Un hombre honrrado




 El anciano trató de levantar la bolsa de basura para arrojarla al contenedor pero sus fuerzas le flaquearon, un agudo dolor en la espalda lo bloqueó, tuvo que soltar la pesada carga y sentarse a tomar aliento para mitigar la fatiga. Recostó un poco la espalda contra la pared y se adormeció. Se vio joven allá en Cuba, en Pinar del Rio en los primeros años de la revolución cuando conoció a Aldemarys su esposa, el amor de toda su vida, por la que para darle un mejor futuro apenas oyó la noticia de que habían abierto el puerto del Mariel, la llevó casi que a rastras al embarcadero y a empujones y empellones logró hacerse a un cupo. Era el año de 1.980, no se acordaba muy bien si fue en abril o mayo, pero Aldemarys estaba embarazada y la azarosa travesía, el hacinamiento en la embarcación, el inminente peligro de naufragar por el sobrecupo la llevaron a un estado de angustia y desesperación que ahí mismo en medio de la travesía unos dolores insufribles con copioso sangrado y contracciones violentas la hicieron abortar. Ella nunca se lo perdonó, guardó el feto en una bolsa plástica en contra de todos que querían arrojarlo al mar, incluso su marido trató de convencerla de que era lo mejor, que las autoridades americanas pondrían problema por el feto. Ella se resistió y lo pasó de contrabando, luego en el campo de refugiados cerca de la I95 donde estuvieron retenidos mientras legalizaban su estadía se las ingenió para mantenerlo en un congelador donde guardaban las provisiones de alimentos que les proporcionaban. Al salir de ahí lo primero que hizo fue ir a la iglesia de la Caridad del Cobre para, después de ofrendar una misa a su nombre, incinerar el feto y arrojar las cenizas al mar. -Polvo eres y en polvo te convertirás, - le dijo a su marido mientras vertía las cenizas, -en alta mar hubiera sido comida para los tiburones, - le recalcó. 

Se despertó y por un momento no supo donde se encontraba, lentamente se ubicó, cubría el turno de la noche en el Aeropuerto Internacional de Miami, realizaba un recorrido monótono y sistemático por los pasillos arrastrando un carrito de basura, su misión era mantener impecables los corredores, los cinco días laborales, las cincuenta y dos semanas del año; por más de tres décadas llevaba haciendo lo mismo. Sacó el carrito del cuarto de mantenimiento y comenzó el recorrido por el largo pasillo. Realmente a esa hora de la madrugada no había mucho que hacer, revisar los contenedores de basura, vaciarles el contenido y seguir avanzando, recoger uno que otro papel del suelo, orientar algún pasajero perdido, reportar objetos o equipaje olvidados y seguir avanzando por el pasillo, todas las noches, todos los años, toda una vida. 

Con el tiempo a Aldemarys se le pasó un poco el dolor de la perdida y comenzó a adaptarse a su nueva vida en la Yuma, se instalaron en un pequeño apartamento en La Pequeña Habana. Era hija de Chango, el Dios guerrero de la religión Yoruba por eso había construido su altarcito en un rincón de la sala enmarcado en la pared con seda blanca y roja, en la mesa una batea de madera, copas y ofrendas que nunca le faltaban; el amalá en un recipiente también de madera, plátanos verdes, maíz tostado y vino tinto para que el Orisha se emborrachara y ganara las batallas que ella le pedía. 

Esta vez caminaba por el pasillo del ala sur del aeropuerto, eran como las tres de la madrugada, estaba por terminar el recorrido cuando de pronto en una banca del pasillo vio un periódico abandonado lo recogió para tirarlo al carrito de basura que arrastraba, cuál no sería su sorpresa al descubrir que debajo del periódico había una computadora portátil, inmediatamente miró a su alrededor buscando el posible dueño del artefacto, pero no había nadie por el pasillo; como usualmente lo hacia la tomó y la puso debajo de la bolsa del carrito para entregarla en el departamento de cosas olvidadas o perdidas. Siguió caminando hasta terminar su jornada, tendría que esperar hasta las siete de la mañana que abrieran la oficina para entregarla. 

 Aldemarys siempre se había negado a otro embarazo, a pesar de que no tenían afugias económicas sentía miedo y un poco de rabia cada vez que su marido tocaba el tema. Él pensaba que un hijo traería alegría a la casa y los sacaría de la monotonía en que se estaba convirtiendo su vida. Del trabajo a casa, en casa preparar la cena, sacar los perros a caminar, acostarse y al siguiente día lo mismo y lo mismo durante cinco años que llevaban. Mas sin embargo ella seguía evadiendo el tema, por eso cuando supo que tenía un atraso de dos meses en su menstruación, sin decirle nada a su marido fue directo a una de las clínicas de aborto que proliferaban en Miami. Salió del apartamentico ese domingo y llegó caminando a La Calle Ocho, le mintió a su esposo diciéndole que iba a misa y luego a almorzar con unas amigas, pasó por el parque donde se reunía el exilio cubano a jugar domino y comentar los chismes más recientes de la isla. Al pasar vio a su esposo jugando beisbol con unos muchachos del barrio, lo vio feliz, riendo y disfrutando de la compañía de los chicos, en ese mismo instante supo que esa nueva vida que se gestaba en su interior iba a alegrar la casa y unirlos más como pareja, como esposos y como padres. 

