Turquia - Un pais magico (Parte 1)



“La única regla del viaje es: no vuelvas como te fuiste. Vuelve diferente”. Anne Carson


El vuelo de Londres a Estambul duró aproximadamente 3 horas y media. Estábamos expectantes y muy excitados por llegar a esa ciudad hipnótica, envolvente, milenaria; el último reducto del otrora grandioso imperio Otomano en la península de Anatolia.


El Aeropuerto internacional de Estambul nos recibió con su tumultuoso bullicio de pasajeros y visitantes desplazándose de un lado a otro por los 42 kilómetros de cintas transportadoras y sus 77 puertas de embarque, una monstruosidad laberíntica en la que mi esposa y yo nos perdimos. Señales y avisos por doquier, pero la mayoría en turco y pocos en inglés. Dimos vueltas y revueltas tratando de usar el transporte público; tren o bus que nos desplazara a la ciudad en un recorrido de más de una hora. Mi esposa, que compite con la IA en cuestiones de buscar en el teléfono rutas y caminos, comprobó que lastimosamente tendríamos que recurrir a los taxis, o usar trenes y buses transfiriéndonos de unos a otros con el riesgo de perdernos inevitablemente.


Precavida como siempre, se dirigió a la ventanilla de cambio de dinero y después de comprobar que no cobraban comisión procedió a cambiar dólares por liras esterlinas.


Salimos del aeropuerto hacia la zona de los taxis. Había amarillo (el más económico), amarillo naranja, azules y negros para servicio de lujo. Buscamos el amarillo, pero no había, así que nos tocó en la línea del amarillo naranja. El taxista muy solicito, se bajó presuroso a coger las maletas para subirlas al vehículo, mi esposa; desconfiada ella, lo detuvo para negociar el precio. Habíamos averiguado que ese viaje costaria un promedio de 800 liras esterlinas.


El taxista, un hombre joven, tal vez en los treinta, de piel morena y barba espesa, típico hombre turco de sonrisa fácil y hablar gesticulado nos prometió y re-juró que esa era la tarifa y que además el taxímetro no mentía y cobraba lo justo. Para aclarar algo; el hombre chapoteaba un inglés muy básico, completando sus frases en turco, nosotros nos imaginábamos el resto de la oración por su expresión facial o movimientos de las manos.


Arrancamos pues en el taxi rumbo a Estambul. Amplias autopistas, colinas boscosas, explanadas y valles fértiles con cultivos de la región, inmensas construcciones de fábricas y caseríos edificados en bloques iban quedando atrás a medida que tragábamos kilómetros. Espaciadas, en el horizonte comenzaban a sobresalir las altas y redondas cúpulas de las mezquitas, que brillaban plateadas o doradas con el reflejo del sol mañanero. Al lado de las cúpulas, aun más altos se veían los minaretes con sus altoparlantes para anunciar el llamado a la oración o “adhan”. Ondeaban también las banderas rojo sangre con la estrella y la hoz blancas, ratificándonos que estábamos en territorio turco.


A medida que nos acercábamos a la metrópoli iban emergiendo, aprisionados en las colinas, a lado y lado de la carretera complejos habitacionales de varios pisos, apiñados unos a otros, recordándonos las favelas de Brasil o las comunas de Medellín, pero a una escala infinitamente mayor. Nos estábamos adentrando en la periferia de los suburbios que rodeaban la antigua ciudad de Bizancio.


Escribo esta crónica de viaje y aun tiemblo de la emoción e incredulidad ante lo que mis ojos veían. Antes de sumergirnos en las callejuelas, ascendientes y descendientes, adoquinadas, serpenteantes y estrechas, atiborradas de tiendas, restaurantes y bazares; en una colina se nos mostró, a lo lejos la majestuosidad del Bósforo, dividiendo en dos con su enorme caudal de agua la Bizantina Estambul, mitad en Europa y mitad en Asia. El puente de Gálata, que atraviesa “El Cuerno de Oro” sobresalía majestuoso; como una daga clavada en las dos orillas se abría paso arrastrando en su lomo infinidad de carros y transeúntes haciendo imposible el tránsito. (Tres veces lo cruzaríamos a pie después).


