Un futuro que se torció

Guilty!
El seco golpe del mallete del juez retumbó en sus oídos, se le nubló la vista y se desmadejó en brazos de su abogado defensor.

"Serán solo cinco años en prisión", le dijo después el, "pero apelaremos la sentencia, este es el comienzo de la batalla legal, ademas estaré a su lado".  La hermosa rubia, de ojos carmelita claro y seductoras pestañas, sentada en la litera de la celda se echó a llorar. El abogado aprovecho la oportunidad para abrazarla y consolarla; le gustaba, lo atraía demasiado como para desperdiciar ese único momento de tenerla en sus brazos.

Ella, con su uniforme color café claro se dejó abrazar y consolar, se estaba deshaciendo en llanto; habían sido nueve meses de juicio, un proceso largo en el que en cada cita, en cada indagatoria, en cada careo perdía fuerzas y voluntad para luchar. El abogado sintió el juvenil e indefenso cuerpo pegado al suyo temblando de desconsuelo e infinita desesperanza. Una leve e imperceptible sonrisa se dibujo en la comisura de sus labios; tenia cinco largos años para conquistarla, para hacerla suya.

El negocio estaba ubicado en un segundo piso sobre la avenida Roosevelt en el condado de Queens, Nueva York. Envíos de dinero y carga a Centro, Sur América y el Caribe, anunciaba el luminoso aviso colocado en los amplios ventanales que daban a la concurrida avenida. La rubia se acomodo en su mullida silla detrás del elegante escritorio de madera circular que rodeaba su cuerpo. Se sentía orgullosa, triunfante. Fue a la ventana y miro un rato la gente pasar apresurada por la acera; hispanos casi todos, trabajadores, inmigrantes de toda clase, eso era lo que necesitaba, estaba bien ubicada la oficina. Todos ellos, cada fin de semana enviarían sus ahorros por intermedio de ella, tenia asegurado su futuro económico.

Nuevamente sentada en la cómoda silla reclinomática, lanzó un breve repaso a su vida desde que había tocado suelo norteamericano. Llevaba tan solo cinco años en este país, había inmigrado con su hermano, el único compañero y amigo en todos estos años de arduo trabajo y soledad. Comenzó, se acordaba muy bien, como promotora de ventas en una agencia de publicidad y mercadeo, puesto ideal para ella, pues era carismática, de suave voz aterciopelada, seductora mirada y sonrisa contagiosa.

Se sabía bella y utilizaba las armas de la seducción para incrementar las ventas. De porte elegante y distinguido, caminar provocativo y paso firme. Insinuaba sus atributos femeninos sin ser vulgar ni atrevida. Vendia, escalaba posiciones dentro de la compañía y le seguían una corte de admiradores y pretendientes que habilmente rechazaba y esquivaba.

Con su hermano caminaban por la Avenida Roosevelt en Queens; ella despertaba la curiosidad y envidia de las mujeres que la veían pasar y el por su parte el suspiro de muchas otras por su elegancia, altura y porte aristocrático. Iban abrazados, cogidos de la mano, enganchados de brazo, saludaban a todos con gracia y donaire.

Amaba a su hermano. Dos años mayor que ella, lo cuidaba y protegía como a un hijo; frágil, de contextura delgada y manos alargadas, un poco afeminado en sus modales y llamativo en su vestimenta. El le alejaba los pretendientes, se los seleccionaba y clasificaba por intereses en los cuales ambos estaban de acuerdo como: posición económica, educación y belleza física. Los iban eliminando sin contemplación, fríamente los tachaban de la lista y dejaban solo los que reunían los requisitos adecuados. Aveces, el candidato ideal que seleccionaban, investigando mas a fondo descubrían lastimosamente que era casado y tenían que volver a comenzar con la filtración y el depuramiento de la lista.

