Una historia de sexo compartido



Reviviendo la vida conyugal


Estaba casada desde hacía tanto tiempo que no se acordaba haber sido soltera alguna vez. El marido fue el primero en profanar su castidad; lo era todo para ella, su guía, su faro, su razón de ser… hasta que un día él decidió cambiarlo todo.


La monotonía lo estaba aburriendo, la rutina le estaba apagando la vida sexual que en un comienzo ardió como volcán en erupción. Un sábado decidió hablar con ella. Con unos tragos en la cabeza y cuando ya habían perdido cualquier asomo de razonamiento la convenció de integrar una tercera persona al lecho matrimonial. Ella, enamorada, con la mente embriagada dijo que sí, pero no lograban llegar a un acuerdo si sería hombre o mujer. Después de ingerir otras copas para reforzar la decisión y acallar cualquier duda, salieron en carro a buscar en la zona de tolerancia algún candidato(a) disponible a esa hora de la madrugada.


Dieron varias vueltas por el bulevar del centro; donde caminaban de arriba abajo proxenetas, prostitutas, transexuales, gays, lesbianas y cuanta alimaña rara y exótica existiera en aquel mercado del sexo. Entre este no, ese tampoco y esa menos; se les estaba yendo el tiempo y las ganas. En una esquina un poco alejada del bullicio, bajo un débil farol se recostaba una figura diminuta; se acercaron, parecía una niña angelical en medio de ese lupanar palpitante. No aparentaba más de quince años; de rostro impúber, mirada lejana y sonrisa fingida, parecía un tanto asustada cuando bajaron la ventanilla del carro para hablarle. Se desprendió de la comodidad del farol y se acercó lentamente. La falda corta y raída le dejaba al descubierto unas famélicas piernas blancas y delgadas sostenidas en un par de altos tacones; arriba la blusa de lino transparente exponía unos pechitos infantiles pero apetecibles. Recostó su menuda figura sobre la ventanilla del carro para preguntarles con voz cansada y ronca que deseaban de ella. La esposa se intimido y no supo que decir, el hombre un tanto nervioso le explicó que querían llevarla a un motel para experimentar entre los tres; que si resultaba: fantástico, y si no, le pagarian sus servicios de todos modos y nada había pasado. La zorrita pregunto a cuál de los dos tenía que complacer, -porque tengo para ambos, -dijo mientras se alejaba un poco del carro para levantarse la faldita. Asomados desde el carro con cierta desconfianza y mucha curiosidad los dos enfocaron la mirada hacia el nacimiento de las piernas de la muchachita que iban quedando al descubierto. Con las manitas blancas e infantiles corrió hacia un lado la pequeña braga que le cubría el sexo. Cayó, desenrollándose un miembro viril que contrastaba con la frágil jovencita. Lo friccionó hasta obtener una erección; se agrandó. Se acercó de nuevo al carro, tomó una de las manos de la esposa y la fue acercando hacia el inesperado apéndice. Un suspiro ahogado le salió de lo más profundo a la señora cuando lo sujetó con inapetencia al comienzo, curiosidad después, para luego asirlo con apetito y golosidad. Enfilaron los tres hacia el motel.


La sentaron en medio de los dos. A pesar de su aparente corta edad denotaba una amplia experiencia en el callejero oficio pues desde ese momento se encargó de actuar y dirigir a la parejita. Volvió y desenvaino su daga para dejar que la esposa jugara con ella. La tímida señora, desinhibida por los tragos y seducida por la erguida masculinidad, la cogió a dos manos, la sintió dura, caliente y fibrosa, la fricciono, la apretó y en un arrebato de lujuria se agachó, abrió la boca con voracidad, y poco a poco como un tragasables circense se la fue engullendo hasta desaparecer por completo en su tragadero. Sin perder mucho tiempo la pequeña transexual desabrochó la bragueta del esposo y comenzó una felación rítmica y acompasada. Los esposos estaban frenéticos, delirantes pero la hábil zorrita detuvo toda acción argumentando que en el motel estarían más cómodos para dar rienda suelta a sus caprichos libidinosos.


