Una siesta interrumpida


 Justo a las 12:30 se acostó como de costumbre a hacer la siesta y como de costumbre entrando en el sopor del medio día los ruidos de la calle comenzaron a importunarlo. Se dio media vuelta en la cama, se colocó una almohada en la cabeza para amortiguar los molestos ruidos. El repetitivo girar del ventilador, como un ronroneo arrullador lo fue envolviendo y se dejó llevar por el sueño.

El indígena se le acercó lentamente con la bandeja de comida en sus manos, tímidamente le preguntó si podía hacerle compañía en el almuerzo. El hombre levantó la cabeza del plato y refunfuñando le dio a entender que no le importaba. El indio se sentó frente a el y comieron juntos, en silencio, sin mirarse, cada uno en su interior con sus recuerdos; el indígena en su resguardo, arriba en la montaña, selva adentro dejando volar su espíritu libremente, como el águila planeando suavemente sobre las copas de los arboles. El, rememorando sus siestas, su familia y su casa allá en el pueblo, paseando libremente con su esposa por las callejuelas adoquinadas del barrio.

Los muchachos aprovecharon hora de la siesta en que casi todo el pueblo dormitaba para escabullirse a la calle y jugar un partido de fútbol. Pasaron por la casa del gordo para invitarlo pues era el dueño del balón y sin el no habría juego. Escogieron la calle mas solitaria para improvisar la cancha, no pasaban muchos carros por el lugar y ademas era espaciosa, pusieron dos ladrillos demarcando la portería y comenzaron la jugarreta.

A pesar del ventilador el hombre no lograba apagar los oídos al ruido exterior, a lo lejos muy sutilmente la bocina de un carro lo incomodaba y en el cuarto el zumbido de una mosca lo desquiciaba. Unas gotas de sudor comenzaron a invadir su frente y espalda producto mas de la impotencia ante los ruidos que del calor de la habitación. Se acurruncho un poco mas en la cama y volvió a la imposible tarea de conciliar el sueño.

Mirándolo de reojo notó el hombre que el indio era muy anciano, de piel como corteza de árbol milenario, pequeño, fibroso, de movimientos pausados pero firmes, el pelo lacio, oscuro como noche sin luna y recogido atrás con una balaca de lana cruda en colores encendidos. Él, que era un tipo de carácter fuerte y acostumbrado a imponer su voluntad en casa como en el trabajo le costaba dificultad sostenerle la mirada al indio; esos oscuros ojos color zafiro se le metían muy adentro cada vez que levantaba la vista del plato y lo hacían retroceder, se incomodaba, le atemorizaba que lo auscultaran en su intimo fuero.

El gordo como siempre lo pusieron de portero, no tapaba un tiro con pelota de playa pero era divertido, era el dueño del balón y los hacia reír a carcajadas y la consigna era divertirse, pasarla bien y luego correr hacia el riachuelo que muy cristalino serpenteaba entre piedras grandes y frondosos arboles muy cerca del lugar para zambullirse y calmar el calor y la sed.

A lo lejos, envueltos en la bruma de la duermevela se dejaban venir muy de vez en cuando unos golpeteos en la calle, unas risotadas que lo llevaban y lo traían de la ensoñación a la lucidez. Era una misión titánica tratar de adormecerse, entreabrió un ojo y miro la hora; no habían pasado mas de quince minutos, aun le faltaban 45 minutos para inútilmente apagar los ruidos y hacer la siesta. Imposible -pensó - mientras se secaba el copioso sudor de la frente con el antebrazo, trató de nuevo cerrar los  ojos pero sintió un malestar de ira que comenzaba a revolverle el estomago y a subirle por el pecho agitándole la respiración.

Alcanzó a escuchar, en un imperceptible murmullo como el indio le agradecía a la madre tierra los alimentos y pedía perdón a las plantas, los frutos y los animales que habían tenido que sacrificar para alimentarlo. Le pareció un poco ridículo y pensó para sus adentros; -al fin indios, salvajes de las montañas, sin educación, sin cultura y sin recibir la gracia de Dios. -A Dios,  quizo decirle pero se contuvo, -era el único que había que agradecerle los alimentos y todo, absolutamente todo. Miró al indio de soslayo y sintió lastima por el . Se dispuso a levantarse de la mesa con la bandeja de los alimentos cuando el indio lo miro y le dijo: -tenemos algo en común, su dios y los míos, nos permiten estos alimentos, me gustaría conocer mas quien es es dios que también le permite todo-. El hombre se detuvo a medio camino de levantarse como congelado. Sintió vergüenza por sus pensamientos, sintió asombro por lo escuchado y sintió pánico por la intromisión en su mente.

