Confesiones eróticas de un fotografo en Nueva York

 

En esta ocasión me despacho con 18 historias de la época de fotógrafo por allá en los noventas en Nueva York. Algunas sucedieron realmente y trataré de contarlas si la memoria me lo permite lo más ceñidas a la realidad; otras me las invente a medida que escribía, la mayoría son una mezcla de realidad con mucha fantasía para salpicarlas de picardía y erotismo. No están en orden cronológico, a medida que me venían los recuerdos los fui escribiendo, luego los corregí, después los edité. Eso sí, me divertí mucho, casi se puede decir que volví a sentir esas emociones del pasado; que mi cuerpo una que otra vez se estremeció con las vivencias olvidadas. Espero que ustedes también las disfruten.

De las muchas vivencias que rememoré, unas cuantas se quedaron en el tintero, tal vez las mejores, las más intensas: las que, por prohibidas se gozaron en secreto, a escondidas, sin esperar un mañana; revitalizando en un instante de pasión la aridez de nuestras vidas. Por ellas va un brindis, por ese fantástico instante en que se cruzaron en mi andar. Alguien dijo alguna vez que las mejores historias son las que no se pueden contar; así seguirán, sin contar.


1 - La modelo (Una lección aprendida)

Cuando abrió la puerta de la tienda y entró, me impresionó su desfachatez y la desbordante energía que irradiaba. Era una trigueña alta, delgada, de formas bien definidas. Quería un portafolio; desnudos me dijo, deseaba tener un buen recuerdo de su juventud. Quedamos para el fin de semana; -en la noche, me recalcó; que estuviéramos solos para mayor tranquilidad, además que traería una botella de vino para relajarnos un poco.

Mientras llegaba el fin de semana estuve pensando; más bien fantaseando las locuras eróticas que haría con ella, porque supuse, con unos vinitos en la cabeza y desnuda, cualquier cosa podría pasar. Llegó el tan esperado fin de semana y con él la tan anhelada modelo. Venía con unos jeans ajustados, zapatillas deportivas, camiseta corta, traía un maletín lleno de ropa interior, medias veladas, lencería y demás atuendos para la ocasión. Después de firmar el contrato, además de llenar otros papeles necesarios bajamos al sótano para comenzar la sección fotográfica.

La primera toma fue con unos jeans recortados casi al comienzo de los glúteos, medias veladas de malla oscura, camisa desabotonada mostrando parte de sus pechos, pelo alborotado y altos tacones rojo encendido. El ropaje que usaba dejaba ver su sangre caribeña y bullanguera, colores fuertes, combinaciones contrastadas y poses muy insinuantes. Poco a poco fue despojándose de la ropa mostrando sensualmente su armónico cuerpo de gacela. Firme, altas y torneadas piernas, glúteos redondos, ajustados a su atlética contextura, el vello púbico cortado en un perfecto triangulo negro, espeso como una oscura selva de infinitas posibilidades, abdomen plano coronado con unos pechos pequeños, redondos, altivos y turgentes, era toda una escultura de ébano, parecía tallada en madera.

Desnuda salió del vestidor para la sección final de las fotos, me acerqué, le acomodé un poco el pelo sobre el rostro para hacerla lucir más provocativa, entreabrió la boca separando los carnosos y rojos labios mostrando la blancura de sus dientes en una actitud provocadora. Le rocié la piel con un aerosol de agua mezclada con glicerina para que las gotitas de agua permanecieran en su cuerpo y no se evaporaran con la fuerte luz de los reflectores. Al contacto con el agua observé como su piel se erizaba y los oscuros pezones se despertaban entumeciéndose. Aproveché para pasarle otra copa de vino y relajarla un poco más.

Me serví también una copa que descendió por mi garganta acrecentando deseos, avivando apetitos. El demonio de la carne me tentó. El telón que usaba de fondo era una tela gruesa, tosca, estampada en colores ocres, que difuminados por el reflejo de la luz devolvían una tonalidad cálida que encendía la piel de la modelo semejando una bucólica escena otoñal. Había regado un puñado de hojas secas para darle más realismo, reacomodé un poco las luces, la recosté sobre unos fardos de hierba seca, comencé la sección. Ella se movía sensual y sugestivamente cada que obturaba la cámara. El demonio de la lujuria me seguía tentando. Volví donde estaba recostada sobre los fardos como la “Maja desnuda de Goya”, me acerque, le retire del muslo una pajita del fardo que se le había adherido. Le sentí un leve estremecimiento, envalentonado por los vinos y por mis demonios que desencadenados me empujaban y excitaban, avancé un poco más, puse levemente mi mano sobre su muslo, comencé a ascender hacia las caderas…

Craso error, la modelo se tensó e incorporó, se cubrió con una manta que había cerca, se me acercó y mirándome fijamente a los ojos me dijo: - ¡Que pretende, si no se siente capaz de seguir terminamos ya! El ardor que excitaba mi cuerpo se inflamó, pero de vergüenza. Turbado y apenado, le pedí disculpas, le dije tontamente que no era mi intención, que era un malentendido, pero sobraban las disculpas, la acción había sido muy obvia. Seguimos las tomas, pero ya se había perdido la confianza modelo-fotógrafo, no se actuaba con naturalidad, se forzaban las poses, se fingían las sonrisas, se esquivaban las miradas. Terminamos con las fotos más por compromiso que por el placer de hacer mi trabajo. Las primeras fotos fueron fantásticas, aun las conservo por ahí, las ultimas un desastre. El aprendizaje fue enorme, me sirvió de ahí en adelante en todos mis trabajos fotográficos.


2 - La estudiante gringa

Un día cualquiera pasó por el estudio para hacerme una propuesta: era estudiante de fotografía, quería hacer su práctica en el cuarto oscuro con el revelado de fotos y la impresión de imágenes en blanco y negro. Si le permitía hacerlo, a cambio me colaboraba en el estudio como empleada de medio tiempo.  -“Good deal”, le dije.

Muy joven, delgada, pecosa con una rojiza cabellera abundante y ensortijada, de cara traviesa, movimientos ligeros, muy pronto se convirtió en una ayudante eficiente, además me agradaba ser su tutor. Casi siempre entrábamos juntos al cuarto oscuro, casi que a tientas hacíamos todo. El cuarto en sí era un recinto cuadrado pintado de negro en su totalidad, con mesas adheridas a las paredes donde estaban las ampliadoras para proyectar los negativos, las cubetas de revelado, un grifo para lavar los implementos, estanterías con químicos y abundante papel fotográfico sensible a la luz que solo se podía manipular en la oscuridad o a veces con ayuda de una débil luz roja que no los alteraba. No era muy espacioso, tal vez de 24x24 pies, así que en más de una ocasión al caminar nos rozábamos o nos encontrábamos frente a frente tan cerca que percibíamos nuestra respiración. Sentir su frágil cuerpo, friccionarlo, apartarlo suavemente para no chocar despertó nuevamente el demonio de la carne, mi sátiro de la lujuria. 

La gringa, a pesar de su juventud, tal vez 22 años, ya estaba casada con un gringo también muy joven, pálido y desteñido como ella; llevaban como un año de convivencia. De vez en cuando el gringuito venía a esperarla al final del día para irse juntos.

Una tarde, casi que, al terminar la jornada, mientras el gringuito la esperaba arriba, nosotros seguíamos en el cuarto oscuro apurados para revelar e imprimir unas fotos, ella me ayudaba con el revelado mientras yo alistaba el papel fotográfico y adecuaba la ampliadora para imprimirlas. En un momento al pasar muy cerca nos apretujamos tanto que quedamos casi que abrazados. El sátiro me alertó, la libido se me disparó. Quedamos unidos, la rodeé con mis brazos buscando instintivamente besarla, me abrazó también, levantó su cara ofreciéndome la boca. Fue un beso intenso, largo; temblaba, se estremecía en pequeños espasmos; me agrado percibir ese frágil cuerpo adherido a mí, ansiosa, entregada. Entrelacé mis dedos en su pelo, le besé el cuello al tiempo que la mordisqueaba suavemente. Sus manos buscaban frenéticamente la correa de mi pantalón para desabrocharla. De pronto se soltó y me dijo: -Can I?, y se fue inclinando. Le permití hincarse sin contestarle; enredando su pelo entre mis manos la ayudé a bajar. A tientas, en oscuras, entre suspiros y gemidos se deleitó y atragantó.

Casi siempre, a partir de ahí nuestros encuentros fueron en el estudio, en la cómplice oscuridad del cuarto, sin preámbulos nos entregábamos a un disfrute silencioso de risas ahogadas y suspiros entrecortados, a la escucha de algún sonido fuera del cuarto oscuro que nos indicara la presencia de alguien. Y también casi siempre el joven esposo la esperaba pacientemente para irse juntos a casa.

Una tarde después de salir del cuarto oscuro extenuados y sudorosos me dijo a boca de jarro que había decidido embarazarse. Sorprendido trate de persuadirla, me dejo balbucear razones para disuadirla de esa locura, después soltó una carcajada; entre risas me explicó que era cuestión de ella y su esposo, que estaban pensando en un hijo así que nuestra relación se terminaba, dejaba de venir al estudio, pero, me recalcó, el fin de semana iba a estar sola en el apartamento, quería que fuera para despedirnos. 

Mientras viajaba en el tren para llegar a su apartamento en El Bronx, meditaba a cerca del susto que me había hecho pasar con lo del hijo, desde ya sentía nostalgia de no volver a verla. Me abrió la puerta con una túnica larga en seda negra, estaba radiante, la ensortijada cabellera rojiza la tenía suelta sobre los hombros, las esmeraldas que tenía por ojos le brillaban expectantes, me ofreció su boca como la primera vez y como la primera vez se estremeció y tembló. Llegamos al cuarto, suavemente se desprendió de mí, dio unos pasos hacia atrás y dejó caer la túnica al suelo. Que espectáculo, aun cierro los ojos, la viva imagen llega a mí a pesar de que han pasado más de 30 años. Vestía lencería en negro, altos tacones de charol, medias oscuras veladas, ligueros. Un corpiño con escote pronunciado le resaltaba los anacarados pechos, la piel le contrastaba con las rojas llamas de la cabellera, el rizado y escarlata monte venusiano semejaba una fresa madura sobre una cremosa copa.

Delicada y frágil, pero con ganas de experimentar la fiereza pasional del “Latin Lover”, se entregó con curiosidad a explorarlo todo, a sentirlo todo. Pareciera que había visto antes algunas películas porno porque se sobreactuaba en poses y gemidos. De a pocos le fui encendiendo la piel, y con naturalidad se fue entregando a un goce y un deleite que la llevaron a alturas insospechadas de disfrute. Me bebí sus mieles, se bebió mis jugos. Juntos y acoplados descargamos nuestra naturaleza en un grito primitivo de placer.

Salí muy tarde en la noche del apartamento, iba extenuado. Fue la primera y la última vez que la luz radiante del día nos permitía gozar de nuestros cuerpos. Sumergirme en el verde manantial de sus ojos cada vez que la besaba, deleitarme con la roja gruta de su sexo y verla y apreciarla arrobado de placer. Sólo me quedó el recuerdo que el tiempo y otros amores se encargaron de sepultar hasta ahora que lo desenterré.


3 - Una mama alcahueta

Entró al estudio con la hija. Ella en los 45 o 50, bajita, un poco pasada de kilos, pero de formas redondas y ajustadas; piel clara pintada con oscuras pecas que resaltaban su blancura, rostro gracioso enmarcado en un cabello castaño corto. Iba acompañada de su hija, una muchacha de unos 15 añitos de rubicundo rostro, un poco más alta que ella, llevaba un vestido blanco estampado en flores que le colgaba sobre los hombros sostenido por unas tiras delgadas; le llegaba más arriba de las rodillas, dejando al desnudo unos gruesos muslos de incipientes vellos dorados que la asemejaban a una curvilínea diosa nórdica de angelical mirada.

Quería unas fotos de estudio para la hija. Era el regalo de los quince, un portafolio profesional. Le expliqué qué necesitaríamos los servicios de un maquillador, ropa variada y que me encargaría del resto. Escogimos una tarde después de las seis en que cerrábamos las puertas al público y quedábamos solos para mayor tranquilidad. Bajamos al sótano donde teníamos el estudio fotográfico. Era un recinto alargado. En el fondo estaban los rollos de telón que usábamos para los diferentes tipos de fotos, también disponíamos de una máquina que proyectaba diapositivas de escenarios diversos que le daban un realismo impresionante a las fotos. A un lado, bajo las escaleras estaba el vestidor con su espejo de luces y un extenso surtido de ropa, lencería, atuendos y bisutería para que lucieran las modelos en las fotos. También, en la parte de atrás funcionaba el cuarto oscuro para el revelado de fotos y la impresión de estas, al cual accedíamos mediante una puerta giratoria de seguridad que lo protegía de cualquier filtración de luz.  

Descendieron pues las dos, madre e hija al estudio, entraron al vestidor y yo me dispuse a preparar el escenario y alistar la cámara. Era una Hasselblad de formato medio, especial para retratos de estudio por su alta resolución. Comenzamos con fotos de cuerpo entero en diferentes fondos oscuros para resaltar su piel blanca. Suavicé la luz un poco para darle detalle a la textura de la juvenil epidermis. Para las siguientes tomas usó un atuendo de jeans, camisa a cuadros, sombrero y botas a lo vaquero, después dos o tres trajes largos de ceremonia que la hacían lucir espectacular, luego minifaldas y tacones que le aumentaban los años luciendo como una adolescente provocativa. Fuimos cambiando el ajuar y extendiendo la sección hasta que pasadas de más de tres horas tomamos un breve descanso. La mama casi siempre le ayudaba en las poses y me preguntaba insistentemente si era bella, yo afirmaba con la cabeza y seguía con las tomas.

