15 minutos


Siempre, desde muy niña había tenido esa imagen. En un sueño recurrente, ella se veía ya mayor, parada frente a un mar azuloso. Ahora, en la cincuentena de su vida estaba ahí de pie frente a las cristalinas aguas del mar caribe en Cayo Hueso, Florida, el pelo, ya canoso revoloteaba caprichosamente por su cara tocado por la brisa marina, el olor a salitre le penetraba fuertemente al respirar, la calidez del sol calentaba sus sentidos. Adentro, muy adentro la vida le reverberaba.

Había sido un viaje intempestivo, sin ninguna planificación y decidido casi que en un santiamén. Se levantó un día común y corriente en Nueva York, la mañana estaba helada, se asomó por la ventana y el monocromático gris del paisaje se le traslado a su animo. Volteó la cara y vio acostado, aun roncando, a su compañero de muchos años, se pregunto a donde había ido a parar la hoguera de la pasión de los primeros tiempos, esas brasas de fuego en que quemaban sus noches se había ido apagando con los inviernos, con la rutina, con la costumbre. Los detalles, esa pequeñas cosas que de pronto les alegraba un arduo día de trabajo, ese “te quiero” imprevisto que les tocaba el corazón se esfumaron, se diluyeron en el día a día. Ahora, como dos autómatas programados se levantaban a la misma hora, ella a la cocina a preparar el desayuno, el a sacar el perro a caminar no importaba el clima, nieve, lluvia o frío extremo, hacia lo mismo, repetitivamente, sin variaciones, luego, al llegar del trabajo en la noche, comer en silencio, prender el televisor ya acostados en la cama y dormirse cada uno pensando en tiempos idos, día tras día, noche tras noche, año tras año.

Caminó por el bulevar costero sintiendo la calidez del sol, las gaviotas revoleteaban por el aire y se lanzaban a su alrededor en picada buscando desperdicios de comida, a su lado, una pareja de cincuentones, bronceados y vitales pasaron trotando, mas allá, en la playa iban llegando los turistas con sus sillas, sombrillas y aparejos para disfrutar del día, y al fondo, en el mar ya los muchachos surcaban con sus tablas las crestas de las olas. Aligeró el paso para pasar la calle y entrar a un restaurante donde ofrecían desayunos hechos como en casa.

Esa gélida madrugada en especial sintió que todo el peso de los años le caían encima, que toda la monotonía de su vida le aprisionaba el pecho, le dificultaba la respiración y de pronto se encontró llorando y lloró desconsoladamente, en silencio para no despertar a su compañero, aunque, no dudo en imaginar que a el le hubiera importado poco verla así, o tal vez, razonó, a lo mejor ni lo hubiese notado. El llanto la invadió por completo, tuvo que sentarse, fue como si un aguacero torrencial de lagrimas la lavara por dentro y le arrastrara por algún desagüe sus penas, su dolor, su angustia, su frustración, y se dejó ir, lloró con ganas, con sofoco, con desprendimiento hasta el agotamiento, hasta la sequedad.

El restaurante era pequeño, con mesitas afuera en el porche coronadas con sombrillas de color anaranjado intenso que contrastaban con el cielo azul, de las paredes colgaban cuadros con idílicas imágenes de la antigua roma representando ninfas semidesnudas y sátiros con pezuñas, cola y cuernos retozando libidinosamente. Muy escondido en su estomago sintió un revoloteo de algo que no supo precisar al contemplar esos cuadros. Desvío la vista un poco ruborizada a la cantidad de plantas que reverdecían y adornaban el lugar, orquídeas, helechos, veraneras, palmas y otras mas que no supo precisar. El desayuno la reconfortó. Eso si, noto que su vestimenta, típica del norte, contrastaba con las prendas sueltas y ligeras que llevaban los demás y decidió salir de allí a comprar algo mas adecuado para el clima tropical donde se encontraba.