Allá estaba nuestro destino final, en el antiguo y tradicional barrio de “Eminönü” donde mi esposa había rentado un apartamento para nuestra estancia.


Pero antes, durante el trayecto, el taxista se había quejado en todo momento del tráfico, de los atascos y desvíos que había tenido que sortear para avanzar por esas estrechas vías. Como no nos entendíamos muy bien mi esposa optó por usar el traductor del teléfono. El taxista hablaba en turco y la aplicación nos reproducía en inglés o español lo dicho. Argüía que era un viaje de una hora y ya llevaba hora y media y faltaba mucho, qué el combustible, qué el tiempo y qué nos iba a costar más. Comenzó con 900 liras para ir aumentando de cien en cien cada que abría la bocaza. En esas idas y venidas del teléfono traductor llegamos al puente Gálata. Ya no apreciábamos el paisaje, sólo estábamos centrados en lo caro que nos iba a costar ese viaje.


Pasando el puente mi esposa me mostró en la pantalla del celular que nos faltaban 45 minutos de recorrido si seguíamos en carro como consecuencia del endemoniado tráfico, pero había una ruta alterna a pie y solo tardaba 15 minutos en llegar. Inmediatamente le dije al taxista que parara el carro en la orilla, que nos bajábamos ahí mismo. Entre señas y voces de “Stop”, ¡Pare! y cuanta maniobra se me ocurría hacer, el hombre arrimó el taxi a la orilla. Se formó el trancón, nos bajamos, bajamos las maletas y comenzó el tira y encoge con el precio; se había subido a 1,200 liras, nosotros seguíamos en los 800. Manoteaba, alegaba, se daba media vuelta, se cogía la cabeza con las dos manos, alegaba con los otros conductores que no podían pasar por la obstruida calle. Nosotros nos mirábamos sin comprender mucho de lo que decía, yo le trataba de dar 4 billetes de 200 que él no aceptaba recibir. Al final, le di otro billete de 200 para completarle los 1000, a regañadientes acepto.


Quedamos, mi esposa y yo, en la calzada del boulevard que corría al lado del Bósforo. A nuestras espaldas revoloteaban las gaviotas por encima de los pescadores que a esa hora lanzaban sus redes y anzuelos tratando de ganarse el día en su faena. En frente, al alzar la vista, en una alta colina emergía desafiante y altanera la Mezquita de Solimán El Magnifico (Süleymaniye Camii), de impactante belleza, cuya cúpula sobresalía dominando el panorama sobre un cielo azulado. Nos quedamos un rato absortos, fijos en el suelo y con la vista imantada hacia aquella monumental obra arquitectónica. Hiriendo el firmamento con sus puntiagudas torres, los cuatro minaretes flanqueaban la mezquita acrecentando su magnificencia.


Realmente sentíamos que habíamos viajado al siglo XV, estábamos en el mundo Islámico, en la parte llamada Asia Menor: la península de Anatolia que entra al mar dividiendo la ciudad en dos. La Constantinopla milenaria y enigmática nos esperaba con sus misterios y seis mil años de historia.


Miramos a todos los lados, la ciudad hervía de actividad. Turistas y viajeros pasaban presurosos a nuestro lado arrastrando sus maletas. Carros, buses, camiones y motociclistas se peleaban por avanzar en el congestionado tráfico, parecía imposible pasar al otro lado para adentrarnos en el barrio y llegar a nuestro apartamento. Nos arriesgamos, capoteando vehículos a lo torero, cargando las maletas y mirando a lado y lado hasta que logramos cruzar la calle.