Me entretuve ajustando las luces en el escenario cuando salieron del vestidor, la hija iba descalza, con el pelo suelto ensortijado en cascada sobre los desnudos hombros, la cubría una túnica blanca de seda que remataba en un moño justo arriba de los pechos. Se paró en frente de la cámara, el fondo era azul celeste, una de las luces traseras le iluminaba la cabellera resaltándole los bucles. Me miró, sonrío con picardía y soltó el moño de la túnica cayendo está a sus pies. La observé sorprendido, su desnudez me impactó, semejaba “El nacimiento de Venus de Sandro Botticelli”. Blanca, de fresca piel, pechos abundantes y turgentes, parada sobre dos hermosas columnas redondas, rematadas en un monte venusiano dorado e impoluto, era un “Bocatto di Cardinale”. La mama me sacó del embeleso diciéndome: -no es muy bella mi hija?, siga tomando fotos. - La miré muy sorprendido, me estaba ofreciendo a su hija para fotos de desnudos, me asusté, apagué la cámara, las luces de fondo y le dije: -señora es una menor de edad, vístala y las espero arriba, no hay más fotos.

Al subir la niña pasó de largo por el mostrador hacia la puerta de salida, la mama se detuvo a pagar. Seriamente me dio a entender que ella estaba presente y que yo no era muy profesional. Le entregué el recibo y le dije que a ella con mucho gusto le hacía unos desnudos, me dio la espalda, caminó hacia la puerta y moviendo las caderas voluptuosamente me dijo: -yo ya no estoy para eso!


   4 - La esposa del Traqueto

Tal vez en los 45 o más, un poco descuidada al vestir, sin maquillaje, cabello desordenado, cuerpo amorfo, entró directo al estudio y me llamó aparte, quería una consulta en privado. El marido estaba en la cárcel, llevaba tres años e iba para largo tiempo, le había pedido unas fotos muy discretas, buscaba quien se las tomara y le entregara los negativos, las quería ese mismo día, me recalcó. No me explicó muy claramente que tipo de fotos requería, pero después de firmar el contrato bajamos al sótano.

Ya en el estudio sacó del bolso un collar en oro de cadena gruesa con un nombre enchapado en diamantes y lo puso encima del escritorio. Lo tomé, era pesado, el nombre medía como 3 pulgadas de largo por media de alto. -Es el nombre de mi marido, - me dijo. Me levanté para buscar un lente macro que me permitiera enfocar de cerca el collar, pero ella me detuvo. -Las fotos son para el collar claro que sí, me dijo y prosiguió, -Él quiere que yo lo luzca sobre mi cuerpo desnudo. Ahí si llamó mi atención, la mire detenidamente, no logre descifrar que clase de cuerpo había debajo de esa holgada ropa que usaba, la invite a pasar al vestidor mientras adecuaba el estudio.

Salió descalza con una levantadora de tela suave que usualmente usaban las modelos para cubrirse mientras descansan entre las sesiones fotográficas, era corta, le llegaba más arriba de las rodillas como a medio muslo. La observe venir hacia mí; las piernas lucían cilíndricas, sin definición, parecía que hubiera estado un poco pasada de peso y que estuviera adelgazando pues se le notaba la piel fofa. En el centro del estudio tenía un diván, hacia allá nos dirigimos. trate de recostarla ahí para que posara sugestivamente con la levantadora a medio abrir mostrando partes del cuerpo, pero ella se la quitó, se tendió en el diván, entreabrió las piernas, se puso el collar en medio con el nombre cubriéndole el sexo diciéndome: -así quiere las fotos mi marido, y separando con los dedos el espeso vello púbico que tenía acomodó mejor el collar, - Hágale con las fotos, aseveró nuevamente.

Como dije antes su cuerpo era blando, los pechos flácidos y alargados, el estómago algo abultado, con una visible cicatriz que semejaba una cesárea, no era para nada atrayente, pero así la quería el marido, así quería las fotos para soportar las largas noches de insomnio en la lúgubre celda en la que estaba confinado.

Fueron muchas fotos con el collar de protagonista: enredado en los pechos, con las manos sujetándolos para abultarlos y hacerlos más deseables, en la boca mordiéndolo provocativamente, lamiéndolo lascivamente, apretado entre las piernas, boca abajo empinando los glúteos con el collar en medio. En un momento dado en que se apretaba el collar con tanta fuerza sobre su sexo comenzó a moverse rítmicamente haciéndome suponer que tendría un orgasmo ahí mismo, pero abrió los ojos, me miró, se relajó. Al final de la sesión no quería ni tocar el collar porque el nombrecito había estado en cuanto agujero cabía perdiendo su brillo original. 

Terminamos, quedo contenta; me repetía una y otra vez lo feliz que se pondría su marido al recibir las fotos. Estuvo pendiente de que le entregara los negativos, se llevó todo, se despidió no sin antes agradecerme la discreción. Al irse bajé al estudio, me puse a repasar las copias extras de las fotos que había hecho para mi colección privada.    


5 - Perla mar de Chile (Obsesión fatal)

Siempre la observaba por las tardes pararse en la calle frente al estudio fotográfico para mirar hacia adentro a través de los cristales. Unas semanas después de verla muy seguido afuera observando por el ventanal decidí salir a preguntarle que se le ofrecía.

Era chilena, cantante, quería unas fotos artísticas para su CD que estaba por salir y al verme por la vidriera no fue capaz de entrar. Hacía muy poco que su hijo había muerto, estaba desconsolada, pero lo que más le afectaba era que yo me le parecía, por eso se paraba casi todas las tardes a contemplarme embelesada recreando a su hijo en mí. La hice entrar, la llevé a la oficina, le serví un vaso con agua para tratar de calmarla, pero apenas se sentó se desgajó en llanto. 

Estaría en los cincuenta o más, de una blancura nívea contrastante con la larga y abundante cabellera negra que le enmarcaba un rostro de amplia frente y facciones finas, rellenita, pero con curvas suaves y ondulantes, modulaba suave y pausado, de mirada penetrante y fija, casi se podría decir que no parpadeaba, era imposible resistir la intensidad de esos grandes ojos negros cuando te enfocaban. Hablamos un buen rato, casi todo el tiempo fue tratando de consolarla, de animarla, pero tan pronto se relajaba, volvía a gimotear, a contemplarme extasiada viendo la imagen de su hijo en mí.

De pronto, en un silencio incomodo en el que se me había acabado el repertorio de alivio, se levantó repentinamente, se abalanzó hacia mí para abrazarme fuerte. ¡Esta vez no sentí el sátiro de la lujuria jaloneándome para atacar a la indefensa presa, no! Sentí compasión, un inmenso pesar y desconsuelo con esa mujer, le sostuve el abrazo mientras le masajeaba la espalda con ternura. Fue un bálsamo relajante que la serenó, me dio las gracias, se despidió no sin antes prometerme que vendría para las fotos del CD.

Pasaron unos cuantos días, tal vez dos semanas en las cuales ya había dado por olvidado el incidente, cuando una tarde ya casi a punto de cerrar se apareció con el ropaje para las fotos, además traía consigo una guitarra. No la esperaba y menos así, sin una cita acordada, pero decidí salir de las fotos lo más pronto posible. Bajamos al estudio. Mientras arreglaba el escenario me comentó que ese iba a ser el último CD que grabaría, pues estaba decidida a internarse en un convento de por vida para llevar el luto de su hijo por siempre. Me pareció muy extrema la medida que estaba tomando, pero guardé silencio. Seguí absorto con los arreglos.

Salió del vestuario con una indumentaria que la hacía lucir como española “bailaora de flamenco”, llevaba el pelo recogido en una moña atrás. Se veía muy dueña de sí misma, muy profesional en las poses, de vez en cuando tomaba la guitarra, rasgaba algunas notas entonando canciones típicas de Chile. Hermosa y profunda voz poseía, al final de la sesión fotográfica tomó nuevamente el instrumento, me cantó “Si vas para Chile”, hacia catarsis, parecía en éxtasis, cantaba con pasión profunda, tal vez poseída por Euterpe la musa griega de la música.

Al terminar de cantar nos sentamos juntos, lucia una especie de capa o ruana típica de chile en lana cruda que le llegaba casi a los pies, la observe más de cerca, poseía una belleza antigua; con el pelo recogido hacia atrás en una trenza semejaba esas mujeres enigmáticas retratadas en sepia de tiempos pretéritos. Yo la miraba absorto mientras ella rasgaba la guitarra con pausas de silencio como en un dialogo íntimo. De pronto soltó la guitarra, la deposito suavemente sobre el escritorio, se levantó del diván, se paró frente a mí me tomó las manos atrayéndome hacia ella, quedamos frente a frente. 

-Quiero pedirle un último favor, si me lo permite, antes de ingresar al monasterio, me lo dijo hipnotizándome con la inmensa vastedad de sus ojos negros. Se acercó, pude sentir la respiración entrecortada, expectante, le solté las manos para poner las mías sobre sus hombros y guardar cierta distancia, un leve estremecimiento le recorrió el cuerpo. -¡Hágame el amor!, lo soltó así, sin ambivalencias, sentí como si de repente hubiese abierto la puerta de una sauna y me dispusiera a entrar, el fogaje del deseo me inundo. -Quiero estar con un hombre antes de hacer mis votos de castidad, sentenció mientras apretaba su cuerpo al mío trenzando las manos en mi espalda. El sátiro de la lujuria rompió las cadenas que lo ataban a la cordura, se desbocó, le solté los hombros, bajé las manos a los glúteos y la apreté contra mí. Me ofreció la boca jadeante, anhelante, absorbí su cálido aliento en ese hambriento beso como llenando un vacío de soledades enormes e insomnios eternos que la atormentaban.

Reaccioné y me contuve, forcejeé tratando de deshacer el nudo de abrazos y caricias en que nos encontrábamos, la aparté. Me miró desconcertada. Traté de bajar la calentura; por mi mente pasaron un sin número de dudas, ¿por qué a mí, por qué tan fácilmente, que busca? Pensé en una demanda por acoso sexual, estaba en el trabajo, me podría acusar fácilmente de ello, o estaba enferma o loca. Me enfríe. Le mentí prometiéndole que fuéramos otro sitio, otro día, en otra ocasión. Me ofrecí a llevarla al apartamento.

En el camino hablamos banalidades, creo que esquivando el incidente. Cuando llegamos noté que no había vuelto a mencionar al hijo ni mucho menos a el parecido que encontraba conmigo, me entraron más dudas y desconfianza. Subí con ella llevándole la pesada maleta a cuestas, entramos, era un pequeño estudio en Astoria, un suburbio griego de Queens. Estaba en penumbras, encendió una lampara de pie estilo Tiffany, la tenue luz reflejada por los cristales de colores le dio un aspecto de secretismo y complicidad a la sala. fue directamente al refrigerador, sacó una botella de Merlot, sirvió dos copas. Estaba depositando la maleta en el suelo cuando se acercó, me ofreció la copa. Dudé, di un paso atrás negando con la cabeza y buscando la puerta de salida. Pero la copa estaba fría, el vino estaba servido, la intimidad del ambiente lo merecía. Me la bebí de un tajo.

La sala no tenía muebles, solo una gruesa y mullida alfombra en el centro, cojines y almohadones regados por doquier, incensarios en las esquinas, veladoras aromáticas, me senté en el suelo recostándome en los cojines. Encendió las veladoras, prendió los inciensos, puso música suave, relajante. Me sirvió la tercera copa de vino. El vino que olvida penas, alegra corazones, aviva pasiones comenzó a adormecer mi cordura despertando a mis alocados sátiros. Fue al cuarto, volvió vistiendo un kimono japonés de seda estampado con flores llamativas en fondo rojo. Se sentó frente a mí con las piernas dobladas a un lado, sacó de un pequeño cofre de madera que estaba sobre la alfombra una bolsita y un papelillo amarillento y rectangular, esparció un poco del contenido de la bolsita sobre el papel, lo enrolló, lo encendió, aspiró intensamente el humo, me lo pasó.

Fumamos y bebimos. El decoro se nos cayó, la ropa también, rodamos por la alfombra enredados en un nudo sexual indescifrable, cabalgó toda la noche sobre mi llegando al paroxismo de la locura en cada orgasmo. Pareciera que no hubiera un mañana para ella, quería consumirlo todo en ese instante, disfrutarlo todo, experimentarlo todo hasta más allá de toda cordura. El goce de los cuerpos desnudos, el vino que encendía pasiones más la hierba que aletargaba y extremaba las emociones se fueron diluyendo a medida que la noche avanzaba hasta que desperté al otro día sin saber dónde estaba ni con quien. Despacio, sin mucho ruido me levanté, me vestí. Me escabullí.

Para mi había sido un encuentro de una noche un "in and out" dado por terminado. Para ella, apenas comenzaba. A los dos días llegó con una caja de chocolatinas y unas flores. Fue directo a abrazarme sin importarle las personas a mi alrededor. La esquivé con cortesía, suavemente la llevé fuera del negocio para decirle que no se apareciera inesperadamente en horas laborales, que me llamara antes de intentar venir. Se molestó, me sacó en cara "lo nuestro", que en qué quedaba lo de la otra noche, la pasión, los besos, ¡qué éramos el uno para el otro!, ¡qué este amor no se podía acabar así!, qué yo estaba confundido, que me iba a dar unos días para que recapacitara y que ya volvería.