Se secó las lagrimas, no quiso desayunar, pasó sigilosa para el baño, cerró la puerta con pestillo como siempre lo hacia, dejó caer la pijama al suelo y por primera vez en muchos años se atrevió a reflejar su imagen completamente desnuda en el espejo que cubría toda la puerta. La imagen que el cristal le devolvió fue de una perfecta extraña, no se reconocía; el enmarañado pelo negro con vetas blancas, cenizo en muchas partes le caía desordenadamente sobre los hombros, los ojos enrojecidos de llorar denotaban unas ojeras grandes que los enmarcaban, le llamó la atención la blancura de la piel y las venas azulosas que recorrían en ramificaciones sus senos, los sopeso con ambas manos, eran grandes, pesados, el pezón encogido por el frío se escondía en el vórtice de la ancha aureola que los circundaba. las huellas de sus embarazos habían dejado unas cuantas estiras que ahora resaltaban mas por la palidez, se apretó el estomago con las manos, pensó por un segundo hacerse una liposucción al notar que abarcaba mucha piel en sus manos, reaccionó y se preguntó para qué, para quien, no encontró respuesta. Siguió con su inspección ocular, en las piernas afloraban, mas que todo en los muslos ramilletes de pequeñas venitas rojas. -Los años no vienen solos,- dijo en voz alta, dio media vuela, desapareció del espejo y se sumergió en el denso vapor que emanaba del agua tibia de la regadera.

El desayuno la reconfortó, buscó en Google un almacén de ropa cerca, encontró una de sus tiendas preferidas y se encamino hacia allí. anduvo por dos cuadras para desembocar en la calle Duval, era un bulevar  sin acceso a los vehículos, sólo peatonal, colorido, vistoso lleno de restaurantes y bares con las mesas sobre la calle, boutiques exhibiendo atrevidas vestimentas de cuero y lencería sugestiva, las casas antiguas y bien conservadas  estilo Victoriano, amplias fachadas, corredores y balcones frescos y acogedores sombreaban la avenida. se podía circular libremente con el licor preferido en la mano, era una invitación al desenfreno, a la promiscuidad, pensó mientras leía con atención un cartel que colgaba de una de las casonas convertidas en hospedaje: "What happens in The Keys stays in The Keys", sintió ansiedad al leerlo, un aleteo de mariposas comenzó a volar en su vientre.

Salió del baño y rápidamente se vistió, iba un poco retrasada, llegó justo antes de que las puertas del Subway se cerraran, el recorrido entre Queens y New jersey duraba aproximadamente una hora, sacó del bolso un libro y se enfrascó en la lectura, leer la distraía y le alivianaba la pesada carga de la existencia. El tren avanzaba a toda velocidad por los rieles tambaleandose de vez en cuando, iba subterráneo, a oscuras, le gustaba leer así, se adentraba en el libro y se le acortaba el tiempo de llegada. Al salir del subterráneo la luz del día que entró a borbollones por las ventanas del vagón la hicieron levantar la vista. Frente suyo en la parte superior del tren habían avisos mostrando un mar verdoso, un cielo azul y una pareja de adultos  invitando a ir a disfrutar del sol y el mar en Cayo Hueso. Ese fue el detonante.

La ropa de la tienda era muy diferente de la que usualmente compraba en el norte, muy conservadora y clásica, acá por mas vueltas que dio y preguntó solo encontró ropas ligeras, de lino, telas suaves y destapadas. Salió de la tienda con unos pantaloncitos blancos que le llegaban hasta los muslos y una blusa anaranjada que le dejaba al descubierto los hombros y mostraba un poco el nacimiento de sus blancos pechos. Se sentía un poco avergonzada, casi que desnuda, creía que todo el mundo la miraba, pero apenas hubo caminado unas cuadras se mimetizó con los turistas y dejo el rubor a un lado. Sentía vida, alegría y derroche en el ambiente; jóvenes y viejos todos alegres, despreocupados, bronceados como si la vida fuese un carnaval.