Era divertido y los entretenía. Llegaban por las noches; el de trabajar en el bajo Manhattan, en las torres gemelas del World Trade Center como asistente de cafetería en uno de los pisos altos del exclusivo rascacielos neoyorquino y ella de su oficina de marketing en Queens. Revisaban fotos, escogían candidatos, seleccionaban cualidades, destacaban defectos, se reían, se burlaban; este muy barrigón, el otro es calvo, el siguiente muy bajito, aquel tiene un tic nervioso. Y así entre juegos y bromas se les iba la noche y a veces los sorprendía el día en su peculiar y extraña labor de escoger el candidato ideal para ella.

A los dos años de vivir en Queens se le presentó la oportunidad de comprar una pequeña taberna enclavada en un barrio griego de Queens, Astoria. La remodelaron, la adecuaron y le pusieron por nombre "Derroches". Salian a toda prisa de sus trabajos para abrir la taberna y atender a los clientes. Al comienzo curiosos y vecinos griegos del barrio, pero después la fueron latinizando con su música y la buena atención, la prosperidad se les vino encima. Ella se salió de trabajar para atender de lleno la taberna, el no, si algo tenia era ser muy precavido y meticuloso en sus decisiones, no dejaba su trabajo por si de pronto algo salía mal y así como habían subido, cayeran y lo perdieran todo.

Pasaba el tiempo y seguían solos y unidos; pero en las sombras, a oscuras y escondidas, cada uno por su lado había encontrado refugio para calmar sus urgencias. El por su parte tenia un amigo muy especial que lo entendía, que le comprendía su carácter, su soledad y su finura. Ella de tanto escoger se había involucrado con un hombre casado que la trataba no como a la dama elegante, sofisticada e inalcanzable en que se había convertido, sino, simple y llanamente como una mujer, sedienta de un abrazo mas fuerte que el de su afeminado hermano, de una caricia mas pasional y atrevida que el tierno roce de su hermano en las noches cuando se tocaban durmiendo. Ninguno supo lo del otro hasta el momento en que estaba tan avanzada la relación que decidieron en un mutuo acuerdo de silencio no recriminarse nada, no enculparse y continuar la vida así, abrazados caminando por la avenida Roosevelt como si nada estuviera pasando en sus normales y prosperas vidas.

A los dos años de inaugurada la taberna la vendió, se tomo un par de meses de descanso y luego, terminando el segundo mes apareció el candidato ideal que por tantos años habían buscado ella y su pulcro y elegante hermano.

En el final de la treintena de su vida estaba el hombre. De mediana estatura, grueso pero no obeso, elocuente conversador, de risa fácil y contagiosa, moreno claro, amigo de parrandas y amanecidas y por supuesto buen anfitrión. Hacían buena pareja; ambos emprendedores, ambiciosos y jóvenes.

Se olvido del hombre casado y se entregó de lleno a su nueva relación; ahora caminaban los tres por la  avenida Roosevelt, los tres orgullosos, los tres felices y prósperos, saludando a cuanta persona se cruzara por su lado.

De la mano de su nuevo amor le llegó otra oportunidad comercial a la bella rubia y se hizo al negocio de envíos de dinero. Lo administraba muy bien, el candidato ideal le ayudaba, le conseguía clientes, era la imagen de la compañía de puertas para afuera. Un buen día, pasados casi dos años desde la compra, fecha aciaga que les cambiaría la vida a todos, se apareció el candidato con el dueño de un restaurante que quería hacer envíos semanales. Según el nuevo cliente, había ahorrado mucha plata y estaba construyendo en su país un edificio, necesitaba transferir la plata; evadir un poco de impuestos, cosa mínima según el. El cliente se ganó la confianza de la bella rubia y su enamorado y comenzaron a enviar el dinero ahorrado, al comienzo en pequeñas cantidades y después aumentaron la suma hasta pasarse del limite establecido por las autoridades federales que regulaban los envíos.