No fueron unos días, al siguiente se apareció, entró haciendo caso omiso de lo hablado el día anterior, parecía que la conversación anterior no se hubiera dado, llegó contenta, como si fuéramos una pareja feliz, un noviazgo perfecto o tal vez un matrimonio ejemplar. Pero no se demoró, - ¡mi amor, te espero en casa esta noche, prepare una cena especial para ti, no tardes! Dio media vuelta y se marchó. Quede atónito y la gente a mi lado más que sorprendida. Trate, durante el día de olvidar el asunto, pero me fue imposible, la veía entrando mil veces por la puerta riendo a carcajadas con los ojos desorbitados, eso me asustaba más a cada minuto.

Llegó el siguiente día y con él mi angustia, mis ojos no se despegaban de la puerta, pero no apareció, al final del día me relaje. Al terminar la jornada, muy tarde en la noche, cerrando la puerta del estudio sentí una voz a mis espaldas y a alguien que se abalanzaba para abrazarme. Asustado me desprendí del abrazo para girar y enfrentarme a la persona que suponía era. Tenía el rostro desencajado y los ojos rojos, tal vez de llorar. - ¿Por qué me haces esto mi amor?, me recriminó tratando de acercarse de nuevo. La aparté y retrocedí, le dije que estaba equivocada, que lo nuestro solo era un encuentro casual, nada más. Que ambos teníamos caminos diferentes, que nos habíamos encontrado en un cruce y que aquí nos despedíamos. De nada valió, arremetió con más fuerza, comenzó a vociferar llamando la atención de la gente que pasaba cerca de nosotros. Trate de llevarla a una calle lateral de la avenida para evitar el escándalo, ella aprovechó para tomarme el brazo y caminar como una pareja feliz. Avanzamos por la calle mientras le hablaba para disuadirla de su obsesión, pero no escuchaba, no entendía, me contestaba ignorando mi rechazo, la lleve a la estación del tren, opte por ceder un poco prometiéndole que mañana hablaríamos con más calma. La observé alejarse por la ventanilla del tren, le vi en el rostro una angustia, una soledad infinita que me auguraban que mi pesadilla apenas comenzaba.

Extremé las medidas de precaución en el estudio, mantenía la puerta de la calle cerrada para librarme de visitas sorpresa, en las noches salía por la puerta de atrás. Funcionó para evitar encontrármela, Pero casi todos los días se paraba en frente de la vidriera mirando hacia adentro. Era como un solitario naufrago perdido en una pequeña isla en medio del mar oteando el horizonte para divisar algún barco que la rescatara. Ese barco fui yo, había llegado a la desértica playa, la había rescatado, la había subido a la embarcación solo una noche para después abandonarla a su suerte en la desolada isla otra vez. Mas sin embargo ahí estaba, parada, con lluvia, con sol, carcomiéndome la conciencia, acrecentándome la compasión. En varias ocasiones trató de entrarse al abrirle la puerta a los clientes. Se me estaba agigantando la pesadilla, tenía que buscar una solución rápida y definitiva.

Cuando llegué a la comisaría de Elmhurst en Queens y le dije al encargado que estaba ahí para una querella por acoso sexual, sin quitar la vista del papel que tenía en las manos me preguntó quién era la acosada por que tenía que estar presente para la denuncia. -El acosado soy yo, le dije vergonzosamente mientras me acercaba el para que me escuchara. Levantó la vista del papel y me observó de arriba abajo incrédulamente. Entre risitas me indico una ventanilla a la cual tenía que acudir, fui hacia allá, había unas cuantas muchachas haciendo la línea, me ubique detrás de ellas tímidamente tratando de pasar desapercibido. Luego llegaron dos señoras a la cola muy parlanchinas tratando de entablar conversación, pero no les di el chance de averiguar el chisme.

Nunca lo supe, pero supongo que la orden de restricción le debió llegar a sus manos porque a partir de ese momento no volví a verla parada frente al estudio. Fue un alivio muy grande deshacerme del acoso de aquella pobre mujer, aunque a veces pienso que sería de ella, la paranoica, la obsesionada que me brindó una de las noches más demenciales y eróticas de mi vida.


6 - Una esposa ejemplar

Frente al estudio funcionaba un restaurante colombiano, el ayudante de cocina era un muchacho caleño, hincha del Deportivo Cali a morir. Gordito alegre y jovial, enamorado de su joven esposa e hija, una preciosa niña de unos cinco añitos con cabello dorado rizado espectacular. Casi siempre, antes de llegar al restaurante pasaba por el estudio para conversar de fútbol, de política y de chismes. De vez en cuando llegaba con la esposa, una trigueña esbelta, más alta que él, de la cual la hija había heredado el cabello dorado, aunque un poco más oscuro que la hacía muy atractiva. No llegaban a los treinta años, tal vez menos de veinticinco, eran la pareja perfecta, un matrimonio ejemplar.

Una tarde de tantas el buen amigo en medio de sus chistes y anécdotas me dijo que la esposa necesitaba unas fotos para un nuevo trabajo pues con el actual llegaba muy cansada a la casa; eso la estaba enfermando, por supuesto a él le afectaba. Quedamos para la siguiente semana.

El día acordado llegó y como todas, se apareció con su maleta llena de ropa, el marido la traía a cuestas. Bajamos al estudio, se acomodaron en el vestidor, él le seleccionó la ropa por colores y apariencia, luego se despidió de beso y abrazo muy tiernamente, no sin antes desearle suerte con las fotos. -Con la ayuda de Dios y las fotos que le vas a tomar, - me dijo, -mi mujercita conseguirá el nuevo trabajo, le caerán buenos clientes. 

Quedamos solos, me dispuse a esperarla a que saliera del vestidor para las primeras tomas. Salió espectacular, me quedé mirándola de arriba abajo embelesado, fascinado, no supe que decirle, seguí sentado en el escritorio mientras ella se acercaba. Llevaba una lencería roja en seda y encaje. Que transformación, de la abnegada esposa trabajadora que entró a cambiarse, salió una seductora muchacha totalmente diferente. - ¿Como luzco, cree que me veo atractiva? -Si, se ve muy bella, su marido debe de estar feliz de tenerla por esposa, le respondí. -Él fue el que me escogió la ropa, es muy comprensivo conmigo, me aseguró.

Inicié la sesión de fotos. Eran para un catálogo, me explicó. Entre cambio de ropa y fotos me fue contando la historia de su vida. Llevaban dos años en los Estados Unidos, habían hecho la travesía por México para ingresar en la frontera. La niña tenía entonces dos añitos, anduvieron un mes con los coyotes sorteando toda clase de peligros y vicisitudes hasta llegar a Nueva York. No consiguieron trabajo tan fácilmente, durmieron en la calle, comieron sobras, el desespero los llevó a buscar cualquier clase de trabajo por denigrante que fuera. Poco a poco me fui dando cuenta de lo humilde que era, procedía del campo, por la forma de expresarse deduje que nunca fue a la escuela.

Él había comenzado unos meses atrás como ayudante de cocina en el restaurante de enfrente, ella consiguió un trabajo de masajista en un local a dos cuadras de distancia, era un antro de mala muerte, la clientela en su mayoría eran hombres solos que buscaban un escape a sus duras faenas diarias. La dueña del lupanar era una centroamericana vieja y regordeta sin escrúpulos que les exigía tratar bien a los clientes, además de complacerlos en todo. Ella se embolsillaba la mayor parte de las ganancias, las pobres muchachas solo se llevaban un mínimo porcentaje de dinero. Lo que si arrastraban para sus casas era la suciedad que sentían, el dolor que soportaban, la culpa que las carcomía al atender y complacer tantos desdichados en un día. Afortunadamente ella tenía a su fiel marido que abnegadamente la consolaba, le lavaba su cuerpo para limpiaba de todo pecado y la hacía dormir en sus brazos asegurándole que vendrían tiempos mejores.

Y los tiempos mejores habían llegado, me aseveraba mientras se desnudaba y escogía otra sugestiva y diminuta lencería para lucir en la siguiente foto. El catálogo, me dijo llena de esperanza con una sonrisa de triunfo, era para una empresa de “High Class Scort Services” que trabajaba con un exclusivo club en Manhattan. -Es otro nivel, me aseguro, un cliente al día, menos estrés, buena plata para poder darle a mi esposo y la niña la vida que se merecen.

Al rato llegó el sacrificado esposo, entre los tres escogimos las mejores fotos para imprimir el catálogo. El la consentía, la besaba, ella tiernamente le correspondía con susurros de “te quiero”. 

Se fueron abrazados, contentos, esperanzados por que la suerte les había cambiado, -soplan vientos de abundancia, gracias a Dios, me dijeron al despedirse. Los vi alejarse hasta que doblaron la esquina.

¿Será que el amor verdadero alcanza para eso?, me pregunte. ¿Quién aguanta más en aras de la grandiosa e inquebrantable adoración que se profesan?, él que sabe que su adorable esposa se está prostituyendo, o ella que al hacer el amor con su esposo cierra los ojos y ve desfilar por su mente una y otra vez los clientes de la semana profanando su cuerpo. Era un dilema que no tenía idea como contestar.


7 - El banquete de la abundancia

En el mismo restaurante del frente trabajaba una mesera gordita, joven, menos de veinte años, rubia de ojos claros, Rebozaba alegría, juventud e inocencia. Pero por dentro parecía un volcán a punto de estallar. Lo notaba en los ojos cada vez que la miraba; con picardía me le acercaba a hablarle, percibía un torbellino de pasiones sin aflorar que se agigantaban en su pecho. Me aproximaba más para decirle al oído indecencias y provocaciones que la hacían cerrar los ojos, ruborizarse y suspirar profundo. Parecía sacada de “Rome”, la película de Fellini con sus opulentas orgias repletas de obesas odaliscas bañadas en vino, comida y sexo, o así me la imaginaba en medio de mis sueños más pervertidos.

Lo cierto era que estaba obsesionado con ella. Me propuse hacerle un estudio fotográfico recreando un banquete romano. Me di a la tarea de asecharla. Cada que la veía llegar al restaurante salía del estudio a saludarla efusivamente, entre piropos, indirectas y adulaciones la fui llevando suavemente al brete. Por aquellos tiempos yo era un depredador hambriento, olfateaba la víctima, le seguía la huella como los perros de caza oteando el aire para ir acorralándola. Poco a poco le derrumbaba prejuicios, le esquivaba rechazos, le cortaba escapes llevándola al final vencida y confinada al altar de los sacrificios: la cama, donde la ofrendaba a Eros en un festín digno de Calígula.

Así fue, en poco tiempo bajamos al estudio, una noche en que todos se habían ido a sus casas. Ella y yo solos. Esa voluptuosa redondez hecha mujer bajando las gradas delante de mí. El sátiro de la lujuria danzaba alborotado en mi interior tratando de salir a hacer de las suyas, yo lo persuadía cerrando los ojos, respirando suave y acompasadamente, necesitaba darme tiempo para encender la hoguera donde la iba a calentar de a poquitos con suaves mimos con leves caricias. Cómo el plato principal del banquete que era. requería ser adobada con las más afrodisiacas especies de mi repertorio.

Atenúe las luces del estudio, la conduje al vestidor, le escogí una túnica blanca, la puse frente a mí, le solté el cabello, comencé a desabotonarle la blusa pausadamente, me miró sin decir nada, como resignada a su destino. Puse mis manos en los desnudos hombros, fui deslizándolas por los brazos. Al irla rozando la piel se le fue erizando, le apreté las manos un momento. Seguí con el pantalón, se lo fui bajando mientras me iba hincando, llegue a los pies, le levante delicadamente una pierna para despojarla de la prenda, luego hice lo mismo con la otra pierna. Me levante aspirando el olor de la piel recién descubierta, de su sexo húmedo y anhelante, Puse el pantalón a un lado, le tome las manos nuevamente, estaba jadeante, le dije que saliera con la túnica puesta y sin ropa interior. La sentí trepidar, le solté las manos, la dejé deseosa esperando más de mí. Salí del vestidor, le estaba avivando la pasión de a poquitos, ya casi iba a estar en el punto de cocción perfecta. 

¡Y salió Afrodita del vestuario!, Llevaba una diadema de laureles en la frente, vestía la túnica de seda blanca anudada a la cintura con un cordón dorado que le resaltaba las opulentas caderas, iba descalza, los pies eran aporcelanados y diminutos, un manjar para cualquier fetichista. Se paró frente a mi diciéndome: -Que me va a hacer?, habló con una vocecita inocente y nerviosa. El sátiro de la lujuria sacó las pezuñas, avanzó relamiéndose hacia ella, pero lo contuve. Aún faltaba, necesitaba un poco más de ardor para que perdiera el temor y la vergüenza, para que delirante olvidara el decoro y se convirtiera en una loba en celo dispuesta a morir en la batalla.

Iniciamos la sesión de fotos usando fondos de imágenes romanas proyectadas en el telón. Después de cada toma me acercaba con el pretexto de acomodarle el pelo, la túnica o lo que me apeteciera, aprovechaba para rozarla con malicia, provocarla con sutileza. Entrecortaba la respiración, me miraba ansiosa, volvía y me retiraba para el siguiente set de fotos dejándola sedienta. Acomodé en el suelo dos columnas romanas de imitación mármol para las fotos de desnudos. Me acerqué nuevamente a ella, le solté el cordón de la cintura, la miré intensamente, le despojé la túnica. Instintivamente se cubrió los pechos y el sexo con las manos; se las retire sin encontrar resistencia. Por un infinito instante me embelese extasiado ante el abundante y generoso cuerpo que se me ofrecía a la vista. Los abombados pechos turgentes, esféricos desafiaban la ley de la gravedad. El sexo esponjoso, abultado apenas sobresalía de los pródigos muslos que lo aprisionaban. El sátiro volvió y espoleó mi libido, la miré de nuevo golosamente, comencé a alejarme. Pero ella con un apetito recién descubierto y unas ganas primitivas e inéditas de saciarse se abalanzó sobre mí, me besó con avidez, me arrancó la ropa casi que a jirones y apresuradamente; estaba en ebullición, fuera de sí, me tiró al suelo, brincó, se acaballó desbocándose a galopar frenéticamente hasta que el volcán hizo erupción.