Dimos de frente con una pared de grandes bloques, tal vez una muralla muy antigua que protegía la ciudad en tiempos remotos. Erosionada por el tiempo, aun se encontraba sólida y en pie, tenía además varias entradas sostenidas por piedra caliza que terminaban en forma ovalada en la parte de arriba. Estos marcos de entrada eran aprovechados por los comerciantes que colgaban su variada mercancía para exhibición de los viajeros. Desde alfombras persas hasta utensilios de cocina en cobre, aluminio y madera. Sobresalían por su luminosidad las lámparas de cristales multicolores, también llamaban la atención los artículos de cuero, ropa de las mejores marcas y zapatillas deportivas de diseñadores famosos.


Patita con teléfono en mano iba adelante siguiendo la flechita de Google MAP que le indicaba el camino. Seguimos por el lado izquierdo de la muralla, al voltear la esquina dimos de frente con una amplia plazoleta adoquinada que por el flanco derecho estaba invadida de restaurantes al aire libre, en cuyos laterales desembocaban varias callejuelas peatonales también llenas de tiendecillas y puestos de comida. Por el lado izquierdo estaba el boulevard del Bósforo y un paradero de tranvías que, como en nuestros países transportaba a los pasajeros colgando de los lados como racimos de plátano. Al fondo, en la distancia se erguía la Mezquita de Rüstem Paşa (Rüstem Pasha Camii). Avanzamos hacia ella pues estaba en nuestra ruta. En la plazoleta había vendedores de mazorca a la parrilla o hervida, de smit que es un pan crujiente y circular recubierto de semillas de sésamo y de castañas asadas o kestane kebap.


Llegando a la mezquita, sobre el lado derecho estaba la entrada al Gran Bazar de las Especies, uno de mis lugares señalados para visitar. Me atraen los aromas y sabores exóticos de la comida turca y quería olfatearlos y degustarlos de primera línea. Avanzando por la pared derecha de la mezquita que estaba a nuestra izquierda descubrimos los lavatorios donde los musulmanes antes de entrar a orar realizan la ablución menor que consiste en el lavado de cara, manos, cabeza y pies. Se sientan en unos bancos de cemento recubiertos de azulejos, se descalzan, abren el grifo del agua, se lavan y entran a orar.


Llamaba la atención las musulmanas, silenciosas sombras livianas desplazándose con el negro Niquab en la cabeza dejando solo sus ojos al descubierto y el Chador, la túnica también negra que las hace anodinas e indefinidas, como copias en serie de una misma mujer.


Nos adentramos por las estrechas callejuelas adoquinadas siguiendo la blanca flechita de Google MAP. Unas cuantas veces desandábamos los pasos pues nos salíamos de la ruta al voltear en cualquier esquina al lado contrario. Otras, las más nos deteníamos ante una vitrina o un restaurante que nos picaba la curiosidad. -Aquí volveremos -decíamos al unísono, -primero busquemos el apartamento para dejar las maletas, -repetíamos después.


En una esquina, atestada de pequeños negocios, escondida en medio de un restaurante y una tienda de vitaminas, inciensos y chucherías, oculta por un escaparate metálico que exhibía mercancías, estaba una puerta negra de hierro, descarchada la pintura y con el numero borroso en la parte de arriba. Era nuestro destino. La cara que puso Patita me indico que en silencio y asustada se preguntaba: ¿Dónde nos vinimos a meter? Sentado en las gradas que accedían a la puerta un viejo, de blanca y escasa barba tomaba te y fumaba a grandes bocanadas, nos miró soñoliento y levantándose trabajosamente para cedernos el paso, dijo al vernos con las maletas: -Welcome to Istambul. – le sonreímos y nos adentramos en el edificio.


