... Y con el mazo dando (Parte 2)

Salió calladamente del motel, al pasar por el espejo del cuartito se miró sin detenerse y se alisó la despeinada cabellera con la mano. Antes de cerrar la puerta tras de si dirigió una ultima mirada al cuerpo que de espaldas dormitaba tranquilamente en la cama recordando que minutos antes esa fuerza volcánica la tuvo sobre si quemándole la piel y llevándola al paroxismo de la locura.

Ya sentada en el carro respiró profundo, volvió y se miró en el espejo  retrovisor del carro. Tomó un paño húmedo de su cartera y procedió a limpiarse el corrido maquillaje de los ojos cuando el sonido del celular la sobresalto. Eran las 10:30 de la noche, -Aló- dijo con cansada voz. Una vocecita la espetó al otro lado de la linea: -Mama, a que horas vas a venir, no me puedo quedar dormida sin ti en la cama.- Soltó el teléfono y se desgrano en llanto. Fue un sollozo ahogado al comienzo, luego la invadió un sentimiento de culpa, de vergüenza que le abrió las compuertas del alma y un llanto infinito anegó sus ojos, mojó su cara y la sumergió en el pasado a través del tiempo, al inicio.

-¿Que hace una mujer joven y bella rezando en la iglesia tan seguido, Que pena tan grande la acongoja, que pecado la martiriza?- Era la pregunta del hombre a la mujer que acababa de tomar en sus brazos para evitar que resbalara en la iglesia. Se cruzaron las miradas, ella titubeo y no supo que responderle. Se aferró mas a el para no caerse. Sonrío y lo miró intensamente, el hombre sintió la intensidad de la  mirada, se la sostuvo y su magnetismo la hizo ruborizarse y bajar la cabeza. -No creo en las casualidades- le dijo el, -estaba programado que así nos conociéramos y así será, es el destino-, resaltó el hombre. Ella se soltó de sus brazos un poco asustada, le dio las gracias por haberle impedido caerse y trató de alejarse. El la tomó suavemente del brazo y la invitó a acompañarla hasta el carro, ella se dejó llevar mientras sentía un leve cosquilleo que se le acrecentaba en el bajo vientre.

Esa noche, en la absoluta oscuridad de la habitación rezó de nuevo y le pidió al Supremo Creador que alejara de si las tentaciones de la carne y el pecado de la concuspiscencia, por que eso era lo que había sentido en ese momento ante un extraño, ansias, un antojo desaforado de ser poseída. Se movió inquieta en la cama, una oleada de fogaje le recorrió la piel electrizandola, entreabrió las piernas, deslizó su mano, rozó el espeso y negro matorral púbico, apartó un poco los labios, sintió la humedad y calidez de su interioridad sedienta de placer, aceleró frenéticamente los movimientos con la mano y estalló. Durmió tranquila y sin sobresaltos.

Dejó de asistir a la iglesia por dos semanas evitando el encuentro con el inquietante hombre, pero no dejaba de pensar en el. Su rostro se le antojaba difuso, no lograba dibujar en su memoria la fisionomía del sujeto, pero la sensación de entrega, de abandono a sus apetitos la asustaba. Lo había visto por unos minutos pero ese magnetismo del breve encuentro la descontroló, no era ella, no era la madre, ni la esposa abnegada; era una hembra hambrienta, una loba en celo con ganas de ser poseída, con ansias de desenfreno.

Mas como no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, llegó el día en que el destino le tenia preparado el encuentro y como un cordero de Dios que va a entregarse en el altar para ser sacrificada entró a la iglesia y de la iglesia salió, sin mirar a la virgen de mármol, para inmolarse viva en el motel.

Los niños jugaban alegremente en el parque mientras ella sentada en una banca bajo un frondoso cedro ocultándose del ardiente sol de finales de primavera los observaba. Cogía el celular tratando muchas veces de marcar un numero y otras tantas de cancelar la llamada. Los niños reían, gritaban, la llamaban y ella les sonreía, levantaba las manos animandólos a seguir jugando. De lejos, al desprevenido observador, la imagen semejaba el retrato ideal de la consagrada mama con sus hijos en el parque disfrutando de un día soleado, no se vislumbraban nubes en el cielo, pero, al acercarnos un poco mas veríamos el nerviosismo y la angustia en su rostro. Había pasado mas de un mes desde ese encuentro, encuentro que cambio su vida. Aun no se imaginaba como salió  de la iglesia, como llegó  al motel. Volvía y repasaba mentalmente los hechos como en una película, cuadro por cuadro,  escena por escena y la invadía un contradictorio sentimiento de vergüenza y gozo a la vez, de pecado y absolución. Por eso marcaba y desmarcaba el numero telefónico al que no se atrevía a llamar.

El carro de ella quedo parqueado en la iglesia. En camino al motel no hablaron mucho, se sentía invadida por un temor lujurioso, por una lasciva curiosidad que la animaba a seguir, a llegar hasta el final sin medir las consecuencias. Al bajarse del carro camino hacia el motel con paso lento como deseando que la madre y esposa le impidieran seguir caminando, que le evitaran franquear esa puerta que la conduciría al cadalso, pero la mujer, la hembra ansiosa, anhelante y expectante seguía avanzando decidida al encuentro. La puerta del cuarto se cerró  tras de ellos.

La pequeña hija vino corriendo hacia ella llorando por que se había golpeado jugando en el parque, esto la devolvió al momento y la desconectó del motel. El culpable era el hermanito mayor al empujarla jugando con otros niños. Acarició la niña y reprendió al mayor. El incidente no paso a mas y los chicos siguieron con su algarabía y jugarreta. Buscó de nuevo en el celular el número que pretendía llamar, lo activó en modo de “delete” y retrocedió nuevamente al motel.

Un apetito de años, un hambre infinita le fue invadiendo los sentidos. El desenfreno hacia convulsionar espasmódicamente su cuerpo. A jirones se arrancaron la ropa, a empujones cayeron sobre la cama y con la avidez del hambriento se devoraron y con el ansia del sediento se bebieron sus efluvios, sus manantiales y se convirtieron en un solo amasijo de piernas entrelazadas, brazos abrazados, bocas fusionadas, lenguas inquietas y vibrátiles saboreando rincones, superficies planas, altas colinas y profundas cañadas repletas de sabores y placeres. Fue un acto salvaje, primitivo que los llevo a la saciedad, al exterminio de sus fuerzas, al agotamiento del deseo. Se desprendieron del nudo, se arrancaron de sus pieles y cada uno quedo acostado boca arriba mirando el cielorraso del cuarto pensando en que esa noche cada cual por su lado le daría el beso de las buenas noches a otra boca y otros brazos los abrazarían para dormirse.

Pulsó “delete” y borró el número telefónico. Se levantó, llamó a los niños, los abrazó y les dijo: a partir de mañana iremos a otra iglesia, he oído que las misas son mejores.

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