Fue una batalla de gladiadores, un cuerpo a cuerpo de dos fieras salvajes devorándose a dentelladas, arañándose hasta desangrar, saciando con apetito una hambrienta lujuria que no acabábamos de satisfacer. Ella, con un presuroso deseo lo consumió toda esa noche, buscaba hartarse de placer, llenarse de mi con desespero, como dos condenados a muerte con las horas contadas nos aferrábamos a nuestros cuerpos para perpetuar el instante, para inmortalizar la tribal copula.

Se convirtió en mi amante por casi dos años, vivía a dos cuadras de estudio, casi siempre nos encontrábamos ahí. Cuando ella quería me llamaba, cuando yo la necesitaba llegaba al apartamento. Funcionaba bien, pero mi errante condición poco a poco me distancio los encuentros, como buen cazador, después de atrapada la presa, paulatinamente iba perdiendo el interés mientras mi olfato rastreaba otras capturas.

Un día cualquiera me llamo para preguntarme si lo nuestro iba en serio, que ya era tiempo de irnos a vivir juntos, le respondí que no, que no estaba listo. Tenía un pretendiente que le prometía una vida juntos, me dijo, y que entonces le iba a aceptar la propuesta, le respondí que era lo mejor. Se despidió para siempre.


8 - La muñeca de trapo

Había comprado un viejo bus escolar para transformarlo en “La Chiva”, el típico medio de transporte campesino de Colombia; el bus escalera. Se aproximaba el 20 de julio, fecha de la independencia de Colombia. “La Chiva” estaba invitada a participar en el desfile de la comunidad colombiana conmemorando la fecha patria por las calles de Manhattan. Tendría el honor de transportar la comitiva del Centro Cívico Colombiano incluyendo la Reina con toda su corte. Cubriría el evento tomando fotos; más que todo, del recorrido de “La Chiva” por las calles de La Gran Manzana. El bus estaba pintado con los colores de la bandera, el techo tenía una parrilla cubriendo toda la superficie conteniendo bultos de café, racimos de plátano, canastos repletos de mercado y una variedad de utensilios de labranza campesinos para hacerlo más original. Estaba abierto a los costados para acceder directamente a los asientos. Por donde pasaba llamaba la atención, los curiosos casi siempre le tomaban fotos.

La propietaria era una abogada que había sido juez en Colombia. Por motivos de amenazas permanecía exiliada en Nueva York. “La Chiva” estaba registrada como vehículo recreativo, le sacaba buenos dividendos con sus paseos y recorridos turísticos. Ella rozaba los cincuenta o más, de carácter dominante y autoritario. Acostumbrada por su profesión a decir la última palabra, no aceptaba contradicciones. Vestía casi siempre trajes ejecutivos, tacones altos. De piel trigueña clara, pechos abultados, cuerpo robusto, se le comenzaba a notar la decadencia corporal por el paso de los años, en el rostro se le acentuaban las líneas de expresión, lo que hacía difícil entablar una conversación con ella sin suponer que estaba enojada.

Las fotos resultaron magnificas. “La Chiva”, desfilando por la Quinta Avenida en Manhattan con los colores de la bandera. Sobre el techo del bus la Reina iba repartiendo besos y saludos, la multitud ovacionándola a su paso, las comparsas bailando cumbia al son de “La Pollera Colorá”, los gringos pasmados y extrañados de ver ese pequeño mundo “Macondiano” con su “Realismo Mágico” invadiendo ruidosamente “La Gran Manzana”.

A pesar de su fuerte personalidad nos hicimos amigos, me convertí en el fotógrafo oficial de los eventos y actividades en los cuales participaba “La Chiva”. Casi siempre la acompañaba a los cocteles y reuniones de negocios. En una de las tantas noches en las que asistimos a un evento nos pasamos de copas. Al salir del establecimiento y llegar a la calle un gélido viento de invierno nos envolvió. La abracé instintivamente para protegerla, se pegó a mi cuerpo buscando calor. Una densa capa de nieve caía silenciosamente alfombrando las solitarias calles, caminamos abrazados un largo trayecto mientras llegábamos a la estación del tren. Nos dirigimos a Queens, donde recogimos el carro para seguir rumbo al apartamento. Al llegar me invitó a pasar para tomar café. Adentro le ayude a despojarse del pesado abrigo que llevaba puesto, pero me acerque demasiado, entre risitas y forcejeos la besé. La solté inmediatamente sorprendido, apenado por mi osadía, ella reaccionó riéndose coquetamente, se acercó de nuevo para continuar con el beso. Pasamos a las caricias y a retozar en el sofá para luego llegar semidesnudos a la cama.

No obstante, del temperamento fuerte y dominante que la caracterizaba, resulto ser diametralmente opuesta en la cama, casi que abandonada al “hágame lo que quiera.” Acostada cuan larga era, esperaba a que la manipulara como a una muñeca de trapo; subirle un pie, subirle el otro, colocarla boca abajo, voltearla hacia un lado. No sabía exactamente si era el efecto de los tragos, pero tenía una impasibilidad de sonámbula. No la escuché gritar ni gemir en toda la noche, no supe tampoco si tuvo un orgasmo o no, inanimada totalmente. Terminamos más por cansancio de mi parte que de ella. Me salí de la cama para tomarme el café. Dejé la muñeca de trapo acostada en la cama durmiendo, me fui.

Seguimos saliendo más por la relación comercial que por algún interés de mi parte. Aunque cuando se pasaba de copas terminábamos en la cama. Yo posicionando la marioneta, ella dejándose articular en silencio. Afortunadamente para mí, por esos tiempos le llegó el hijo de Colombia y se instaló a vivir con ella, por lo tanto, nos quedamos sin lugar para los encuentros. Se espaciaron las visitas para cuando el hijo no estaba en casa y así, con el tiempo fueron desapareciendo las citas hasta olvidarnos por completo el uno del otro.


9 - La joven esposa desatendida

La juvenil pareja llegó con él bebe recién bautizado, querían unas fotos profesionales para perpetuar el sagrado momento. Bajamos al estudio para cumplir con mi trabajo. El esposo, un trigueño bajito, un poco subido de peso se sentó en la primera silla que encontró. -El sobrepeso lo agita demasiado, me comentó la esposa. Ella era también trigueña, cabello azabache, lizo, muy largo, la cara alargada con unas prominentes cejas espesas, frente amplia, pómulos salientes unidos por unos labios gruesos, carnosos, jugosos. Al hablar los humedecía involuntariamente con la lengua, era una peligrosa tentación para mi sátiro.

Hicimos las fotos, el esposo casi no participó por estar cansado y sentado. Ella siempre con su bebe cargándolo, acomodándolo para las fotos, conversando conmigo muy animadamente. Después de la toma de fotos, nos pusimos de acuerdo para llevarle las pruebas en la siguiente semana a su apartamento para mayor comodidad de ella y él bebe

El día acordado la llamé para confirmar la cita, me comentó que el esposo no estaba, -no se preocupe, voy otro día, le dije inmediatamente. Me insistió que fuera, que ella escogía las fotos, que estaba mejor así. Y así fue, llegue con el cartapacio de fotos bajo el brazo. Me recibió en levantadora, recién se había bañado, terminaba de darle pecho al bebe. La maternidad, los abultados pechos, el cabello mojado, los labios húmedos la hacían demasiado provocativa para mi sátiro que comenzaba a espolearme para que actuara. Nos sentamos en la sala, puse las fotos en la mesa de centro, ella comenzó a seleccionar las mejores para ampliarlas.

Entre foto y foto nos reíamos, conversábamos animadamente aprovechando que él bebe dormía plácidamente. Estábamos sentados muy cerca, la rozaba intencionalmente para medir su reacción, me le acercaba para mostrarle detalles de las fotos. Aspiraba sutilmente el olor de su piel, del cabello mojado Me invadía el aroma de la leche materna que producían los pezones recién succionados. Las feromonas que secretaba me indicaron que estaba deseosa de sexo. Liberé el sátiro para que se desbocara. -Su marido debe de estar muy feliz, la maternidad la hace bella… y sexy. Le dije mientras me acercaba a quitarle un mechón de pelo que le cubría la frente. Giró el rostro para mirarme, me ofreció jugosa la boca entreabierta, la bese a borbollones.

Nos incorporamos, le desabotoné la levantadora, quedaron al descubierto los hinchados pechos lactantes, voluminosos, de aureola agrandada por la maternidad, por los oscuros y rugosos pezones goteaba leche, los abarqué con mis manos, me sacié mientras ella gemía de placer. Le bajé las bragas, la tumbé en el sofá, quedó al descubierto su sexo, frondoso, exuberante, oscuro, húmedo como una tupida jungla tropical; avancé por esa maraña hasta encontrar la gruta donde estaba incrustado el rubí, lo bruñí para hacerlo centellear. Ella se aferraba con sus manos ansiosamente al sofá, a mi espalda, a mi cabello, se soltaba a ratos y me clavaba con fiereza las uñas. Yo seguía buceando en la gruta, aullaba, clamaba por más y más, en un instante arqueo su cuerpo como si fuera a levitar, contrajo los músculos, en un intenso espasmo soltó el dique que sostenía la represa de la abstinencia, de sus resequedades. Me inundo con su esencia en un interminable desagüe que poco a poco fue apagando su voz y sus movimientos hasta quedar completamente desmadejada. Pasamos a la cama, él bebe dormía, la mama gozaba, mi sátiro se deleitaba.

Fue una amante entregada, intensa y apasionada que me brindó tardes inolvidables. Tal vez suponíamos que ese momento podría ser el último por eso era tan sublime, como si en cada beso, en cada caricia nos estuviéramos despidiendo. Así fue, una tarde pasé por su apartamento para visitarla, me abrió un desconocido, al preguntar por ella me dijo que él era el nuevo inquilino, que no sabía nada de los anteriores ocupantes.  


10 - La flaca de los mandados

No sé cómo ni cuándo llegó al estudio, lo cierto es que de un momento a otro comenzó a ir por el negocio todos los días, nos hacia los mandados, compraba el café, entregaba pedidos, limpiaba el local, hasta atendía clientes. Era flaca y desaliñada, pelo corto, sin maquillaje, vestía siempre ropa desajustada, pantalones cortos, camisetas anchas, viéndola sin atención, presta a salir corriendo parecía un muchacho, estaría en los treintas. Solicita y apurada ante cualquier sugerencia o pedido.

La flaca, le decíamos. Flaca trae café, la flaca corría. Flaca se acabó el jabón, la flaca iba por él. Tenía la particularidad de mimetizare con el entorno y pasar desapercibida. En muchas ocasiones cuando la necesitaba para algún mandado, miraba alrededor para localizarla, pero ella estaba a mi lado, mas no lo había notado.

Pasaba desapercibida si… pero era mujer, mi olfato de perro cazador oteaba una posibilidad, el sátiro me fustigaba a curiosear.

Un día cualquiera bajé al estudio, la encontré cambiando un bombillo del vestidor. El espejo del tocador estaba enmarcado por una hilera de luces. La flaca estaba empinándose para alcanzar uno de ellos y reemplazarlo. Me acerque por detrás para ayudarla. La blusa le salía del pantalón, se le había subido. Pude ver por debajo unos incipientes pechitos que le colgaban como dos campanillas de árbol de navidad. Le metí las manos por debajo de la blusa, los atrapé. -Flaca te ayudo a sostenerte, le dije con malicia atrayéndola hacia mi mientras jugueteaba con los pezoncitos. Se sorprendió un poco, pero apenas la pegue a mi cuerpo, suspiro anhelante. -Que está haciendo, nos pueden ver, dijo sin ninguna convicción ni resistencia. -aquí no, repitió en un susurro inaudible. La solté un momento, fui a cerrar la puerta del vestidor, me espero quieta, con la blusa aun levantada mostrando las campanillas. Me acerque, la voltee de cara al espejo, ella puso las manos sobre el tocador mientras le bajaba los pantalones, la penetré.

La flaca se restregaba como gata consentida, era tan livianita que en cada embestida se levantaba del suelo, emitía unos suspiros largos y ahogados casi infantiles. En una de las estocadas soltó un quejido lastimero, me detuve para preguntarle si estaba bien. La flaca bajó el cuerpo para quedar apoyada en los codos levantando un poco más las caderas, sin decir nada me instigo a seguir. Seguimos con los embates y los quejidos ahogados hasta que de pronto se quedó quieta, tensó el cuerpo, apretó los muslos y en un suspiro silencioso llegó al cenit para dejarse caer bañada de placer.

La flaca se convirtió en la incondicional, la palangana de mis urgencias, la que estaba ahí en todo momento presta a todo, a cambio de nada. Flaca bajemos al estudio, la flaca bajaba. Flaca cerrá la puerta, la flaca corría a cerrarla, flaca de espaldas, flaca Arrodillate, la flaca obedecía. Flaca hoy voy a estar ocupado en el estudio con una modelo, no bajes, la flaca obediente aceptaba, se resignaba. 

Pero como lo fácil aburre y la monotonía cansa, llegó el momento en que la flaca me estorbaba, entre más se me ofrecía, más me fastidiaba, más la evitaba, hasta que amaneció el día en que me atreví a decirle que no volviera más por el estudio. Así como llegó, se fue y como todas las personas que solo se cruzan en nuestro camino por breves momentos, terminado el momento desapareció de mi vida. 