En el interior del pasillo reinaba la oscuridad hasta que una luz de encendido automático vino a nuestra ayuda para perezosamente iluminarnos. Era un cuarto piso, las gradas en espiral dificultaban el ascenso con el equipaje. Al entrar al apartamento la cara le cambio. Estaba limpio, bien amoblado y espacioso. Revisamos baños, cocina y cama para cerciorarnos del aseo, quedamos satisfechos. Desde la ventana, como era esquinero divisábamos las dos calles que se cruzaban. Atestadas de gente caminando, más que todos turistas. Restaurantes, cafetines y negocios invadían los andenes y la calle adoquinada. Estábamos en una zona turística, en medio del tumulto y la algarabía de los vendedores ofreciendo sus productos y los residentes hablando a los gritos. -Es seguro, -le dije a Patita mientras desempacaba las maletas, ella sonrió satisfecha.


Era medio día, aun teníamos tiempo para salir a conocer Estambul. Revisé y alisté mi fiel compañera de viaje: la Nikon, con el angular y el teleobjetivo, las baterías de repuesto y las tarjetas de memoria. Patita empacó los cargadores de teléfono, baterías, botellas de agua, abrigos livianos, ponchos para la lluvia y la pañoleta a manera de Hiyab para cubrirse la cabeza en caso de visitar las mezquitas.


Una cosa que no dejé de admirar y que me agradaba por su musicalidad y entonación, muy a pesar de mi aversión a las iglesias y cultos era el “adhan”, o llamado a la oración. Bien temprano, a las seis de la mañana, el encargado del canto, el "almuédano" se subía a la cúspide del minarete y desde ahí entonaba su salmo milenario. Entraba por la ventana del apartamento esa voz envolvente con su tonada místico-religiosa:

“Dios es Altísimo.

Atestiguo que nadie es digno de ser adorado salvo Dios.

Atestiguo que Muhammad es el Mensajero de Al´lah.

Venid a la oración.

Venid al éxito.

Dios es Grandísimo,

Nadie es digno de ser adorado sino Dios”.


Cinco veces al día los obedientes musulmanes corren a las mezquitas o detienen sus actividades para adorar a su deidad al oír el llamado.


El itinerario que teníamos para Turquía fue muy apretado. Tres días en Estambul en el lado europeo con una maratón de 7 de la mañana a 10 de la noche, recorriendo sitios históricos, museos, mezquitas, palacios, parques, jardines, navegación por el Bósforo y sesión de fotos con vestimenta típica de la época del califato. El cuarto día en la madrugada volar hacia Cappadocia, montar en globo, recorrer ruinas, cavernas y valles con formaciones rocosas antiquísimas, paisajes milenarios de los albores de la humanidad, ciudades construidas bajo tierra con ocho pisos de profundidad. Iglesias de los primeros cristianos (300 años dc) construidas robándole espacio a las rocas, en las que aún se pueden ver los frescos con imágenes religiosas adornando las paredes y la bóveda.


Patita y yo nos adentramos en un pasado remoto, cargado de historia, de pueblos y reinos sepultados, de imperios y guerreros olvidados; volvimos siendo otros, con otra perspectiva de la vida, de la cultura y del mundo. Regresamos al tercer día para hospedarnos en el lado asiático de Estambul para agotar energías y fuerzas con la misma hambre de conocer todo lo que nos diera el tiempo en otros apretados tres días, para luego, en la madrugada volar a la enigmática y romántica Venecia en Italia.


Continuara….



Comentarios

  1. Maury, que inteligencia, paciencia y valentia para descifrar tan autentica y maravillosa aventura! mi admiracion y felicitaciones a los dos por este espectacular viaje tan dificil pero ameno y felizmente logrado por ustedes linda parejita! reciban mi abrazo y aprecio desde Canada con amor!

    ResponderBorrar
  2. Como siempre muy entretenido el relato Mauro. Una pluma sabrosa de leer. Gracias por compartir

    ResponderBorrar
  3. Tú hermano , se sorprende y te admira ,no por el viaje, cuántos lo hacen, . Aquella virtud del intelecto heredada de nuestro tío irredento, mortalmente incomprendido por una intelectalidad temerosa de ser opacada
    Mauricio, aquella descripción paso a paso, acompañadde historia
    Lo más relevante
    Mis respetos
    de historia

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Los fans de Messi

Un periplo por Europa