En la amplia cama del motel coronada con un rectangular espejo en el cielo raso que les devolvía la imagen a los tres ansiosos y palpitantes cuerpos que se revolcaban; comenzó el transexual a ganarse su plata sagradamente. Y, como en una película porno de bajo presupuesto, fue a la vez director, productor y actor principal. La fiel y abnegada esposa en un demencial desenfreno se entregó a los caprichos y exigencias del transexual bajo la mirada complaciente y enardecida del esposo, que, también dejando a un lado prejuicios de varonilidad permitió que la bien cargada niña mancillara su inmaculada castidad, a la vez, que el también acaballo a la enclenque muchachita mientras esta, también poseía a la esposa. Fue una noche alucinante, actuaban por instinto, por lujuria, por hambre de más, de mucho, de todo.


Y, todo lo dieron, aun cuando todo lo perdieron en esa surrealista noche. Pero lo más relevante fue el umbral que traspasaron. Entraron de la mano desnudos a un mundo de placeres prohibidos, de pecados consentidos, de excesos compartidos, de noches interminables y desquiciadas, de cuerpos desconocidos que se besan, se acarician, penetran y son penetrados, que, enajenados se complacen, se descargan, se alejan y se olvidan, La caja de Pandora se había abierto.


Al siguiente día, después la resaca, sola en el silencio culpable de su conciencia se sintió asqueada y sucia, fue al baño, se ducho frenéticamente tratando de borrar cualquier vestigio en su piel del desenfreno, quedo limpia, pero muy en su interior algo comenzó a resquebrajarse, algo irreversible se desmoronaba. En su mente la noche aún vivía, su cuerpo era hurgado, manoseado y penetrado una y mil veces hasta hacerla vomitar. Se recostó de nuevo y se durmió.


El esposo estaba dichoso. Se levanto eufórico. Ansiosamente esperaba el siguiente fin de semana para lanzarse a la calle en busca de su próxima aventura. La anterior noche también vivía en él, pero, al contrario de su mujer que se hundía en el arrepentimiento; la revivía con deleite, cerraba los ojos para verla en el paroxismo de la locura siendo poseída, casi que, devorada por la pequeña y bien dotada niña, y en medio él, dejándose arrastrar por un torbellino de lujuria. En su mente, de formación machista, en que la mujer dada en matrimonio era una posesión, no cabía alguna duda o reproche de que estuviera actuando erróneamente. Si él estaba satisfecho, por ende, su mujer también. Suponía qué, lo que lo hacía feliz a él, a ella también tenía que hacerla feliz. Nunca sospechó que ella pudiera contradecirlo o pensar diferente y menos actuar independiente sin su consentimiento. Muchos años después, cuando habían emigrado a Nueva York y sus vidas se estaban desmoronando en pedazos; él sacudiéndola violentamente le grito que por que lo había traicionado si había vivido para darle gusto en todo. -Porque prostituiste mi cuerpo y me corrompiste el alma! vocifero mientras se vaciaba en llanto.


Pero el siguiente fin de semana al salir en el carro a buscar su nuevo juguete sexual él le indago si estaba contenta y deseosa, ella le respondió con una sonrisa fingida que sí aceptando a una mentira que le estaba corrosionando las entrañas, aferrándose a su ídolo que también se estaba desmoronando delante de ella. 


