adecuadas para hablarle, pero no le bullía nada. - ¿Sabes a que he venido?, le dijo por fin. La anciana no se inmutó, - ¿Quiero saber por qué lo permitiste?, volvió y la cuestionó. No hubo respuesta, sintió que perdía el tiempo, que el viaje había sido inútil. Se echó hacia atrás para recostarse en la silla. Un silencio infinito las invadió, y en esa pausa la soledad y el abandono volvieron a apoderarse de ella, se sintió desprotegida de nuevo, cerró los ojos y retrocedió en el tiempo.


Abrazó fuertemente a "la chinita" prometiéndole que volvería por ella, se soltó con lentitud desgarrando su corazón en esa despedida. Levantó del suelo hijo y maleta para dirigirse a las afueras del pueblo donde la esperaba su salvador. Habían aprovechado esa semana en que su marido por motivos de trabajo estaría ausente; planificó todo con su amigo, pagaron al coyote, compraron pasajes, concretaron la ruta y como una parejita de casados y enamorados pusieron la brújula hacia el norte, a la tierra de la libertad. Casi dos meses duró la travesía, durmieron a la intemperie escondidos en matorrales, caminaron de noche por el desierto, se escondieron por días bajo el intenso sol de verano; el niño ya de tres añitos soporto estoicamente las peripecias y afugias de la aventura. Ella lo toleraba todo con optimismo e ilusión pues había escapado del suplicio, de ahora en adelante todo lo que hiciera, todo lo que le ocurriera sería una bendición comparada con la vida que dejaba a sus espaldas.


Abrió los ojos, exhaló un suspiro y miró de nuevo a la anciana, creyó ver dos lagrimas que rodaban tortuosamente por los surcos de las mejillas, se acercó para verla mejor, le tomó de nuevo las manos. - ¿mama soy yo, me reconoces?, le dijo expectante. Percibió un leve apretón de manos, contuvo la respiración, se le hizo un nudo en la garganta, ahora era ella la que no podía hablar. De pronto, el desprecio y la rabia que aun anidaban en su corazón se tornaron en lastima, en un inconmensurable pesar por esa anciana que se consumía en un océano de soledad, de abandono.



III


Llegaron los tres a Nueva York, se instalaron en el sótano de una casa en el Bronx. Ya libres de abusos y miedos una noche después de tres meses de estar compartiendo el sótano y al calor de unos tragos, se preguntaban entre risas y confidencias porque a pesar de estar juntos y compartir tantas aventuras no habían avanzado más allá de una simple amistad. Él le reveló que la principal razón de abandonar su país era que se sentía atraído por los hombres y que en más de una ocasión en la escuela había sido objeto de burlas y atropellos por parte de sus compañeros. Ella suponía que el maltrato y abuso de sus hermanos y marido le habían creado una aversión al contacto masculino. No se habló más del asunto, siguieron sus vidas normales ayudándose mutuamente.


-Mama, sé que me escuchas, -le dijo después de tragar saliva para contener el llanto. Trató inútilmente de traspasar la negrura de esos impenetrables ojos que ahora la miraban fijamente, quería llegar al fondo, ahondar en el alma de esa decrepita anciana, buscar respuestas, intentar entenderla. Imposible, solo hacia conjeturas, adivinaba conclusiones. ¿Que lleva a una madre a tragarse el abuso de su hija por parte de otros hijos?, se preguntaba una y mil veces y no hallaba respuesta alguna. Tan grande fue el miedo que su mama le tuvo a sus dos hijos como para guardar silencio y mirar hacia otro lado. Pero, concluía, es que uno defiende y protege a sus hijos hasta con la vida misma, lo había experimentado ella en el desierto cuando la travesía. Lo recordaba nítidamente; su hijito dormía a la sombra de unos arbustos mientras esperaban a que la guardia fronteriza se moviera del lugar para poder avanzar. Al voltear a mirar a su pequeño, una serpiente salió de entre unas rocas y avanzó sigilosamente en dirección al niño, sin dudar un instante se levantó como impulsada por un resorte y de una certera patada la lanzó lejos del lugar. Era una culebra cascabel, le dijo después el coyote, habría sido mortal si hubiera mordido a alguno de los dos, concluyó.


A los siete meses de vivir en Nueva York volvió y sintió otra patadita en el vientre. Después de tres meses tuvo su segundo hijo. Fue un parto normal, pero con la crianza del bebe comenzó a revivir su época de martirio en San Salvador. Se despertaba bañada en sudor, sentía en duermevela a sus hermanos saltando sobre ella en medio de la oscuridad. El olor a leña humeando que asociaba con el infierno de su infancia lo tenia impregnado en su ropa, en el sótano donde vivía lo respiraba por todos los rincones. Desesperada y angustiada decidió acudir a una psicóloga por recomendación de su amigo.


La profesional, una panameña asignada especialmente para ella por que hablaba español la recibió en su despacho con tanta amabilidad que al momento sintió que entraba a un oasis de paz y tranquilidad. Estaría en los treinta, mulata de carnes firmes y abundantes, pelo negro rizado, sonrisa fácil y contagiosa, poseedora de unos ojazos negros como los de su mama, pero a diferencia de esta eran una ventana abierta donde se percibían alma y sentimientos. Desde los primeros encuentros se sintió tan a gusto que abrió la llave de su dolor y dejó correr miedos, fantasmas y demonios que aun revoloteaban en su interior. De la mano de la psicóloga, en un proceso largo y desgarrador fue cicatrizando heridas; sepultó odios, enterró enconos, despidió rencores y soltó inquinas. En las ultimas semanas de terapia decido confesarle a la psicóloga que había encontrado el amor de su vida. 


Le acomodó un poco el enmarañado cabello a la anciana mientras le secaba las lágrimas. Poco a poco mientras la cepillaba le fue contando todo lo vivido por ella en estos veinte años de ausencia, fue un proceso purificador. Sabía, que desde algún lugar muy recóndito su mama la escuchaba pues de vez en cuando le apretaba más la mano y percibía un destello de luz en la negrura de sus ojos. Le habló del alivio que sintió cuando le llegó la noticia de la muerte de uno de sus hermanos en la penitenciaría de México, del dolor desgarrador al saber de la muerte de "la chinita" y de como la culpó a ella de esa muerte y que por eso y muchas cosas más nunca quiso saber de su suerte, por tratar de cortar con su nefasto pasado, de olvidarlo todo. -Ahora soy feliz mama, -le dijo al terminar de hablar. -Gracias a ti, continúo diciendo - pude reunir la fuerza para escapar, gracias a lo que viví pude fortalecer mi carácter para educar a mis hijos y guiarlos por el buen camino con mano firme. Le dio un beso en la frente, le soltó las manos y se encamino a la salida.


Emergió del pasillo de desembarque del aeropuerto La Guardia en Queens, al fondo entre el tumulto alcanzó a distinguir al amor de su vida. Aligeraron el paso para acortar distancia. Ella soltó maletas y se le abalanzó, se fundieron en un abrazo, se besaron con intensidad. -Te extrañe, le dijo la psicóloga mientras recogía la maleta del suelo para seguir caminando abrazadas. 

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