El gordo no tapaba ni media, el balón pasaba de largo y golpeaba la pared de atrás, justo debajo de una ventana protegida por barrotes de madera estilo colonial. Corría el portero al ritmo que su obesidad se lo permitía a recoger el balón y lo cabeceaba contra la pared solo para que sus compañeros lo llamaran a gritos pues le hacia gracia demorar el juego. Los gritos, las risotadas, las burlas y los pelotazos contra la pared iban en crescendo  y como un traqueteo incesante fue llenando el ambiente con su sonoridad atravesando paredes, oídos y tranquilidad. 

De un simple y lejano golpeteo fue transformándose en un martilleo dentro de su cabeza, en un taladro que lo cegaba, que lo despertaba, que lo enervaba, que lo empapaba en sudor y le nublaba el razonamiento. Se incorporó torpemente, se sentó en la cama, se secó el copioso sudor de la cara levantándose la camisilla de franela que llevaba puesta. Los ojos enrojecidos por la ira y el sudor no lo dejaban enfocar con nitidez. Otro golpe del balón en la ventana seguido de las juveniles risotadas le activaron la adrenalina. Se levantó de la cama frenético de soberbia como poseído por un demonio, como una fiera salvaje acorralada dispuesta a defender su siesta. El descontrol lo controlaba.

Detrás de la sombría construcción en un amplio espacio con abundante vegetación y pequeños arbustos rodeados de altos muros de concreto coronados con alambre de púas que como un resorte estirado impedía cualquier intento de escalada o escape se encontraba el indígena en posición de loto, con los ojos cerrados en una absoluta paz, meditando.  Se diría que estaba dormido por la rigidez de su cuerpo, por la inmutabilidad de sus músculos. El hombre se encaminó hacia el indígena mas por curiosidad que por buscar compañía, pues el confinamiento en ese lugar lo había vuelto hosco, aislado y mas irritable, que de costumbre, rehusaba cualquier contacto con los reclusos  por considerarlos de bajo nivel y alta peligrosidad. -La tarde esta bonita y la brisa agradable y fresca, quiere sentarse un rato y disfrutar de la puesta del sol?-. Justo cuando pasaba al lado del indígena oyó las palabras. Trató de retroceder como ignorando lo escuchado pero era demasiado tarde, el indio lo miró y los penetrantes ojos color zafiro casi que lo obligaron a acceder y compartir el atardecer sentándose a su lado.

Salió como toro embravecido resoplando la ira , enardecido como volcán derramando lava por los ojos. Trató de ponerse las pantuflas pero se enredo en ellas y casi de va de bruces, salió descalzo con el retumbe del balón palpitándole en su cabeza. Abrió la puerta de la calle y el sol canicular lo encandilo, vio las siluetas recortadas contra la luz en continuo movimiento, grito y vocifero improperios, insultó y manoteó pero las siluetas seguían su danza, su jolgorio, miró a su derecha y junto a la ventana vio otra silueta que recogía algo del piso  y salía corriendo, intentó en una inútil maniobra imposible de alcanzarla pero trastabillo y cayó al suelo, en ese instante se oyó una fuerte detonación que retumbo en sus oídos y le abrió los ojos a la macabra escena que claramente enfoco con absoluta y clara nitidez.

El indígena lo observo un rato fijamente, el hombre se sintió incomodo, trató de no pensar pues sabia que se le adentraba en sus reflexiones y lo dejaba al descubierto. Incomodo intentó poner su mente en blanco para que no le llegaran pensamientos, fijó su mirada en un diminuto pájaro que estaba posado en frente, en lo alto, en una rama; el pájaro, un gorrión trataba con su pico de arrancar una pequeña astilla de la corteza del árbol que sobresalía del tronco, era una titánica labor, el gorrión picoteaba una y otra vez en un continuo movimiento interminable, de vez en cuando halaba la astilla con el pico y así comprobaba el progreso de su ardua labor. -Esta usted en armonía con la naturaleza- oyó que el indígena le decía, -esa paz que siente ahora es por que ha dejado ir sus pensamientos negativos, su rabia, su dolor y esta sintiendo ser uno solo con la madre tierra.- El lo escuchó muy lejano como en la bruma del olvido, no asimiló las palabras del todo, no quería apartar la vista del gorrión que en su imposible misión casi que terminaba su cometido. Echó una ojeada al rededor y a pesar de que se encontraba en aquel recinto enclaustrado y limitado, sintió una enorme paz, una tranquilidad que durante muchos años no experimentaba. El indígena le puso una mano en el hombro y le dijo: -a comenzado el proceso de liberación, va a ser un camino largo y doloroso, pero solo usted podrá vencer sus miedos, sus iras y renacer de sus cenizas.-