Eran una pareja de mente abierta, se lo repetía cada vez que su mujer le cuestionaba tímidamente el desenfreno al que habían llegado. No se acordaba donde había escuchado es frase, pero le encantaba. “Mente Abierta”, le sonaba a vanguardia, a modernismo. En las reuniones a las que asistían, en medio de copas trataba de poner el tema con sus amigos; inventaba una película recién vista para dar ejemplo de una pareja ficticia, pero se escandalizaban y una que otra opinaba que arderían en el infierno por sus pecados. Cambiaba de tema; recordaba los consejos del abuelo que le decía que en fiestas y con tragos de por medio no se podía discutir de política, de religión y mucho menos de futbol, él le agregaría que ni de sexo, eso era algo muy privado que cada cual lo resolvía en la intimidad de la alcoba como mejor les apetecía. En esas ocasiones buscaba con la mirada a su esposa en medio de los invitados y con una complicidad de amantes secretos le indicaba la puerta de salida para escaparse a buscar el tercero que los llevaría, como cada fin de semana a los umbrales del infierno.


Fueron varios años de libertinaje en los cuales ella aprendió a complacer tanto a una mujer como a uno o varios hombres. Los fines de semana era una odalisca aventajada; los otros días una ama de casa ejemplar, que  se dedicaba a los quehaceres domésticos para cuando el marido llegara encontrara comida caliente, casa limpia, y mujercita presta a complacerlo.


Enseñando lo aprendido

Ahora estaban viviendo en Nueva York, la tierra había dado muchas vueltas al rededor del sol desde aquella primera vez en que se aventuraron en la calle a buscar, descubriendo a la encantadora transexual que los deleito más de una noche. El hombre había engordado, la cabellera otrora ensortijada y abundante había comenzado su retirada dándole paso a la frente que se ensanchaba sin compasión. Amargado y avejentado se marchitaba en los fríos inviernos del norte madrugando a trabajar en una factoría del Bronx. Ella, provista de una resiliencia formidable sobrevivía a toda adversidad. A pesar de que estaba llegando al medio siglo de existencia, conservaba la piel lozana, el rostro juvenil y una sonrisa que cautivaba las miradas. Trabajaba en una floristería en Manhattan y casi siempre llevaba un ramo de flores para el pequeño apartamento donde vivían aun cuando día a día se le hacía imposible la convivencia con él. Por cualquier motivo, por fútil que fuera el hombre estallaba en cólera, incluso con violencia. Afloraban las frustraciones, las afugias económicas lo deprimían, achacándole la culpa a ella de todo lo malo que le ocurría.


Ese día el taxista, como todas las mañanas pasó a recogerla en frente del apartamento para llevarla a la estación del tren en Queens. Ella, justo en el momento que él llegaba salió a toda prisa y en vez de sentarse en el asiento trasero del carro, se subió adelante. Apenas cerró la puerta comenzó a sollozar agitadamente. El taxista aparcó el carro en la acera para consolarla. Llevaba unos cuantos meses recogiéndola, era la primera vez que la veía acongojada. Le impactó, por eso no dudo en abrazarla para calmarle el llanto que la atormentaba. Le secó las lágrimas con el dorso de la mano mientras le masajeaba la espalda con la otra mano en un intento por apaciguarla. Temblaba, sollozaba; como una indefensa ave se acurrucaba en los brazos del taxista buscando una protección que el marido ya no le daba. El taxista al sentir ese frágil cuerpo de mujer madura entre sus brazos no pudo imaginarse que clase de hombre maltrataba una mujer como ella.


Sin saber cómo ni cuándo, comenzó a ansiar la hora en que el taxista pasaba a recogerla. Se sentaba adelante con él para conversar, reír y contarse anécdotas de sus vidas. No podía definir el extraño sentimiento que paulatinamente germinaba en su corazón. Era un hombre sano, lo intuía. Ella, que, de hombres sabia, que de bacanales fue alumna aventajada encontraba un remanso de paz y ternura en el taxista. Tomarle la mano o sentir su cálido abrazo la alejaba de sus negras pesadillas, de sus insondables remordimientos. En un momento fugaz pensó como hubiese sido su vida al lado del taxista, pero rápidamente alejo de su cabeza esas inimaginables ideas. Ella pertenecía a su marido, así lo aborreciera, eso no tenía cambio, era una dependencia de más de 30 años que por unos cuantos maltratos y peleas no alterarían su vida, además él era muy joven, tal vez estaba en los 35 años y aun cuando no estaba casado vivía con una mujer, la cual, decía él, lo hacía feliz.


