Una noche loca

Era mas o menos la una de la mañana cuando entré al lugar. Me salieron al encuentro cuatro boricuas joviales y solicitas que de inmediato se pusieron a mi disposición.

Estaba en Puerto Rico, en la ciudad de Santurce, la vida nocturna apenas comenzaba. El lugar exacto donde me encontraba era cerca de “La Placita de Santurce”, sitio que durante el día hacia honor a su nombre: una plaza de mercado, un hervidero de puestos de verdura fresca, frutas coloridas de variadas formas y texturas, especies tropicales, carnes, aves, pescados, mariscos que con su fuerte olor salino se mezclaba con el aroma de los fogones donde preparaban las viandas que alimentarían a los cientos de trabajadores de los alrededores que acudían al lugar a merendar atraídos por la variedad  y sabrosura de sus platos. En la noche, cuando se bajaban los toldos, se cerraban las puertas, se aquietaban las prisas, se silenciaban los ruidos y la luz se escapaba; de las sombras, de las estrechas y adoquinadas callejuelas surgía la música, tintineaban las copas, danzaban las sombras y se avivaba el jolgorio. Bares, cantinas y tabernas encendían sus luces, disponían mesas en la acera, se apoderaban de la calle, armaban tablados, irrumpían las orquestas y Santurce  vibraba al ritmo de las tumbas y el bongó. Las cadenciosas y voluminosas caderas de las hembras al ritmo de la música se agigantan, avanzan, retroceden, giran y se fusionan con sus parejas en una sola sombra que serpentea por entre los adoquines, sube a las mesas, trepa por las paredes en un ballet de sensualidad y erotismo que invita a unirse al desenfreno. El aquelarre daba comienzo.

Las boricuas me preguntan de todo, entre risas y toqueteos les respondo, si fumo, si bebo, me cogen de los brazos, auscultan sobre mi vida, sondean mi corazón. Una de ellas, pelirroja de abundantes y generosas carnes se me acerca y con risa sugestiva y persuasiva me dice que me relaje que me siente tenso.

De jueves a domingo se enciende  la rumba en “La Placita”, llegan de todos los rincones de la isla turistas y lugareños para unirse al carnaval. Abundan y deslumbran las pieles bronceadas, las ropas ligeras y los escarceos insinuantes. En cada esquina hay músicos, bailarines, corrillos, risas, algarabía, comilonas y festejo. Son unas cuatro cuadras que convergen en una plazoleta que es el corazón palpitante del lugar. Las callecitas que desembocan a la plazoleta no son rectas, son curvas y en zigzag. Estrechas, enmarcadas por salientes balcones y terrazas también repletas de gente, de mesas, de copas, licor y pasabocas. Las carcajadas, los saludos estridentes, la música, los meseros con los pedidos que pasan fugaces esquivando transeúntes y bailadores convierten la escena en surrealista; es un desmadre.

Otra de las boricuas, delgada, de blanca y tersa piel en contraste con una larga y ondulante cabellera negra se sentó a mi lado insinuándome que me quitara la camiseta para estar mas cómodos y sentir el contacto directo con mi piel, la mire complaciente y resignado, comencé a quitármela.

Es el lugar de encuentro de oficinistas, profesionales, empleados, estudiantes y turistas. Las parejas buscan un espacio libre, un mosaico despejado para lanzarse a bailar. Al compás de la música mueven sus pies, entrelazan piernas, giran, se sueltan, se detienen, mueven los hombros y continúan el movimiento. El ritmo lo llevan en sus genes: de la milenaria África les llega el sonoro golpeteo de los primitivos  tambores que los hace vibrar instintivamente, de la España conquistadora el salero del flamenco que les hierve en la sangre. El Caribe, fusión de esclavos negros, corsarios europeos, aventureros idealistas y tribus indígenas parió esta mezcla bullanguera y rumbera, que no para, que no se detiene, que sigue bailando, que ahoga sus penas en el baile, que olvida sus miserias al ritmo de las tamboras.

A las cuatro de la madrugada llegó la comida, me brindaron pero no me apetecía. Ellas comieron con avidez: arroz con gandules, bacalaítos y pastelón, se reían y conversábamos animadamente, cuando entró al cuartito el doctor, -quítenle los electrodos, todos los exámenes están bien, no tiene nada, el dolor del hombro es una simple neuralgia, tómese estas pastas, se puede ir. Las cuatro enfermeras me quitaron los electrodos, me pusieron la camiseta y con risas me despidieron.

Salí del hospital y de camino al hotel pase por la placita, ya clareaba el sol. Se hacia la transición: la rumba apagaba sus motores, las callecitas se vaciaban y el mercadito abría sus puertas.

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