11 - La aristócrata esposa del torero

Tenían la gastada estampa de los decadentes, de los que fueron y no son, de los que van cuesta abajo marchitándose en su miseria. Buscaban perpetuar sus glorias pasadas con unas fotos. El con su traje de luces, ella con su vestimenta taurina completa, desde el sombrero Cordobés hasta las botas Flamencas. Acordamos una fecha para que el obturador de la cámara los perpetuara para la posteridad.

Llegaron cargados de maletas, supuse que la sesión iría para rato así que me dispuse a tener paciencia. Se tomaron su tiempo para vestirse y maquillarse. El torero estaba en los setentas, espigado, alto, con ademanes sobre actuados, parecía una caricatura hecha de un solo trazo, nariz alargada, pelo engominado y un poco encorvado, salió caminando del vestidor como si le estuviera dando la vuelta a la plaza de toros y el público lo ovacionara. Sentí pesar por el peso que llevaba en los hombros de glorias pasadas, lo estaban carcomiendo en su vejez. Ella salió vestida con elegancia de aristócrata. Pañoleta roja al cuello, blusa blanca de seda, pantalón azul oscuro con prenses, llevaba terciada al hombro una bota taurina. Era alta de esbelta figura, movimientos delicados, se le notaba que procedía de familia adinerada. Conservaba el brillo de una belleza inusual, estaría en los sesentas, pero parecía de cincuenta o menos. Hablaba en voz baja, pausadamente como escogiendo cada palabra que pronunciara. Daba gusto escucharla. En un periódico local les habían prometido un reportaje, quería estar preparada con las fotos, por eso estaban en el estudio.

Mas que todo, las fotos eran para el torero. Ella con la delicadeza de sus modales lo ayudaba en las poses, le componía el traje, lo consentía amorosamente. Mas que amor, era una abnegación sin límites la que le profesaba. A veces se me acercaba para insinuarme una que otra pose o fondo diferentes. En su juventud había estudiado un poco de fotografía, en especial le gustaban las tomas en blanco y negro. Hice unas cuantas, para complacerla, además la dejé que usara la cámara a su antojo, empleamos luces intensas para trabajar con las sombras. Estaba contenta, por un momento dejó de centrar su atención en el torero y fue ella, la fotógrafa, la que quiso ser y no pudo. Miraba los equipos, los lentes, usaba un angular, cambiaba al otro, interponía diferentes filtros en los lentes, reía y tomaba fotos, hasta me propuso acompañarme al cuarto oscuro para participar del revelado de los rollos y la impresión de las imágenes. Le prometí que cuando llegara el día, la llamaría para hacerlo juntos. Se puso feliz, sorpresivamente saltó de la alegría, me abrazó. Reaccionó, me soltó, volvió a guardarse en su coraza de la mujer de hablar pausado y movimientos aristocráticos.

Regresó a la hora acordada para acompañarme al cuarto oscuro. Había estado pensando en ella mientras se llegaba el día, la veía como una señora muy refinada viviendo en una burbuja de cristal, en un mundo inalcanzable para mis terrenales y mundanos deseos. Por eso cuando entramos al cuarto oscuro, entré con la mayor inocencia del caso, estaba dispuesto a portarme como un caballero que sabe respetar a una dama.

Su estupor ante las maravillas del revelado de las fotos la embelesaban como una niña descubriendo la magia de la alquimia por primera vez. Ver ante sus ojos la transmutación de los elementos químicos la deslumbraba, descubrir como la imagen iba materializándose en el papel fotográfico puesto en la cubeta del líquido revelador la extasiaba. Sólo opte por mirarla en silencio mientras la dejaba hacer el trabajo. Ahora el admirado era yo. La tenue luz roja le reflejaba un brillo inaudito en los ojos, la piel nórdica del rostro absorbía el monocromático reflejo de la bombilla luciendo irreal, fantasmagórica.

Terminamos, encendí la luz del cuarto, nos sentamos a esperar a que las fotos se secaran. Conversamos un poco, no cesaba de agradecerme el estar ahí, viviendo esa experiencia. Me acerqué, le tomé sus manos entre las mías, -usted siempre será bienvenida, le dije mientras se las apretaba. Me miró con una intensidad infinita que pareció una eternidad para mí. De pronto me soltó las manos y de nuevo se sentó, se le enrojecieron los ojos, desprendió unas cuantas lágrimas. Me acerqué con precaución, temeroso pues supuse que tomarle y apretarle las manos había sido algo indebido. -Estoy muy contenta, me dijo. A veces de felicidad también se llora, me recalcó mientras se secaba las lágrimas.

Salimos del cuarto oscuro, nos sentamos en el diván un rato. Tenía garbo; al caminar, al sentarse, al hablar. Era la clase de mujeres que intimida a cualquiera por lo inasequible, pensé mientras la observaba desenvolverse. Llevaban diez años en New York, El recrudecimiento de la violencia, las escaladas guerrilleras los habían hecho replegarse fuera del país. Amenazas de secuestro y la falta de protección del estado les impidió volver a la finca donde vivían, dejaron todo abandonado. Esperaban que un cambio de gobierno mejorara las cosas para poder regresar. Ella trabajaba desde la casa como modista y el en una fábrica, era algo modesto, pero les daba para subsistir, El torero no se había adaptado al exilio, vivía de una notoriedad perdida y olvidada. Ella por el contrario era más realista, llevaba todo el peso de la relación. Trataba de olvidar el pasado para sobrevivir en el presente, en lo que eran ahora. 

Hablaba y hablaba, era como una cascada de cristalinos y suaves sonidos. La escuchaba sin interrumpir. -Mi esposo no ha podido superar el trauma de la cornada que lo dejó estéril e impotente en una de las corridas en la Feria de Manizales. - me dijo casi que en un susurro. Me quedé callado sin respuesta alguna. Hizo una larga pausa, continuo. -Es la primera vez que le cuento esto a alguien y en especial a un hombre, remató agachando la cabeza, sobándose las manos nerviosamente. -Siempre hay una primera vez, le dije concluyente. Me acerqué a tomarle las manos, luego con suavidad le levanté la cabeza para mirarla a los ojos. -Gracias por confiar en mí, le dije. -Usted es una mujer de admirar, cuente conmigo para lo que sea, le expresé mientras me levantaba y la abrazaba con ternura y aprecio. Se incorporó, me abrazó también. Fue un abrazo intenso. Sentí como su cuerpo se estaba despertando de un largo letargo y algo muy profundo comenzara a surgir de su ser más íntimo. La fragilidad de su cuerpo inactivo comenzó a palpitar, a respirar fuerte, percibí su pecho agigantarse como un mar embravecido. Levantó la cabeza tímidamente. En un suspiro hondo dejó rodar dos lagrimas por las mejillas. Se las bese, mis labios se empaparon de ese sutil sollozo. Bajé la boca para encontrar la suya, nuestros labios se abrieron, las lenguas se entrelazaron.

Con ese beso presentí lo que me esperaba. Una mujer que venía de atravesar un árido desierto con una pesada carga a cuestas; el torero castrado. Había llegado a un oasis, se iba a beber toda el agua que pudiera. Me prepare, no iba a ser en el estudio ni su apartamento. Encontré un motelito discreto y acogedor pasando el “Whitestone Bridge” en el Bronx. Fue una Fría mañana de invierno. Había estado muy temprano rentando el cuarto. Lo adorné con un ramo de rosas rojas, dejé un vino enfriándose en la hielera para cuando llegáramos, encendí la calefacción antes de salir.

Nos encontramos en un parqueadero comercial cerca del estudio. Antes de subirse al carro me hizo señas con la mano, me acerque, bajó la ventanilla del carro, la calefacción y un suave olor a perfume golpearon mi rostro. Estaba pálida, nerviosa, evitaba mirarme a los ojos. -Esto es una locura, no puedo hacerlo, me dijo tajantemente, tratando de cerrar la ventanilla para dejarme plantado. Con una sola llamada antes de salir de casa hubiera bastado para desistir, reflexioné; si está aquí es porque muy en el fondo lo desea, simplemente le falta convencimiento, supuse. -bájese del carro y vamos a tomar un café, está muy frío acá afuera, le dije poniéndole una mano en el hombro. -Un café, me replicó, acentuando la palabra café. -Si, un café, le contesté. Se subió a carro y puse rumbo al motel.

En el camino guardó silencio, se entretuvo mirando por la ventanilla, para traerla de nuevo al carro le comenté lo contenta y admirada que había estado en el cuarto oscuro revelando fotos, eso bastó para hacerla reír y conversar de nuevo dejando a un lado la idea de tomar café. Le sugerí de ir al motel para sentirnos más cómodos. -Pero no vamos a hacer nada, por favor, me dijo mirando para otro lado. -Claro, le respondí acariciándole la mano con ternura. Cogió mi mano entre las suyas y la apretó con fuerza.

Llegamos. Cerré la puerta tras mis espaldas. El lobo feroz se iba a dar un banquete, no con caperucita roja, con la abuela, pero una abuela añejada a la perfección, impoluta, guardada en el cofre del calvario su matrimonio. Con una veteranía de fruta madura, dulce y jugosa. La miré de reojo, estaba sonrojada. Le entregué las rosas alabando su belleza y confianza para estar ahí conmigo. Luego le serví una copa vino. Se la bebió de un sorbo, se sentó en la cama, seguía con el abrigo y la bufanda, la traje hacia mí para ayudarle con los aparejos de invierno, puse todo sobre el sofá que estaba en la esquina de la habitación, Nuevamente se sentó en la cama sin saber que hacer. La calefacción y el vino estaban haciendo efecto, estaba sofocada, me acerque para acariciarle la barbilla, no tenía maquillaje, no lo necesitaba, con los dedos le entreabrí los labios, la fui atrayendo, la bese. Se dejó, aun no participaba, la recosté con delicadeza en la cama mientras la seguía besando. Fui bajando con los besos por el cuello, subí para mordisquearle las orejas, la bese nuevamente, esta vez con más pasión, le arranque un suspiro, respiró hondo respondiendo a mi beso con avidez. Mientras nuestras bocas se devoraban le fui soltando los botones de la blusa, luego en un movimiento rápido me gire para quedar de espaldas contra el colchón y ella encima de mí, le solté el cabello que traía recogido, la seguí besando con el cabello cubriendo mi rostro, eso la excitó, entrelace los dedos en su pelo, lo halé, gimió, lo hale con más fuerza, me mordió los labios, se apretó a mi cuerpo, me miró con fuego en los ojos.

Le quite la blusa, la piel le ardía. Volví a girarme para colocarla bocabajo sobre la cama, le cubrí la espalda de besos, de mordiscos; gemía, suspiraba, se estremecía en pequeños espasmos. Llegué al pantalón, se lo fui bajando mientras la seguía besando y mordisqueando. Las blancas posaderas me tentaron a experimentar, les di una nalgada, gimió, les di más fuerte, clamó de placer, seguí con intensidad, grito de gozo al tiempo que las levantaba y me las ofrecía para que las profanara, me puse de rodillas, comenzó a friccionarse contra mí, con las manos las abrió, irrumpí con firmeza sus profundidades, la cabalgue sin freno, le solté la brida para que se encabritara, olvido el decoro, desbocados nos elevamos a alturas infinitas hasta llegar al delirio del clímax. 

Nos bebimos la botella de vino, nos bebimos los besos, agotamos las caricias, consumimos nuestros cuerpos y agotados y deshidratados nos fundimos en un abrazo que sabíamos solo guardaríamos en la memoria porque al siguiente día otros cuerpos nos abrazarían antes de acostarnos.

Solo fue ese encuentro, no hubo más. Al despedirnos esa noche me dijo que era mejor así, que de seguir le haríamos mucho daño a otras personas, era un precio muy alto que pagar, que después le iba a pesar toda la vida. La entendí, aún faltaban más de quince años para que la mujer que cambiaría mi vida llegara. Nos dijimos adiós y gracias por todo.


12 - Dominicana de pura cepa

Era una tormenta tropical con toda su fuerza y movimiento. Caminaba al son del merengue, No hablaba, gritaba. Gesticulaba con las manos, con el cuerpo. Era directa, sin ningún pulimento, un diamante en bruto, una hoguera chisporroteando que lo consumía todo a su paso. Imposible ignorarla, imposible dejarla pasar sin contagiarse de esa energía. Estatura mediana, trigueña oscura, cabello rizado, tupido, largo, alborotado, como toda caribeña la sangre de sus antepasados africanos le corría por las venas moldeándole el cuerpo con su característico trasero grande, redondo, como dos sandias que movía de lado a lado al caminar.

Se casó muy joven, y muy joven comenzó a parir, 5 hijos contaban cuando la conocí. Los chiquillos deambulaban por el pequeño apartamento del Alto Manhattan como micos enjaulados destruyendo todo a su paso. Cada que podía salir sin los críos sentía un alivio liberador, era un bálsamo que la reconfortaba, no quería llegar al desastre que usualmente le esperaba al abrir la puerta del apartamento.

La vi por primera vez viajando en el tren en Manhattan. llevaba una cámara fotográfica, estaba tratando de colocarle un nuevo rollo. Al verla pasar trabajo me ofrecí a ayudarla. Comenzamos a charlar, al momento me contagie de su vitalidad. Nos reímos como viejos amigos, en pocos minutos me contó de su vida, de sus hijos, de su Santo Domingo, del hacinamiento con su familia en el diminuto apartamento donde vivían. Antes de despedirnos la invite a pasar por el estudio.