Siempre había sido un hombre de convicciones muy férreas, estricto e inquebrantable en sus decisiones, en el aeropuerto le decían cariñosamente “el abuelo”, a veces los fines de semana llevaba a su nietecita a desayunar a una de las cafeterías del terminal aéreo y luego la dejaba que subiera y bajara por las escaleras eléctricas o que se deslizara por la banda corrediza de los pasillos por donde los pasajeros se dejaban transportar sin ningún esfuerzo por los largos corredores que unían las numerosas estaciones de abordaje. Ese día salió de prisa del aeropuerto y olvido por completo devolver el computador portátil que había encontrado. El siguiente día apenas llego fue directo a la oficina a entregarlo, pero estaba cerrado el lugar, lo guardo en su mochila, fue al cuarto de mantenimiento y se absorbió en la rutina del trabajo. 

De nuevo caminando por los pasillos en su recorrido habitual evocaba el pasado en pequeños segmentos de video; se había vuelto melancólico como si un presentimiento de amarguras venideras lo atormentara. Estaba muy lejano aquel día en que había llorado de felicidad al tener por primera vez en brazos a su hijita recién salida del vientre de Aldemarys. Fueron años felices, verla crecer, dejarla retozar con los perros hasta el cansancio, casi siempre cargarla para dormida llevarla en brazos a su camita; ese frágil e indefenso cuerpecito lo enternecía, lo inundaba con un sentimiento de protección infinita que lo hacía jurarle a Aldemarys que siempre la protegería, que sería su perro guardián fiel en todo momento. 
No pudo cumplir su promesa, los turnos en la noche le impedían controlar el comportamiento de su hija que fue haciéndose rebelde y altanera hasta el punto de abandonar la casa a los 16 años para irse a vivir a un cuarto con un compañero del colegio. El resultado de esa aventura dio su fruto en un embarazo. Regresó a la casa con él bebe en los brazos y después de las recriminaciones, los llantos y los perdones el nuevo miembro de la familia comenzó a retozar en el suelo con nuevos perros juguetones y la vida siguió su curso normal. 

Salió de trabajar, como de costumbre muy a las seis de la mañana con la mochila al hombro, aún estaba oscuro, el día no clareaba, espesas nubes presagiaban aguacero. Justo le dio tiempo para llegar al carro y subirse, gruesas gotas comenzaron a tamborear contra la superficie sonorizando el ambiente. A esa hora de la madrugada las calles estaban desérticas, avanzaba despacio, dobló la esquina y entró a la unidad donde vivía. Estacionó el vehículo y se dispuso a bajar. En ese momento, de la nada, como si se hubiesen materializado ante sus ojos aparecieron unos hombres armados que le apuntaban y le gritaban que mantuviese las manos en el volante. Precipitadamente abrieron la puerta, lo arrojaron al duro y mojado cemento, lo esposaron con las manos atrás, le leyeron sus derechos y se lo llevaron a toda velocidad en un carro oficial. Ahora las calles pasaban rápidamente ante sus asustados ojos, el ulular de la sirena no lo dejaba pensar con claridad, a pesar de la velocidad, aun en contra del vértigo que sentía estaba estático, como congelado en el tiempo, ahí sentado en el carro el tiempo se detenía, afuera corría velozmente. Cerró los ojos con fuerza por un instante tratando de zafarse de la pesadilla que estaba viviendo, pero al abrirlos seguía ahí sentado incómodamente con los brazos atrás y las manos esposadas, sudaba frío y la boca reseca le impedía articular palabra alguna para tan siquiera preguntar que pasaba. 

En el cuarto donde lo interrogaron abrieron su mochila y sacaron la computadora portátil que se había encontrado días atrás en los pasillos de la terminal y que por puro descuido y olvido no había entregado a la oficina. Los dos oficiales que lo incriminaban le hablaban casi que al mismo tiempo, en un carrusel de improperios y acusaciones salpicadas de amenazas físicas logro entender que ellos estaban tras la pista de una organización criminal que tenia asolado el aeropuerto con robos de equipaje, eran muy astutos y no lograban atraparlos hasta que pusieron el señuelo de la computadora y tal vez, le repetían, tenían ahí sentado frente a ellos al cabecilla de toda la banda, solo era cuestión de ablandarlo para que diera nombres y direcciones y caer sobre los facinerosos. 

En su celda, con el overol anaranjado de las prisiones federales y sentado en el duro catre el anciano se cuestionaba una y mil veces que estaba pasando, que era esa pesadilla kafkiana que estaba viviendo, o soñando; se restregaba los ojos con las manos tratando de borrar esas cuatro paredes desnudas de toda afección para al abrir los ojos encontrarse en su apartamento con su nietecita y Aldemarys, el amor de toda su vida. No despertaba y la pesadilla continuaba con los interrogatorios, las presiones para que confesara, las amenazas de prisión perpetua y hasta de ir por su esposa y acusarla de cómplice.

Esa noche no durmió, en un continuo retroceso para analizar su vida como en un recuento de hechos importantes se decía a si mismo que había sido feliz, que uno que otro contratiempo no importaban para el balance final. La decisión de usar el éxodo del puerto de Mariel era acertada, su Aldemarys, pese a su explosivo temperamento era su alma gemela, su hija y más que todo su nietecita eran el motor de su vida, pero esto, esta irrealidad caótica en que se encontraba no se la podía permitir, estaba en un laberinto sin salida, cada vez lo enredaban más, lo incriminaban; como en un pantano de arenas movedizas se hundía poco a poco y no encontraba asidero alguno para liberarse de ese destino. 

Por la estrecha ventana de gruesos barrotes vio que el día comenzaba a clarear, en unas pocas horas su familia vendría a visitarlo, la vergüenza se apodero de él. La rabia y la impotencia lo hicieron levantarse del catre, no podía permitir que lo vieran en ese deplorable estado, con ese uniforme anaranjado de criminal, lentamente se desvistió. 

El carcelero abrió la pesada puerta de la celda para conducirlo a la sala de visitas, a contraluz, una silueta desnuda se balanceaba de una de las vigas del techo sujeta al cuello por un uniforme anaranjado. 





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