El taxista por su parte miraba con buenos ojos a la señora, pero, siempre con respeto y consideración por el abuso del marido. En general se sentían confortables el uno con el otro. En una de las conversaciones que entablaban mientras él la conducía a la estación salió a relucir el tema de las relaciones de pareja y los variados gustos. Ella muy sutilmente dejo entrever que en la guerra y en el amor todo era válido siempre y cuando fuera en aras del gozo mutuo de los enamorados. El soltó una carcajada y en medio de risas le comentó que su compañera sentía cierta atracción por las mujeres, pues cuando veían películas porno le decía que se excitaba al ver dos mujeres haciendo el amor. Ni corta ni perezosa se soltó con una diatriba sobre las relaciones compartidas, los tríos y cuanta variación ella hubiera experimentado, cuidándose de no involucrarse como protagonista. El taxista escuchaba entre extasiado y asombrado, notando de reojo como la cara le resplandecía. Quedaron en reunirse los tres, para que ella, siendo mujer y conocedora, descubriera el oculto gusto de la compañera del taxista.


Fue un sábado. Después de darle una explicación convincente a su compañera para invitar a cenar a la pobre señora maltratada por el cruel marido, decidieron reunirse, aprovechando que el estaría de viaje. Llegó muy puntual con una botella de vino y un ramo de flores, vestía muy discreta; pantalones sueltos de satín negro, blusa de seda en color fucsia también muy suelta, el pelo recortado a lo Lisa Minelli. Exudaba un perfume muy suave con esencia de rosas. El taxista al recibirla en la puerta y darle el beso de bienvenida en la mejilla sintió un leve estremecimiento, un escondido deseo de lujuria lo inquietó.


Se sentaron en la salita a conversar y degustar el vino dándole tiempo a que la cena estuviera lista. El taxista con la compañera en el sofá grande, muy juntos. Era ella una mulata robusta de carnes firmes y apetecibles, pechos generosos, labios pulposos y húmedos, risa explosiva, un poco ingenua en sus pensamientos e impulsiva en sus reacciones.


Conversaron banalidades y rieron a borbotones mientras el licor comenzaba a incrementar su porcentaje en el torrente sanguíneo. La señora por su parte, entre risas y cuentos hablaba de historias y aventuras picantes, notando de reojo como la compañera del taxista se ruborizaba, pero le dirigía unas miradas de fuego que la incitaba a subir de tono las anécdotas. Con el pretexto de tener calor se desabrocho un poco la blusa exponiendo unos pechos moderados, aprisionados por un sostén negro de seda y encaje que inmediatamente cautivaron la mirada del taxista y por su puesto de su compañera también. Ella, a su vez se sentía fascinada con la señora; no sabía porque deseaba sentarse a su lado, rozar esa piel madura que empapada en sudor emanaba un aroma seductor. El taxista, desentendido del intercambio de miradas y anhelos, se entretenía escogiendo las canciones que sonaban en el tocadiscos y llenando las copas de vino.


-Voy al baño, dijo de repente la señora.

-Me acompañas para no perderme en el camino, finalizó levantándose del asiento para tomar las manos de la compañera, que asombrada pero dócil se dejó conducir por el pasillo.

Antes de entrar al baño giró la cabeza para guiñarle un ojo al taxista y esbozarle una sonrisa cómplice. El taxista se turbo sintiendo un anhelo reprimido de seguirlas para atisbar que sucedería, pero decidió a último momento ir a la cocina, servir unos pasabocas y llenar la hielera.