Una tarde, como a la semana del encuentro se dejó caer por el estudio, vestía muy informal, camiseta ancha y descolorida, pantalón largo de franela, también muy suelto y sandalias. No llegaba a cumplir los treinta años. Me acompaño un buen rato. Hablaba comiéndose el final de las palabras, en especial las eses y con muchos modismos de su isla. Me hacía reír con sus ocurrencias. La invite a cenar a un restaurante dominicano muy conocido por su chicharrón de puerco y arroz con frijoles. Comió con ganas, guardo para llevarle sus hijos, estuve tentado de comprarle un plato extra para sus muchachos, pero me dio un poco de vergüenza.

Siguió yendo a visitarme cada vez que podía, cada vez sentía más curiosidad por ella. La imaginaba desnuda en la cama jadeante y sudorosa. Era el sátiro que me espoleaba para que me le insinuara, para que le propusiera. Pero no encontraba como llegar a esa playa y anclar mi barco. Un día, pasado más de un mes de conocerla la llamé porque estaba cerca de su apartamento, quería invitarla a comer. La note contenta de oírme. Salió al rato, lucia unos pantaloncitos cortos que le llagaban arriba de los muslos. Impresionante y provocadora para mi gusto. Apenas me vio comenzó a saludarme en voz alta, casi que, a los gritos, me bajé del carro resuelto a encontrarla a medio camino para silenciarla. Se abalanzó a abrazarme efusivamente diciéndome. -Si Mahoma no va a la montaña, la montaña viene a Mahoma. Caminamos abrazados, le abrí la puerta del carro, se subió.

El sátiro me urgía; entre verle los gruesos muslos acanelados e incitantes y mirar el camino mientras manejaba se me iba la mente en estrategias y encerronas para llevarla al redil. En un movimiento dominado por el demonio de la lujuria que habita en mí, le pase la mano por los apetecidos muslos. -Chico que hacé’. -Que tenés unas piernas muy bonitas y quería sentirlas, le dije sin retirar la mano mirándola a los ojos. Soltó una carcajada estridente mientras se acomodaba mejor en el asiento para quedar casi frente a mí.  - ¡Yooo!!!, con cinco hijos, e’toy hecha un desastre, ¿tu e’tá loco? -Loco por tenerte- respondí apretándola más. - ¿Verdá’, en serio, te gusto chico? -Ven, vamos a un motel y lo conversamos seriamente. -No sé, me da pena de que te desilusiones al verme desnuda, -si sos hermosa y muy provocativa-, le dije. -Respiras sexo por los poros, ven vamos-, le repetí. -colombiano coqueto, yo sabía que era’ un tigre. E’ta bien pero un rato nomá’, tengo cosa’ que hacé’. 

Encontramos un motelito en el camino, entramos. Llegó directo a bañarse, la espere fantaseando como saldría y que le haría. Salió con la toalla sujeta arriba de los pechos, se acostó en la cama. -Y ahora que chico, deja de mirarme y ven que me da frío, estiro los brazos para abrazarme. Le quite la toalla, el trigueño cuerpo se mostró ante mí. Los pechos cenizos remataban en unos pezones que tenían la huella y el alargamiento de cinco boquitas alimentándose desesperadamente, el estómago mostraba surcos estirados y encogidos en cinco ocasiones. Pero ella con su ciclónica fuerza, con su arrolladora personalidad que sobresalía sobre los residuos de sus embarazos se convirtió en una fiera primitiva dispuesta a la copula. Acaricie su sexo mientras la besaba, era una oscura, humedad y enmarañada mata de vellos que se extendía en ramificaciones bajándole por los muslos y subiéndole por el vientre hasta el ombligo. Estaba en estado natural. Iba a comenzar mi recorrido habitual, pero ella no me dejó, se puso sobre mí en cuclillas, su sexo absorbió mi virilidad, sentí como si entrara a un horno encendido, me invadió un calor, un ardor arrebatador que tuve que aferrarme a la cama para no descargarme todo en ese instante, pero ella embestía con delirio, gritaba con furia, jadeaba con desespero, se movía con frenesí. No pude más, doblegó mi resistencia, me diluí en sus entrañas, me dejé ir como en un profundo pozo sin fondo en una noche sin luna.  

Fui su esclavo, su marioneta, me uso, yo era pasivo y ella la activa, la que dirigía la siguiente posición, la próxima jugada. Tigre muévete, más duro tigre, tigre así, así, duro, no pares, ahí voy tigre, tengalooooo me gritaba inundando mi virilidad con un chorro de placer, para con un abrazo triturador estremecerse, luego en un espasmo elevarse y caer empapada en sudor extenuada en la cama.

Sabía lo que quería y sabia como obtenerlo, solo había que obedecerle. Se dio el gusto que quiso, se llenó de mi por todas partes, me exprimió fuerza y virilidad. Salimos unas cuantas veces más. Sus labores de mama, mis ocupaciones y lo lejos que estábamos nos fueron distanciando hasta el punto de que un día dejamos de llamarnos. Pero la recuerdo por su autenticidad, por su primitivismo, nunca volví a encontrar una como ella.


13 - La paisa otoñal y sensual

Como buen sabueso había aprendido a detectar los inconscientes mensajes que enviaban las mujeres cuando las conocía. Un sutil movimiento insinuante, una leve reacción de gusto al rozarlas, al posarles mi mano sobre el hombro un imperceptible fluctuar del deseo, al abrazarlas una anhelante ansia de más. Al mirarlas descubría en sus ojos, ansiedad, apetito, frustración, total indiferencia o rechazo, de acuerdo con eso avanzaba o me retiraba. Vivía para eso, pensaba en eso y actuaba para eso: ¡Fornicar!

Así sucedió con la paisita cuando llegó por el estudio. Quería unas fotos para pasaporte, nada del otro mundo, un trabajo de cinco minutos y adiós te vi. Estaría en los 45 o más, de sinuosas y onduladas formas, caminaba con cierta coquetería. Sabía lo que tenía, le gustaba que a su paso la desearan. Blanca de piel, cabello ensortijado castaño claro, alta e intimidante con su voluptuosa figura. Bajamos al estudio.

Por aquella época un amigo locutor barranquillero se había cambiado de ciudad, me dejo el apartamento donde vivía con dos meses pagos de arriendo, no quería entregarlo y dejarles la renta a los dueños. -Usalo, después lo entregas. - Me dijo riéndose a carcajadas a sabiendas en lo que lo iba a convertir. Un burdel personal. Compré una cama, una mesita de noche, un tocador de música, llené la nevera de licor. Quedó listo para mis invitadas de honor.

La paisita se ganó el privilegio de inaugurarlo. Tardé más de media hora para tomarle la foto, me demoré adrede mientras le conversaba, le alababa el cuerpo, la seducía. Aceptó sin rodeos, quedamos para el siguiente día en el apartamento. Antes de llegar al apartamento pase a comprar toallas, jabón, también compre un aceite para masajes y un poco de hierba, la paisita se lo merecía.

Sonó el timbre a la hora acordada, bajé a abrirle.  Estaba despampanante, un ajustado jean blanco le apretaba el cuerpo de la cintura para abajo, arriba una floreada blusa de seda le resaltaba los pechos que escapaban de salirse del sostén al caminar. Se había bañado en perfume y cubierto de maquillaje. Confieso que me fastidian los perfumes y el exceso de maquillaje, prefiero los olores naturales, las pieles limpias, pero igual no discriminaba.

Después de revisar todo el apartamento nos sentamos en el único mueble disponible; la cama. Le destapé una cerveza, me serví un vino. -Así que esta es tú polvera, - me dijo riéndose. -Aquí las traes a todas, como que sos muy perro, ¿no? -Sos la primera- le expresé mientras me dirigía al baño por el aceite. -Estás de suerte, hoy es martes de masajes, desvístete que te voy a subir cielo, -Presumido, me contestó, para luego recriminarme mientras se levantaba de la cama ¿será que alguien me puede ayudar a desvestir aquí? Le desabotoné la blusa por la espalda, estaba salpicada de infinidad de pecas, se las besé con delicadeza mientras seguía con el pantalón, con un poco de esfuerzo logré bajarlo. Brotaron libres las dos redondeces de los glúteos, blancos, carnosos y gelatinosos. 

Quedó expuesta su voluptuosa figura cubierta con un sostén ajustado que le abultaba y resaltaba los pechos y una diminuta braga de encaje negro cubriéndole casi nada de su sexo, sostenida toda ella en dos altos tacones. -Estas de portada de revista Playboy, le comenté. Enseguida caminó coquetamente por la habitación provocándome con su contoneo. Sabía lo que tenía, sabia como seducir, estaba ante una profesional, el lance iba a ser parejo.

Le di otra cerveza, encendí un porro, fumamos, la acosté en la cama boca abajo, me froté las manos con el aceite para calentarlas, luego le vertí un chorrillo en los pies, comencé el masaje. Suavemente con los pulgares le friccioné la planta de los pies para luego continuar con los dedos en movimientos circulares, pasé a los tobillos, los froté con las manos en tenaza subiendo hasta la pantorrilla, descendí nuevamente hasta los tobillos. Cuando noté la piel calentarse y tornarse rojiza ascendí a los muslos. Se los abrí un poco para masajearlos por separado. Los masajeé primero por la parte externa, llegando hasta las caderas para luego descender. Le susurraba obscenidades mientras la frotaba. Cuando subí con ambas manos por la parte interna de los muslos llegué hasta el sexo, lo rocé con los dedos ligeramente, descendí nuevamente, estaba húmedo. Repetí los movimientos varias veces, luego me concentré en los glúteos. Con movimientos circulares los friccioné, ella los apretaba en pequeños espasmos para después aflojarlos jadeante. Seguí con la espalda, el cuello, entre besos esporádicos y fricciones la sentí temblar agitadamente. La hice girar para que quedara con la espalda contra la cama. Encendí otro porro, la deje volar en alas del deseo y la fantasía, le coloqué una venda en los ojos y continúe de nuevo con el masaje. -Ahora vas a percibir sin ver, solo están mis manos y tu piel, déjala sentir, le dije quedamente al oído. Apretó las piernas, abrió la boca anhelante, la besé, trató de abrazarme, pero se lo impedí para continuar con el masaje.

Comencé en las sienes con movimientos circulares, bajé por el cuello, llegué a los hombros, le circulé los pechos con las manos, los pezones se fueron fraguando hasta endurecerse. Baje por el vientre que se movía acompasadamente con la agitada respiración, le quite la diminuta braga, apareció como una herida palpitante y roja el sexo afeitado completamente, desnudo como ella. Lo esquivé, seguí con los muslos, trató de separarlos en señal de entrega. La ignore, me concentre en las piernas. Comenzó a enardecerse, a mover las caderas acompasadamente, a apretar las piernas. En un arranque de placer se quitó la venda de los ojos, me agarró del cabello y me acercó a la abierta herida acuosa y apetente. Me aprisionó con los muslos, levantó las caderas, se aferró a la cama y como quien expulsa un tapón en un gemido inacabable me inundo de placer.

Después de un breve descanso para otra cerveza, le cedí el turno, se sentó de espaldas a mí, me acaballó, quedó frente a mí la panorámica de sus redondos y blancos glúteos aleteando como dos gigantes alas de mariposa, pareciera que de un momento a otro iban a emprender vuelo. En movimientos de rotación que fueron en aumento soltó anclas y volamos, esta vez juntos nos elevamos a los abismos del desenfreno y el éxtasis.

La gocé por varios meses, pero cuando comenzó a cuestionarme sobre las otras invitadas y yo a esquivarle respuestas le fue cambiando el carácter. El enojo y los celos nos amargaron los encuentros, decidí cortarla y emprender nuevas aventuras.


14 - La viuda negra, masajista

En una panadería la conocí. Venia del entierro del esposo, andaba con la hija y el yerno. Era negra y vestía toda de negro. De edad indefinida. Alta, espigada, cabello cortado a lo militar, labios gruesos siempre sonrientes, ojos vivarachos y coquetos. Atrás tenía pegadas dos esferas con movimiento propio, que, al caminar, pareciera que fueran a caer al piso y salir rebotando. Tropezamos de casualidad y después de las disculpas entablamos conversación. Estaba estrenando viudez. No la noté afligida, tal vez se había quitado una carga de encima de un mal matrimonio a cuestas. Lo cierto es que era masajista y tenía un pequeño negocio en casa con máquinas de ejercicio, planes de dieta y adelgazamiento con vendajes y demás servicios. Intercambiamos tarjetas de negocio y quede de pasar para un masaje. Hasta ahí, todo bien, había que respetarle el luto, así que archive la tarjeta y me olvide.

Pasados unos días fue ella la que me llamó, que tenía un cupo disponible para por la tarde que, si podía ir, le dije que sí. Tenía rentado todo un segundo piso de una vieja casona en Jackson Heights. Un espacio amplio con máquinas para ejercicios, cuarto de sauna, bañera para hidromasajes y en un costado la camilla para los masajes.  -Hola caleñito,- me dijo efusivamente pasándome una toalla pequeña, e indicándome el baño remató: -allá te puedes cambiar o duchar, sal sólo con la toalla. - Fui al baño y me desnudé, salí con la toallita. Me acosté en la tabla de masajes, era acolchonado con una abertura en la parte superior para descansar la cabeza y poder respirar, la cubría una funda de tela. -Ya regreso, relájate, - me dijo sobándome la cabeza. Vestía una trusa de lycra negra pegada al cuerpo que le resaltaba las redondeces y la firmeza de sus músculos, remataba con una pequeña camiseta de franela que le dejaba al descubierto el abdomen: simétrico y sin ningún gramo de grasa. Un estado físico bárbaro.