En el suelo el hombre vio la silueta caer con un golpe seco de huesos encostalados que se astillan contra el cemento, como pudo se sentó asustado y de pronto  percibió el peso de algo metálico y caliente en su mano. Soltó aterrado el revolver que aun humeaba por el negro y reluciente cañón, miro el arma aterrado y luego vio horrorizado el cadaver del muchacho que yacía en el anden. Un borboteo de sangre roja, espesa, casi negra comenzó a circundar el craneo del gordito que con los ojos muy abiertos, aun asustado miraba al hombre como preguntándole -¿Porqué?-. Como pudo se levantó del suelo antes de que lo alcanzara la expansiva circunferencia de sangre que avanzaba hacia donde el estaba.

Atardecía, las primeras sombras de la noche se alargaban para cubrirlo todo con su monocromático color cuando el indígena y el hombre se dirigieron cada uno a su celda. El indígena, con los ojos entrecerrados se acostó en su litera y soltó su espíritu que rápidamente viajo a la aldea, allá en lo profundo de la selva, en el resguardo, su esposa, la anciana hechicera lo esperaba, acostada en el suelo. La choza, iluminada tenuemente con el rescoldo de la hoguera, tibia y con olor a humo recibió el etéreo espíritu del indígena que se sentó junto a la anciana, ambos espíritus se abrazaron, la hoguera chisporroteo tratando de encenderse de nuevo. Luego, se cogieron de la mano, en sus lugares cada uno miró su acostado cuerpo inerte, -lista para viajar?,- le dijo el. -si ya es tiempo de continuar nuestro camino,- le contestó ella. Se fueron elevando, atravesaron el techo de paja de la choza y se perdieron en el estrellado firmamento confundiéndose con las estrellas en el negro infinito del universo. Allá abajo, en la tierra ambos cuerpos comenzaron a enfriarse.

Fue un juicio corto y determinante, -culpable de asesinato no premeditado con una condena de cinco años. Su hija movió influencias, tocó puertas y regaló favores para que el hombre lo enviaran a una prisión lejos de la ciudad. Encontró la perfecta en las montañas, una casona colonial convertida en centro de detención para los campesinos e indios de los resguardos cercanos. Iba cada 15 días con viandas preparadas en casa para repartir entre los escasos huéspedes que entraban y salían de la prisión ocasionalmente por peleas callejeras, borracheras o pleitos menores. El reo mas importante y menos querido era el hombre, al contrario de la hija que la esperaban ansiosos carceleros y reos para disfrutar de sus platos y compañía pues entre comida y charlas, les hacia reír con sus cuentos y anécdotas, era compasiva con ellos y los regalos que les prometía se los llevaba, ropita para los hijos, medicinas y cuanto le pedían que ella pudiera conseguir.

El hombre, en cambio se aislaba, se escondía en sus rabia, en su ira y dolor, salía muy poco del cuarto, las pocas ocasiones que lo hacia usualmente se encontraba con el indígena viejo que como una gota de agua cayendo constante sobre una roca fue horadando la dura caparazón del hombre, de a poquito se le fue adentrando abriendo un resquicio por donde como en una olla a presión el hombre dejara escapar los gases de su dolor, frustración e impotencia. Fueron dos años, los últimos de los cinco que el hombre cumplió en que el indígena llegó, estuvo por subordinación y rebeldía, suficiente tiempo para que abriera las puertas del corazón del hombre, lo cambiara para siempre y continuara su periplo con su esposa en el mundo espiritual.

Al salir de la prisión, justo en el anden esperando el carro que lo llevaría de vuelta a casa, accidentalmente un muchacho pateo un balón que fue a dar a los pies del hombre, en un segundo, la hija, la esposa y el se transportaron cinco años atrás, a los acontecimientos fatales que lo habían llevado a prisión, se quedaron quietos, congelados esperando la reacción del hombre, pero el se agachó, tomó el balón en sus manos, se encaminó hacia el chico le sobó el despeinado pelo liso negro como noche sin luna con la mano, le pasó la pelota y le dijó:, - ve hijo, sigue jugando y diviértete, nada pasó,- el chico, un indiecito menudo lo miró con unos oscuros ojos color zafiro, río y le dijo: -gracias señó, uté ahora es un buen hombre.- 

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