-Uff, que calor tengo mija, por mí me desnudaba aquí mismo, dijo con picardía mientras se bajaba los pantalones para sentarse a orinar. La muchacha se incomodó al verse encerrada con ella en el baño, pero al mismo tiempo sintió un no sé qué hormigueándole el estómago y acelerándole la respiración. Se volteo de cara al espejo para fingir maquillarse mientras de reflejo la miraba secarse la transpiración de los pechos con una servilleta. Quiso ser esa mano que suavemente acariciaba los senos empapando la servilleta. Sintió unas gotitas de sudor deslizándose calientes por su vientre, llegando a al vello público. Se quedo quieta imaginado las gotitas zigzagueando entre el enmarañado vello para ir cayendo abrazadoramente sobre el sexo. Cerró los ojos un momento y apretó las piernas tratando de contener la creciente humedad y ansiedad que la invadían. Cuando los abrió fue demasiado tarde.


El taxista, ansioso esperándolas en la sala no podía imaginar los que estaba a punto de ocurrir en el baño. Suponía si, que estaban conversando, a pesar de sus sospechas no concebía que su compañera se dejase arrastrar por un deseo reprimido, por una simple curiosidad, por una fantasía que solo se quedaría en el quimérico mundo de la ficción. Consultó el reloj, habían pasado más de 15 minutos, se levantó del sillón no sin antes beberse un trago de ron puro. Sintió la trayectoria del ardiente licor quemándole la tráquea mientras descendía velozmente hacia el estómago. Un asomo de erección lo inquietó. Se dirigió sigilosamente hacia el baño para detenerse en la puerta, acercó el oído para escucharlas.


Antes de que abriera los ojos se sintió abrazada por detrás. La señora sin preámbulos le agarró los pechos atrayéndola para inmediatamente besarle y mordisquearle la nuca.

- Que hace…, murmuro, tratando de ahogar la voz para que su marido no escuchara.

-Lo que siempre ha deseado, le susurro lamiéndole el lóbulo de la oreja. Alcanzó a taparse la boca para silenciar un grito de placer a tiempo que se estremecía. La avezada señora aprovecho para girarla y quedar frente a ella. Sin decir nada la beso con fuerza, con violencia; la mordió; esta vez el grito de placer no lo pudo contener. El sabor metálico de la sangre, la saliva y el sudor se mezclaron en un coctel efervescente que las enardeció. De un tirón le arranco blusa y sostén para atosigarse con los abultados pechos, mordisqueo los enhiestos pezones, lamio el vientre agitado y aperlado, rasgo el pantalón y se hundió con boca, nariz y lengua en la acuosa cavidad del sexo. Convulsionó, aprisionó con los muslos a la experta señora, tenso el cuerpo, se aferró al lavamanos y en un espasmo frenético se descargó con un orgasmo infinito que la dejo sin fuerza en las piernas para sostenerse.


El taxista con la oreja pegada a la puerta del baño escucho el jadeo, los suspiros y los ayes. Entre asombrado y nervioso noto que la entrepierna se le abultaba, puso la mano en la perilla para girarla y abrirla, se contuvo, el corazón le latió con fuerza, pudo más el temor, soltó la perilla y giro su cuerpo para retroceder. Muy tarde, la señora abrió la puerta, lo tomó de la mano y lo empujó hacia adentro, y como en los viejos tiempos se agacho, desenvaino la daga del taxista e imitando al tragasables circense se la engulló guargüero adentro. Su compañera, con la blusa desgarrada se acercó tímidamente, pero satisfecha, lo beso sin decir nada y lo fue desvistiendo mientras la señora concluía la rítmica felación. Terminaron los tres en la cama con la avezada odalisca dirigiendo la acción; se dedicó eso si, a deleitar a la muchacha llevándola a cúspides insospechadas de placer. -De mujer a mujer, -le dijo mientras descendía por su vientre, -conocemos nuestros cuerpos y sabemos cómo complacernos, -la muchacha asintió con un quejido profundo mientras abría más las piernas para recibir nuevamente a la experimentada señora en su interior.