Bajó la tonalidad de la luz, puso música relajante, encendió incienso: el ambiente perfecto para un masaje… o para dos amantes, pensé para mis adentros. Toda una profesional con las manos. las deslizaba con una maestría por mi cuerpo que realmente me estaba abandonando al sueño, presionaba donde encontraba puntos de tensión, aflojaba en otros. hablaba suave, reía mucho, me contagiaba de su euforia. Cuando me puse boca arriba con la mínima toallita cubriendo mi virilidad, la aprecié en todo su esplendor, sudorosa acariciándome con sus manos mágicas, reaccioné involuntariamente con un abultamiento. Soltó una carcajada y acomodándome la toalla para que no se escurriera dijo: -Tranquilo caleñito, eso es normal, estas vivo. -  -Vivo no!,- le contesté, -estoy muerto por ese culo tan bello que desde que llegué me tiene enfermo! y diciendo esto me incorporé para sentarme en la camilla. La toallita cayó al suelo, abrí las piernas, la traje hacia mí para aprisionarla y besarla. No reaccionó al instante, se dejó atraer y besar, pero después se soltó. -Que haces caleñito, respeta mi dolor de viuda. - dijo mientras se llevaba las manos a la boca en señal de asombro. No le solté la cintura, bajé las manos y por dentro de la trusa le apreté las redondas y macizas esferas. La pegué más a mi cuerpo. mis manos se deslizaron por las nalgas, estaba empapadas de sudor, eso robusteció mi masculinidad, le busqué la cara para besarla otra vez, se la descubrió y me ofreció los carnosos y oscuros labios para mi deleite. Espera me dijo zafándose de mi abrazo. -Voy a cerrar la puerta por si alguien viene.

Llegó hacia mí, la desnude. Era una escultural morena tallada en bronce, lubricada con el aceite de su transpiración, la acosté en la camilla, era mi turno de recorrerla, de saborearla con mis manos, con la boca, con mis ansias de arriba a abajo. No quedo cavidad sin degustar ni cima sin escalar. Tensaba el cuerpo arqueando la espalda al contacto de mi desaforado paso por su piel. Me senté en el suelo, se sentó sobre mi atenazando las piernas en mi espalda. Ardíamos en calor, hervíamos en deseo, resbalaban nuestros cuerpos, nos bebíamos nuestras secreciones, acompasados nos movíamos acelerando el ritmo y en un centrifugado mover de caderas estalle como un volcán dentro de ella inundándola de lava y ella rebosada de gozo se desbordo y me bañó con su naturaleza. 

Fue una de mis mejores y más abnegadas amantes, una VIP, se entregó en cuerpo y alma a complacerme, a deleitarme con sus artes amatorias, siempre me buscaba, siempre se me aparecía dispuesta a entregarse toda sin importar el lugar. Por aquella época ya estaba dejando la fotografía para dedicarme a las artes gráficas y la publicidad. Tenía rentada una oficina en un segundo piso y trabajaba hasta muy entrada la noche en la computadora. Ella se me aparecía. En los inviernos más fríos llegaba a media noche sin avisar. Subía las escaleras, entraba envuelta en un pesado abrigo de piel, casi siempre llevaba una botella de Vodka y jugo de naranja, servía dos vasos con hielo, se paraba frente a mí, se abría el largo abrigo. Venia completamente desnuda, lo dejaba caer en el piso y sobre el comenzaba el desenfreno. Hasta el amanecer rendíamos homenaje al dios Baco y a la diosa Eros, luego, antes de clarear, le pedía un taxi, desaparecía escaleras abajo.

Así duramos unos cuantos años. -Mi caleñito mal agradecido, - me decía cuando pasaba el tiempo y no la llamaba. Pero el caleñito era una hoja al viento y siempre llegaban vientos que soplaban en otras direcciones cada vez más lejos. Así fue, un día el caleñito Voló para nunca más volver.


15 - La impenetrable

Otra VIP. Estaba casada con un cantante de Salsa, ambos Newyorricans. Fueron al estudio para las fotos de un nuevo álbum musical del cantante. Era un álbum tropical, querían fotos en el estudio y en exteriores. Ella hacía las veces de promotora, esposa y mama del cantante. Lo dirigía en todo, lo orientaba y le dictaba las pautas a seguir, el hombre solo cantaba y obedecía. Estuvimos en la playa tomando fotos, recostado en las palmeras, acostado en una hamaca, fue un buen trabajo y lo disfrute mucho. Después ella se encargó de la selección de fotos y la edición del álbum, a él no lo volví a ver.  Con ella pasaba más tiempo, poco a poco me fue abriendo su corazón para contarme sus desdichas y frustraciones. Realmente llevaba una pesada carga a cuestas con el artista. Le promocionaba el disco y lo impulsaba en la carrera, él no trabajaba, solo se inspiraba para producir música, pero la competencia era despiadada y la inspiración muy poca.

Fui muchas veces su paño de lágrimas, su confidente, su amigo y luego me convertí en su amante. Era gordita. Estaba joven, menos de treinta, ojos de gata en celo, cachetes y labios gruesos y extremidades cilíndricas, se me asemejaba a Peggy la cerdita de los Muppets. De todos modos, tenía su gracia y era una buena amiga.

Un día que estábamos en el Alto Manhattan entregando las fotos a la disquera para la promoción del CD, estaba tan afligida y decepcionada que se soltó en llanto. La abracé, le besé la frente, le sequé las lágrimas y traté de consolarla. Entre mimos y abrazos le insinué ir a un motel para que estuviera más tranquila, durmiera un poco y se relajara. Aceptó.

Llegamos y eso hizo, se acostó a dormir. Me acosté al lado, la arrulle un rato hasta que se profundizo, no supe que hacer, me dormí también. Se despertó al rato más relajada, -Ay bendito, que calor colombianito, me voy a bañar. - Se dirigió al baño y comenzó a desvestirse sin cerrar la puerta. Me levanté y fui hasta ella, ya estaba en la ducha, la cortina de grueso plástico transparente impregnada de vapor difuminaba su voluminosa figura. -Voy a ducharme contigo, - le dije mientras me desvestía. -Vente chico, a ver si cabemos juntos aquí, - contestó abriendo la cortina para darme paso. Su grandiosa y enorme figura se arrinconó para hacerme espacio. Entré y apretujados, casi que fusionados comenzamos a ducharnos.

Era de piel apretada y firme, compacta en sus curvas, pechos sólidos y redondos. A pesar de su corpulencia no tenía un trasero prominente, pero estaba envuelta en un halo de inocencia y candidez que la hacían fascinante. En medio de la ducha y el chapoteo le di unos cuantos besos y la acaricié, reaccionaba con timidez y turbación. Nos salimos de la ducha porque por más piruetas que hice resultó impracticable cualquier avance en mis intentos amatorios por lo reducido del lugar. 

Saltamos a la cama, se arropó, le quite la cobija, volvió y se acobijó, -me da pena chico, estoy muy gorda, - susurró arropándose de nuevo. Me metí dentro de las cobijas, mientras la adulaba. Que era una belleza al cuadrado, que de huesos estaba lleno el cementerio, que no me importaba lo que me demorara la iba a recorrer de lado a lado y que era bueno manejando en las curvas. La hice reír y relajarse. Aflojó, la desarropé de nuevo. Seguí halagándola, mimándola, disfrutaba entre risitas nerviosas para luego cohibirse de nuevo. -Es que no estoy acostumbrada a esto chico, me dijo arropándose otra vez. -Y tu marido?, -él no me toca hace años, dice que estoy muy gorda, -Nooo, no te creo, está ciego, no ve la despampanante mujer que tiene? -Lo nuestro es más bien una relación comercial, no de pareja, -entonces olvidate de él y diviértete, le acoté mientras volvía con mis impulsos amorosos.

Retomé el jugueteo y el arrumaco; entre caricias, besos y risitas se fue despreocupando de sus temores para entregarse al goce. Retozamos un rato. Como guía turístico la fui guiando a los lugares más interesantes y erógenos de nuestra geografía, como fisioterapeuta complaciente le fui acomodando piernas y brazos hasta lograr encajar mis ímpetus en su abultada figura. Era tupida e impenetrable. Me aclaró que tenía himen elástico, que eso le impedía tener relaciones, además le dolía cada vez que la arremetía. Paramos de hacer volteretas y estocadas, nos dedicamos a conversar. Al final fue más ternura que sexo, más mimos que desenfreno, más condescendencia que imposición.

Como dije al comienzo nos hicimos buenos amigos, en muy contadas ocasiones volvimos a acostarnos y tal vez eso hizo que nuestra amistad perdurara hasta el día de hoy. Actualmente vive en Puerto Rico, cada vez que voy con mi esposa y mis hijos, nos reunimos y disfrutamos como viejos amigos de historias pasadas.


16 – Una diosa esculpida en oro

Era época de primeras comuniones, estábamos abarrotados de trabajo. llegaban las mamas elegantemente vestidas con sus hijos inmaculados, de blanco trajeados. Las niñas con sus vestidos vaporosos en seda y encaje. Todos caminando sobre nubes; puros, libres de pecado, impolutos. Entre risitas ahogadas y murmullos los muchachos iban pasando al frente con el cirio, el librito y la camándula a inmortalizar el breve instante en que la cámara detenía el tiempo y lo guardaba en una imagen.

Generalmente trabajábamos sábados y domingos para estas fotos. Era un interminable ir y venir de familias felices de que sus hijos hubiesen recibido el sacramento de la comunión, se respiraba espiritualidad en el ambiente. Los muchachos ese día tan especial no podían decir malas palabras ni mentir, tenían el cuerpo de cristo adentro representado en una oblea del tamaño de una moneda de un dólar. 

Entre todas las familias que esperaban su turno para las fotos había una que cautivo mi curiosidad. Estaba compuesta de la mama y sus dos hijos, una parejita de una pulcritud y elegancia que resaltaban en el grupo. La mama, muy joven, no llegaba a los treinta. Bajita, cabello reducido muy rubio, casi blanco, cuerpo simétrico, bien proporcionado, tenía enclavados en su bello rostro un par de ojos verde esmeralda que le fulguraban al mirar. Supuse que era gringa, lo cual me sorprendió pues el estudio fotográfico estaba ubicado en el corazón de la comunidad colombiana de Queens, Jackson Heights. Pero más me sorprendió al hablarle y escuchar su acento colombianísimo, habían emigrado de Pereira unos cuantos años atrás, el esposo era sastre, trabajaba desde el apartamento, tenía sus buenos contratos con varias tiendas de ropa que lo mantenían muy ocupado, le daban para vivir sin que ella tuviera que trabajar.

Cuando le llegó el turno de las fotos y estuve muy cerca de ella acomodándola para las tomas no pude controlar mi nerviosismo ante la muñeca de porcelana que tenía enfrente. La piel y más que todo, sus brazos estaban cubiertos de sutiles vellos dorados que centelleaban al contacto de la luz de los reflectores. Se me despertó el sátiro y comenzó a planear la estrategia, sentí que el sátiro afilaba los colmillos y se relamía lúdicamente.

Después de terminar las fotos me ofrecí a llevarla a la casa, era domingo, el servicio público de transporte era lento. Los hijos iban sentados atrás en el carro muy calladitos y obedientes, ella a mi lado conversando desprevenidamente, yo urdiendo el impúdico plan que la llevaría a mis brazos. Llegamos, solo atiné a decirle que, si podía llamarla algún día para tomar un café, pues me había parecido una excelente mama, además, le recalqué; de ser una mujer muy bella y joven para tener esos hijos tan bien educados. Me miró detenidamente, por un momento me sumergí en el oceánico verde de sus ojos quedando hipnotizado. No sé si fue una milésima de segundo o una eternidad, pero luego sentí una mano en mi hombro que me sacudía del letargo diciéndome que sí.

Un día, de un invierno lluvioso, cubierto con una densa bruma que auguraba nieve salimos a tomar el supuesto café. La recogí a dos cuadras de su apartamento, me esperaba enfundada en un grueso abrigo de piel que solo le dejaba al descubierto el rostro. Me bajé del carro para abrirle la puerta y ayudarla a subir, le di un beso en la mejilla al saludarla, estaba helada, pero sentí la suavidad de su piel en mis labios, un delicioso perfume la envolvía. La calefacción del carro les devolvió el color a las mejillas, muy pronto estábamos charlando animadamente, poco a poco me fui ganando su confianza, se abrió a conversar. Hablaba con la cadencia afectuosa de las paisas, daba gusto escucharla. Llegamos a la cafetería, nos sentamos en un sillón grande y mullido, quedamos muy próximos el uno del otro. Entre el café y unos ricos croissants se nos fue el tiempo. Llego la hora de irnos y no había hecho ningún avance en mis obscenas intenciones. Nuevamente en el carro, le rocé la mano intencionalmente, se la sentí fría, comencé a frotársela con la disculpa de calentarla. No opuso resistencia, seguí friccionándola, luego puso la otra mano sobre la mía, seguimos así todo el tiempo que duró el trayecto. Al abrirle la puerta del carro y despedirnos me acerqué para desabrocharle el cinturón de seguridad, quede muy cerca de ella, gire el rostro para mirarla, me fui acercando y me deje hipnotizar por las dos esmeraldas que le centelleaban: la besé, la tibieza de nuestros labios nos hizo olvidar momentáneamente el gélido viento que entraba. Estaba sellado el próximo encuentro.