Ese mismo día en el trabajo llamó a la agencia de viajes para hacer la reservación, sin saber como salió comprando el pasaje para el siguiente día que era sábado, llegó a casa empacó maletas, le contó a su compañero del viaje, el se rió incrédulo y le dijo, -mas bien acuéstate a dormir-. En la mañana cuando la vío partir con la maleta en la mano no tuvo tiempo de reaccionar y se quedó en la cama atónito tratando de dilucidar si estaba aun dormido o despierto. Sentada en el aeropuerto esperando la llamada para abordar tuvo un ataque de cobardía, reaccionó desandando los pasos para salir de la sala de espera, llegando a la puerta de salida recibió un texto al teléfono donde le informaban de que la reservación del hospedaje en el hotel estaba confirmada y que en el aeropuerto la estaría esperando un empleado para recogerla. Se detuvo en seco, releyó el texto, se acordó en ese instante de que muchas de las desiciones que le habían cambiado el rumbo de su existencia habían sido así, intempestivas, momentáneas, como cuando decidió venir a los Estados Unidos, lo había dejado todo en Colombia por salir detrás de un sueño con su compañero o como cuando decidió dejar a su primer marido y correr tras la libertad, todo era así. Algún resorte se le disparaba muy adentro y la obligaba a actuar, a huir o atacar, porque fácil no le había tocado en la vida, era una guerrera que solitaria se había ganado a pulso todo lo que tenia. No alcanzó a atravesar la puerta del salón de espera, se devolvió y llegó justo a tiempo para abordar el vuelo.

Toda la tarde estuvo caminando de aquí para allá, conociendo, husmeando, asombrándose de cuanto veía, observando a la gente, detallando como las calles estaban invadidas de gallos que deambulaban libremente por doquier, descubrió un autobús que le daba la vuelta a la ciudad cada dos horas y decidido tomarlo, era gratis y le permitía bajarse donde quisiera y subirse de nuevo todo el día. Se dedicó a conocer, a alimentar la vista con el vibrante y efervescente paisaje que se le mostraba a su alrededor. El calor en si era agobiante y pegajoso pero eso no le importaba, disfrutaba cada momento, cada vista, en una de las tienditas locales se compró una cerveza helada que le bajó fría por la garganta y le llego al estomago burbujeante dandole un animo desconocido para ella; algo muy en su interior se le despertaba, algo que la obligaba a ver las cosas y la gente con otra perspectiva, con la candidez del joven que por primera vez siente el arrebato del deseo.

Lo vio venir por la acera, vestía sandalias, pantaloneta corta y una camiseta sin mangas que dejaban al descubierto una piel bronceada de muchos años de sol, tal vez estaba en los sesenta le calculó al verlo mas de cerca, alto y delgado, le llamo la atención el mechón de pelo plateado que le caía en la frente y el arete de oro que relucientemente le colgaba en el lóbulo de la oreja; caminaba distraídamente pero con seguridad, traía una botella de cerveza en la mano y alcanzó a escuchar que entonaba una canción. Estaba en una de las paradas del autobús esperando y al darse cuenta que miraba al gringo con atención desvío la vista y le dio la espalda al sentirlo aproximándose, el gringo al pasar junto a ella dio la vuelta para quedar en frente, levantó la cerveza y le dijo: -Cheers,- ella asustada no supo que responder, el levantó la cerveza y le hizo señas con la otra mano para que hiciera lo mismo y brindaran, reacciono levantando su cerveza para chocarla con la de el. El hombre se rió provocando en ella una risa nerviosa. -Brindo por las hermosas mujeres latinas como usted,- dijo el gringo, ella se ruborizo y tomo un sorbo de trago, la garganta se le había resecado y ademas no sabia que decir. En ese momento a sus espaldas se brío la puerta del autobús, ella agradeció al destino la oportuna llegada del vehículo, dio media vuelta para subirse sin tan siquiera despedirse del hombre pero el conductor le hablo antes de intentar subirse, -lo siento mucho vamos llenos, por favor espere el otro autobús que pasa en 15 minutos, ella vio con la boca abierta como el chofer cerraba la puerta y continuaba su recorrido.

15 minutos, que aun ahora sentada en el porche de su casa, después de muchos años recordaba. Claramente evocaba como se había quedado mirando al autobús alejarse, como seguía ahí, parada ignorando la voz que le hablaba a sus espaldas, como sentía tras de si una presencia magnética, una fuerza volcánica que desde lejos al verlo acercarse la había hipnotizado. Cuando a los quince minutos llegó el siguiente autobús no había nadie esperando.

La puerta del porche se abrió y el hombre apareció con dos tazas de humeante café, -que haces Darling?,- le pregunto a ella pasándole el café, se inclinó a besarla, el reluciente arete de oro destelló con el ardiente sol de Cayo Hueso y el mechón de pelo plateado rozo su mejilla al contacto del beso.

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