Un ajuste de cuentas con el Coronavirus

Llevaban más de 30 días de confinamiento en un reducido apartamento de Queens en New York, hacinados y con dos perros, el matrimonio no podía ni abrir las diminutas ventanas pues venían de sufrir un crudo invierno y estaban selladas. 

Al comienzo todo era soportable, ella se levantaba temprano, tipo 4 de la mañana, como siempre lo había hecho durante 30 años para ir a la Factoría donde trabajaba, preparaba el desayuno, les daba la comida a los perros y volvia con el marido a la cama a desayunar, ver noticias y series de televisión. Casi siempre se dormían de nuevo en medio de las series hasta que ella se despertaba angustiada por que se le hacía tarde y no tenía listo el almuerzo; otras, las más, era el quien de un codazo la despertaba urgido porque tenía hambre y no había nada para comer. Merendaban en el comedor, luego tomaban un baño y empiyamados de nuevo caían a la cama a seguir viendo series. En la noche preparaba la cena por que el marido no perdonaba las tres comidas diarias.

Son como vacaciones, decían de vez en cuando y se reían. Tenían la despensa llena para resistir el encierro por lo menos dos meses o mas.

Después de 15 días de aislamiento, la repetitiva rutina y la inamovilidad comenzaron a erosionar las supuestas vacaciones. Ya no dormían, ya no comían, se consumieron las series, el letargo televisivo se acabó y los confrontó. Dormían por turnos y el qué quedaba despierto se exasperaba con los ronquidos del otro, usualmente ella se paseaba por el diminuto apartamento, los pasos se le acababan prontamente. Caminaba de lado a lado del apartamento contando las baldosas para luego multiplicarlas por dos, por tres, por cuatro, siguiendo así hasta que los números se le hacían imposibles de contabilizar y volvía a quedar en cero, se quedaba estática de cara a la pared respirando al ritmo de los ronquidos del otro.

El inmenso alboroto de la ciudad de Nueva York se había silenciado, el tumulto asfixiante en los trenes cuando iba a trabajar se había evaporado, los sábados de tiendas, los domingos de caminata en el parque eran un recuerdo del pasado. Ahora su mundo estaba enmarcado en ese cubículo. Afuera no había nada, pero realmente todo estaba ahí, vacío, incaminable, intocable, irrespirable, los humanos estaban enjaulados y la fauna silvestre se apoderaba del vecindario; las ardillas caminaban libremente por las calles, los pájaros trinaban a toda hora y las palomas llenaban de excrementos los carros aparcados en las aceras. Mirar por la ventana era como ver un paisaje remoto que solo existía en la memoria.

Esa mañana el marido amaneció tosiendo y en la tarde ya tenia fiebre. Ella se aisló, redujo su área a la sala donde dormía y a la cocina. El baño y la alcoba quedaron para él. El hombre dejo de bañarse y se postro en la cama, la fiebre lo consumía, la tos lo asfixiaba y las esperanzas se le acortaban, pero vociferaba, exigía y demandaba atención y cuidados. A los pocos días ella se levantó sofocada. Soñó que unos hombres enfundados en trajes plásticos llegaban al apartamento y sacaban del cuarto envuelto en una funda amarilla a su marido y a ella la dejaban contagiada y sin esperanzas, no sin antes advertirle que en unos pocos días vendrían por ella, porque en los hospitales no cabían los muertos. Se levantó y fue al baño a lavarse la cara y el mal sueño, se sintió caliente y comprobó que tenía fiebre.

El marido en medio de su enfermedad seguía gritando, seguía exigiendo, seguía demandando cuidados. Ella olvidó las precauciones y abnegadamente se dedicó a cuidarlo como siempre lo hizo durante los más de 30 años que llevaban juntos. Reconoció que se había olvidado de vivir, que toda la vida se la había pasado a la sombra; atendiendo, sirviendo, cocinando, lavando, planchando, trabajando sólo para satisfacerlo y complacerlo. Miró a su alrededor, el hombre se consumía en su miseria, se revolcaba en la desesperación y de pronto se vio aislada de la escena, se desconectó y en un segundo trascendental decidió sobreponerse al dolor, al apego, a su infelicidad y se propuso salir victoriosa, sola, sin ataduras para vivir la vida a su manera.

Esa noche cuando el hombre lo consumía el virus y dormía entre los estertores de la asfixia decidió ayudarle a terminar su agonía. Se incorporó muy despacio y sigilosamente se acercó a la cama, en la penumbra resplandeció la cadavérica palidez del esposo, contuvo la respiración, tomó una almohada del lado, la levantó y lentamente la acercó al rostro de el. Este se movió intranquilo en la cama y tosió levemente, ella se detuvo, unas gotas de sudor se le aperlaron en la frente, le rodaron por los ojos, tuvo que cerrarlos momentáneamente para evitar el ardor. acto seguido sintió una mano fría que la asía por el antebrazo, -mija no tengo fiebre, el virus se fue, - apretó la almohada contra su pecho, abrió los ojos y lo vio sonreír, le acomodo la almohada atrás de la cabeza para ayudarlo a incorporarse un poco y salió en busca de termómetro.

A la semana siguiente cuando se recuperaron del todo y retomaron su vida el la recriminó airadamente por no tener el apartamento impecable y la comida a tiempo, ella recordó que había dejado escapar de sus manos la única posibilidad de vivir la vida a su manera.









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