Fue la siguiente semana. La recogí en el mismo lugar, la nieve se había desplomado con toda su blancura sobre la ciudad, era bien temprano, las calles aún permanecían integras en su monocromía. Había dejado los niños en el colegio, el sastre estaba atareado, ella tenía tiempo hasta bien entrada la tarde. Encontramos un motel no muy lejos de su casa, entramos. La calefacción del cuarto se me entró en la piel, me quite el abrigo, ella se sentó en la cama frotándose las manos con nerviosismo. -No sé qué estoy haciendo aquí, agachó la cabeza y continúo diciendo, -nunca había hecho esto, le tape la boca con mi dedo en señal de silencio, no era el momento de hablar de culpas o remordimientos. La hice callar, la bese, la seguí besando hasta que se relajó, le bese la frente, los ojos, las mejillas. Nos levantamos de la cama, comencé a desvestirla paulatinamente mientras le besaba cada parte del cuerpo que desnudaba.

Quedo expuesta toda su dorada belleza al natural, y sí que era bella. La tenue luz de la única lampara que iluminaba el cuarto la semejaba a una estatuilla de oro con dos incrustaciones de esmeraldas en su cara. La tome en mis brazos, la levante, abrió las piernas, las atenazo sobre mis caderas, dejo caer su pequeña figura sobre mi solida virilidad, poco a poco la absorbió por completo. Caminé hacia la pared, la puse contra ella. Se aferraba a mi cuerpo con ansia, con desespero, como naufrago recién rescatado de las aguas me oprimía con todas sus fuerzas. Se contraía en movimientos ondulatorios y repetitivos que iban en aumento mientras yo, desbocado arremetía con fuertes estocadas. De pronto en un espasmo prolongado me dijo entre sollozos, - ¡llegueeé!!!, se descargó toda, soltó el cuerpo. La acarree cargada a la cama, nos tumbamos a recuperar fuerzas.

Aún era de mañana, nos quedaba toda la tarde para retozar. Me dediqué a recorrer sus caminos, a encumbrar sus colinas, a extraviarme en su frondosa madriguera, sus tiernas oquedades me recibieron húmedas y palpitantes de apetencia. Casi toda la tarde nos amamos hasta que el cansancio nos venció, dormimos un poco. Nos despertamos justo para vestirnos e ir corriendo a recoger a sus hijos. Al salir, el viento frío de invierno nos volvió a la realidad de nuestras vidas. En silencio la conduje hasta el parqueadero. Un leve sentimiento de culpabilidad la circundaba. La dejé rumiar sus culpas. ¿Un -nos volveremos a ver? ¡Y un -yo te llamo!, selló nuestra despedida.

Éramos dos personas adultas, estábamos en el motel porque ambos lo acordamos. Casi nunca les preguntaba a mis amantes el motivo de sus infidelidades. Aparentemente eran matrimonios estables, parejas jóvenes con hijos adorables. Porqué lo hacían y porqué lo seguirán haciendo no me incumbe. Creo que es la condición humana, somos inquietos, siempre estamos insatisfechos buscando algo o alguien que nos satisfaga, tal vez ansiosos de más creyendo que lo que tenemos no nos basta, en definitiva, somos polígamos y lo seguiremos siendo hasta que la libido nos lo permita.

Supuse que había sido un encuentro fortuito, pero como a los quince días me llamó para decirme que, si la podía recoger en el mismo sitio, le dije que sí. Nuestros encuentros duraron casi dos años, algunas veces íbamos a comer, otras a caminar por el Central Park como una pareja de enamorados sin hijos y sin nadie que nos esperará en casa. Era una fantasía, un mundo ilusorio que un día cualquiera se esfumó para nunca más volver.


17 - La incondicional

Merece un capítulo especial por su entrega absoluta, porque me abrió las puertas de su casa y su corazón sin horario ni restricciones. Porque me desaparecía por meses, llegaba por sorpresa y ahí estaba, esperándome con la tibieza de su cuerpo lista a cobijarme, no importaba la hora ni el día, siempre una sonrisa, siempre un plato de comida caliente en la mesa y lo más importante un lugar en la cama para que, “el caleñito desvergonzado”, como solía decirme, hiciera lo que le entraba en ganas con ella.

Fue en los tiempos de aprendiz de fotografía en Manhattan. Mientras estudiaba, también trabajaba en el laboratorio de revelado e impresión en la academia, de casualidad entró a estudiar una llanera de unos 45 años, rubia, contextura mediana, en el punto de maduración perfecto. De mirada triste y solitaria, envuelta en un halo de ternura que te creaba la necesidad de cuidarla y protegerla. Prontamente me convertí en su tutor en el estudio. Le ayudaba en todo, en el revelado de fotos, en la composición de las imágenes, en la selección de colores y fotos en blanco y negro. No era de fácil entendimiento, pero ponía mucha atención. A cambio siempre me llevaba comida; pandebono, buñuelos y a veces hasta chuleta valluna. Siempre estaba a mi lado, me fui acostumbrando a sus atenciones, a sus detalles, a su presencia silenciosa.

Salíamos a las 10 de noche de la academia. Comenzamos a irnos juntos en tren, usualmente la acompañaba hasta su apartamento, la dejaba en la puerta, luego me despedía sin entrar. Hasta que una noche llegando al apartamento se soltó un aguacero diluviano que me obligó a entrar para escampar y esperar a que amainara el torrencial. Serian como las doce de la noche, el recorrido del bajo Manhattan a Queens era largo. Estábamos empapados. Me pasó una toalla para que entrara al baño a desvestirme y secarme, luego me pidió la ropa para ponerla en la secadora. Fue al cuarto a cambiarse. Cuando salió me encontraba envuelto en la toalla junto al tocadiscos buscando música para colocar, salió vestida con una levantadora de seda que se le adhería al cuerpo mojado insinuando unas curvas rellenitas y tentadoras que despertaron mi curiosidad. -Que tal un vino para este vendaval, me pregunto. Moví la cabeza sin mirarla en señal de aprobación mientras depositaba la aguja en los surcos del más reciente disco de “El Puma”; “De punta a punta”. Sonó la música, la aterciopelada voz del cantante se dejó venir con la primera estrofa:

“Deja la luz encendida
Quiero mirarte desnuda
ahora no hay ninguna prisa y te amare de punta a punta” …

Se acercó con las copas, me pasó una. La levantadora le dejaba al descubierto el nacimiento de los pechos, aún tenía gotitas de agua que le bajaban juguetonas por las blancas colinas hasta perderse atrevidamente dentro de la ropa. -Y esa música? -La encontré por casualidad, le dije socarronamente, río nerviosamente, fuimos a sentarnos en el sofá. Cruzó una pierna sobre la otra, la tela del vestido se abrió descubriéndolas. Quedaron expuestas. Blancas, gruesas, en perfecta simetría con las pantorrillas, un poco de celulitis las salpicaban, pero se notaban firmes, remataban en unos pies bien cuidados donde resaltaba el rojo esmalte que cubría las uñas. El sátiro, lujurioso y hambriento se relamió mientras me aguijoneaba, la melodía incitaba.

“Quiero mirarte desnuda
ahora no hay ninguna prisa y te amare de punta a punta
palmo a palmo, beso a beso así...como imaginaba los dos en silencio” …

Y sí, quedamos en silencio. Fue un instante sagrado en que conectamos emocionalmente, en que nuestras miradas se magnetizaron, la piel se nos erizó acercándonos para fundirnos en un apasionado beso. El pudor y el recato nos abandonaron olvidando quienes éramos para entregarnos a lo que nos diferencia de los animales en la copula: el placer.

Nos paramos del sofá, toalla y levantadora cayeron al piso. La abrace con vehemencia. Afuera tronaba y llovía, adentro la llama de la pasión se enardecía.  Nos dirigimos al cuarto tropezando entre besos y caricias. La tendí en la cama para contemplarla extasiado. Era una obra de arte, un desnudo de Tiziano. Me paré frente a ella, a sus pies, era tímida pero ansiosa. Quería catarla como a un buen vino. Escancearla con movimientos suaves para que soltara su esencia, para que brotaran sus jugos y bebérmela toda. De silencios ahogados y mirada delirante se dejó amar, se dejó arrastrar a mis lascivas complacencias, recorrió conmigo todos los caminos del placer, encendí la hoguera de su íntima guarida, como un leño ardiente entré enardecido a inflamarle la fogosidad a alturas infinitas. Se inundo de gozo, se vacío de deseo y se apagó. Se acurrucó como un bebe desprotegido buscando seguridad, la abrace, se quedó dormida.

A partir de esa noche su apartamento se convirtió en mi refugio, y su cuerpo en mi guarida. Fueron más de cuatro años en que iba y venía. Me desaparecía y aparecía. Invariablemente la encontraba dispuesta, sin un reproche, sin una queja me recibía con la calidez de siempre, perpetuamente dispuesta. No alcanzo a comprender la urgencia de compañía o el vacío tan inmenso que la invadía para que me aceptara en esas condiciones. Era una mujer trabajadora, entrando a la madurez con un cuerpo aceptable, independiente económicamente, de seguro llenaría las expectativas de cualquier hombre. Pero se aferraba a mí ignorando mis ausencias, abrigándome con su cuerpo en los momentos que compartíamos. El tiempo fue corrosionando mi pasión, lo predispuesto y fácil fue apagando la hoguera que al comienzo ardió con tanta vivacidad. El distanciamiento en mis visitas fue borrando el camino a su casa, hasta que un día lo borró para siempre.


18 - La india 

Vivía cerca del estudio, casi que asomándome a la vidriera podía verla en el balcón del apartamento donde habitaba con la mama. Dos o tres veces había ido a revelar rollos fotográficos. Era alta, de risa coqueta, piel canela, ojos carmelitas, cabello negro azabache, sin ser flaca tenía un cuerpo moldeado de piernas largas, bien proporcionadas. Llegaba por el estudio, conversábamos de fotografía, le gustaba, quería aprender, me ofrecí a enseñarle, quedé de pasar al apartamento para comenzar las clases. Provenía del sur del continente americano, tenía en su ADN un alto porcentaje de sangre india que le daba un toque de salvajismo en su mirada. olía a selva, a especies vegetales, se movía como gato montaraz, alborotaba al sátiro que me obligaba a acercármele para olfatearle la piel para absorber su naturaleza. 

Comenzamos a alternar las clases en su apartamento, siempre bajo la estricta vigilancia de la madre, otras veces en el estudio donde me sentía con más libertad y podía avanzar en mis devaneos carnales. Ella también, sin la mirada carcelaria de la autoritaria señora, actuaba con más naturalidad, permitía mis avances entre risitas y temblores.

Una mañana me llamó, quería comenzar las clases temprano. Que, si podía ir. Le dije que sí, que cortaba la llamada y pasaba al frente. Me abrió la puerta vistiendo unos shorts a media pierna de lino blanco que le resaltaban el color miel de los muslos, estaba recién bañada, olía a jabón, a piel fresca, el azabache pelo le brillaba oscuro y húmedo sobre los hombros, sus ojos avellana me miraban lascivamente. Me asío de la mano, me entró de un empujón cerrando la puerta con fuerza. -No tenemos mucho tiempo, mi mama salió con mi hermana al doctor, llegan en dos horas, - me dijo acercándose para ofrecerme los carnosos labios. Bese la jugosa boca, me abrazó, me apretujó, entre malabares y jadeos nos quitamos la ropa para caer en el sofá hechos un nudo.

La piel canela le caldeaba exudando su característico olor a hierbas del campo, me dispuse a recorrer sus veredas, a enredarme en sus matorrales y remontar sus empinadas alturas. Las firmes colinas de sus pechos remataban en dos uvas pasas gigantes, turgentes que se me ofrecieron acarameladas y gustosas. Sacié mi lujuria, comencé a descender a la gruta que ya empapada y ansiosa exhalaba un dulce aroma a trapiche. Me perdí en sus rincones, me sumergí en sus oscuras cañadas.  Chorreantes de transpiración nuestros cuerpos se resbalaban, se unían, se separaban, se contraían, se absorbían en un paroxismo de éxtasis y locura que explotó en un clímax delirante y prolongado.

La mama iba al médico una vez por semana. Una vez por semana subía corriendo los tres pisos del edificio de en frente. Una vez por semana bajaba los tres pisos casi que temblando y extenuado. El aroma de su piel, fuerte y agreste se me quedaba impregnado durante todo el día como un perfume imposible de eliminar. Fuera del apartamento éramos dos amigos sin ningún vínculo emocional, dentro del apartamento éramos dos volcanes en erupción, dos locos delirantes de pasión. 

Era joven, tal vez en los veinticinco, tenía la esperanza de encontrar un compañero estable que compartiera no solamente unas horas de excesos sino veinticuatro horas de convivencia. Un día como al año de estar subiendo las gradas corriendo, le llegó su príncipe azul. No nos dijimos adiós, espaciamos las visitas a los escasos momentos en que la mama no estaba y el novio tampoco hasta que poco a poco el hombre ocupó mi lugar.


Epilogo

Han pasado más de 35 años de estas aventuras. El fotógrafo de esos tiempos se diluyó entre moteles y alcobas ajenas, quedo extraviando en el tiempo. Ahora, en las tardes al caer el sol, en el otoño de mi paso por la tierra, me acomodo en el jardín de la casa, en calma a leer algún libro o escribir vivencias acompañado por un café. A veces llega y se sienta a mi lado el sátiro, el que me fustigaba en mis aventuras. Ya está viejo y desgastado, yo no me incita a la lujuria ni a la concupiscencia, ahora me trae a la memoria historias que se me han desdibujado, nos reímos de las locuras que perpetramos. Aún me recrimina por las oportunidades que dejé escapar. En esos instantes mi esposa, que también me acompaña, me observa de reojo diciéndome: -¿Viejo morboso, de que te estas acordando que te reís? La miro con la inocencia del niño que asombrado no sabe de qué le hablan, mas no le contesto. Le guiño un ojo al sátiro y lo despido rápidamente.






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