El taxista a pesar de sentirse afortunado en medio de esas deseosas mujeres y disfrutarlas como en un sueño libidinoso, sintió, a ratos, que era un mero espectador, y que ellas, como si el no existiera se dedicaran a complacerse mutuamente, a soltar en un galope desbocado los deseos reprimidos que durante años hubieran permanecido en lo más profundo de sus existencias. 


Los encuentros se convirtieron, tal cual en los tiempos de su esposo en un escape de cada fin de semana. Ya fuera en el día o en la noche, a espaldas de su marido fue construyendo un reino privado, donde era la reina dominante, y la pareja sus esclavos sumisos. Compraron lencería y juguetes sexuales, cremas y aceites afrodisiacos. Los tres ansiaban estar juntos. En muchas ocasiones el taxista llegaba tarde y las encontraba ya ataviadas con los diminutos aparejos de seda y encaje esperándolo en la cama. El hombre se desvestía y se zambullía en una piscina orgiástica a disfrutar sus dos amores, a verlas amarse, a sentirlas sobre su cuerpo, a recorrerlas con su inquieta lengua, a perderse es sus cavidades y calmar la sed en sus manantiales.


Soñaban y se amaban, fantaseaban en vivir juntos por toda la eternidad, pero la eternidad tiene límites y el amor eterno dura de seis a ocho meses. Y el gran ausente: el marido de la señora comenzaba a inquietarse por las continuas escapadas de su esposa.



Pagando las consecuencias

Parado en una esquina, guarecido bajo un árbol de la inclemente nevada que azotaba las desérticas calles de Queens el hombre esperaba pacientemente a que su esposa saliera del misterioso y desconocido apartamento al que había entrado hacía ya un par de horas. La nieve cubría con un blanco manto las calles diluyendo la policromía del nocturno paisaje en una escena de difusa película en blanco y negro. De vez en cuando miraba intranquilo el reloj y sorbía un traguito de ron que llevaba camuflado en la chaqueta. Desde hacía unas cuantas semanas venia sospechando de las llegadas tardes de su esposa, además de las negativas a tener sexo.


Se preguntaba incesantemente si su esposa sería capaz de una infidelidad, se negaba a creerlo, eran muchos años juntos, toda una vida compartiendo tristezas y alegrías, amantes y orgias. Ya había envejecido, las bacanales eran cosa del pasado. Era justo ahora cuando más se necesitaban, para cuidarse, para aliviar las dolencias y achaques de la vejez, no podía permitirse el descalabro de quedarse solo. Con ella había descendido a los mismísimos infiernos y también juntos habían escalado las cúspides más altas del placer. Claro, reconocía que era muy demandante y autoritario y que el mal genio lo alteraba mucho últimamente, pero eso era común en todas las parejas, no era motivo de alarma. La vida les había cambiado y tenían que adaptarse, era cuestión de convivencia.


La esposa, todo lo contrario, a lo que él pensaba vivía su momento de gloria, estaba en la cúspide de una relación en la que era ama y señora de la parejita que obedientemente y con el mayor placer cumplían todos sus deseos y caprichos sexuales. Hacía muchos años que no sentía su cuerpo vibrar de placer, muchos años que no experimentaba dos lenguas recorriéndola, cuatro manos acariciándola, abandonándose por completo al éxtasis, a solo sentir placer, a dejarse llevar por un instinto primitivo y ancestral de acoplamiento, de goce animal, el imperio de los sentidos había regresado.


El esposo se cubrió el mentón y las orejas con la bufanda, se enfundó un poco más el sombrero. El frio nocturno comenzaba a calarle los huesos, se tomó otro trago de ron en un vano intento por calentar el cuerpo. La ansiedad lo consumía, una visceral rabia comenzaba a anidar en sus entrañas. Recordó aquella lejana vez en la que, pasados de tragos, en un arrebato de celos y honestidad le dijo casi que gritándola y sujetándola fuertemente por las muñecas: - ¡Sos mía y de nadie más, si te has entregado a otros hombres o a otras mujeres es por que YO! lo he permitido, ¡lo he querido y lo he disfrutado! -Por eso, y acercándose a su rostro con los ojos enrojecidos le concluyó, -ni se te ocurra hacerlo por tu cuenta. ¡Te mato!


Adentro, en el apartamento, la calefacción del cuarto acrecentaba los olores de la carne exaltada, de los cuerpos extenuados y chorreantes. Abrazados los tres en un amasijo de pieles y sabanas se fueron adormeciendo hasta perderse en la inconciencia. Se despertó sobresaltada, oyó la voz de su marido que le decía: -te lo advertí! Se sentó en la cama empapada en sudor, el corazón le galopaba en el pecho tratando de escapar del sueño. Miró a la parejita, aun dormían abrazados, los contempló en su espléndida desnudes, bellos, juveniles y ardientes. Rozó suavemente sus pieles para sentirlos, una insólita ternura la invadío. Sin poderlo evitar dos lagrimas rodaron por sus mejillas, las secó, los deseaba y de una manera extraña los amaba, pero era tiempo de levar anclas y partir, vientos huracanados presagiaban una tormenta que fácilmente podría hundirla a un abismo profundo y no quería arrastrarlos a ellos. Se vistió lentamente como eternizando ese momento, se acercó y los beso dejando en ese beso los últimos destellos de pasión que le quedaban. Dio media vuelta y se marchó.


En la calle, caminando en círculos para desentumecer el agarrotamiento que le estaba produciendo la despiadada tormenta de nieve en su encolerizada humanidad, el esposo esperaba inquieto. Se tomó el ultimo trago de ron y arrojó la botella con fuerza tratando de desahogar su ira. El ruido de la botella estallando en pedazos contra el pavimento como un afilado cuchillo le penetró en sus oídos rasgando el sepulcral silencio de la noche. Ahora no estaba seguro de si su esposa había entrado a ese edificio o a otro, las dudas y la incertidumbre comenzaron a asaltarlo hasta el punto de querer irse de ahí para llegar a casa e imaginar encontrarla acostada en cama esperando por él. La verdad era otra, muy en su interior lo sabía, pero se negaba a afrontarla, más sin embargo seguía al acecho.


Bajó las gradas lentamente, se sentía sin fuerzas, un dejo de tristeza la invadida acompañando de un negro presentimiento, pero no podía descifrar el mensaje que le enviaba el instinto de preservación. Llego al primer piso, al abrir la puerta del edificio el gélido frío del amanecer la petrifico, tras unos segundos de aclimatación se enfundo lo más que pudo en el abrigo y comenzó a caminar por la desértica calle hacia la estación del tren. Un nerviosismo incierto la hacía temblar, sacó del bolso la navaja que siempre llevaba y por precaución la desenfundo empuñandola fuertemente. Todo fue muy rápido, sintió un fuerte apretón de hombros, giro asustada sobre los talones, la navaja se hundió suavemente en el cuerpo del que la sujetaba al tiempo que un afilado pico de botella le cortaba la garganta. Mientras caían abrazados alcanzó a escuchar un - ¡te lo advertí!, en palabras que se fueron diluyendo en un mundo que se iba apagando. Antes de caer tiñendo de rojo espeso la nieve le alcanzó a murmurar en el oído: - ¡me lo enseñaste!



 

Comentarios

  1. Excelente mi querido Mauro. Un relato intenso y aventurado, pero bien definido. Se cayeron por ahí un par de tildes, pero de muy buena calidad, imaginación y apropiado desarrollo todo el contenido. Gracias.

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    1. Jairo me halagan estas palabras por que vienen de un profesional a carta cabal, gracias, un abrazo

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