De la noche a la mañana se les volteó el barco en el que viajaban triunfalistas y exitosos. El cliente del restaurante resulto ser un policía encubierto que los tentó y convenció de enviar enormes cantidades de dinero. Los detuvieron. Ella, consiente de su error aguantó estoicamente el castigo. El candidato ideal, al contrario, trato de lavarse las manos, le acomodo toda la responsabilidad a ella y decidió colaborar con la justicia inculpando a mas personas para acortar su condena. Salió deportado a los dos años y cuatro meses del cautiverio para su país de origen.

Ella no, se fue a juicio y por eso estaba sollozando en brazos del abogado defensor. Dispuesta sin saber como a soportar lo mejor que pudiera los cinco años de condena. Ella, una mariposa al viento, una luciérnaga en la oscuridad que brillaba con luz propia iba a languidecer en ese encierro, se iba a opacar,  a marchitar, lo sabia y por tal motivo lloraba de desconsuelo, sabiendo que la rubia elegante y luminosa que entraba a ese lugar nunca mas saldría de allí; saldría otra, muy diferente y desde ahora comenzaba a sentir pesar por esa otra que seria en cinco años.

Estando en la cárcel, su fino y acongojado hermano que la visitaba casi diariamente fue sorprendido trabajando arduamente en las torres gemelas del World Trade Center cuando trágicamente colapsaron sepultándolo bajo toneladas de tierra, metales retorcidos y escombros. Quedo sola. Sin dinero, sin pretendientes, sin hermano y sin futuro. Se refugió en el abogado defensor. El hombre aprovechó, no tuvo necesidad de seducirla, de conquistarla, ella cayó vencida, como en la fiesta taurina el toro se entrega derecho al matador con las banderillas bien puestas y sangrando por todas partes a morir en sus brazos.

Mayor que ella mas de veinte años, pequeño, aindiado, de rostro tosco, estomago abultado, piernas cortas y muy separadas. Enfundado en un traje entero oscuro y raído, así era el abogado defensor, la anti-imagen del candidato ideal; pero no había de donde escoger, era su tabla de salvación, sino se aferraba a el se ahogaba y se hundiría en la locura del encierro y la soledad.

Salió de la penitenciaria federal después de cinco largos años de cautiverio con unas cuantas canas en su rubia cabellera, algunas arrugas de mas en su bello rostro, un poco avejentada y una hija de dos añitos, fruto del matrimonio en la cárcel con el abogado. Se la llevó a vivir a un pequeño apartamento que el especialmente había rentado y decorado para ella, bonito y pequeño, acogedor nido de amor; lo que pudo conseguir, después de un tormentoso divorcio en el cual su ex-mujer se le había quedado con casi todo. Hizo un esfuerzo sobrehumano, trabajó en diferentes casos y estaba sacando la cabeza del atolladero económico en que se había sumido, solo para darle gusto a su rubia, su sueño hecho realidad, porque ella se lo merecía todo, hasta el ostracismo de sus hijos que le reprochaban la locura que estaba cometiendo.

Sus bellos ojos color carmelita claro se habían marchitado, la otrora mujer elegante, de altivo porte, de generosas y abundantes redondeces se había perdido, se había quedado tras los gruesos barrotes de la prisión; la marchita mujer que ahora, sentada en el marco de la ventana del apartamento miraba nostálgica hacia la calle era otra, el abogado lo supo y sintió una tristeza inconsolable, un dolor agudo y cavernoso en el corazón.

El quería mantenerla encerrada en su jaula de oro, llena de comodidades, de afectos, de mimos que la empalagaban, que la fastidiaban y atosigaban. Ella había roto los barrotes de la prisión quería disfrutar de la libertad, salir a su antojo, caminar sin rumbo fijo como muchas veces lo hacia con su hermano que le había dejado un hueco en el corazón imposible de llenar. Lo único que la hacia vivir, que le mantenía encendida la llamita de la ilusión, el deseo de seguir adelante era la tierna mirada de su hijita al acostarla en las noches, cuando en la complicidad oscura del cuarto ella le decía muy suave al oído: "mamita te quiero mucho"; se le salía una lagrima y la abrazaba con todas la fuerza, con todo su amor y con todas sus esperanzas puestas en ese frágil ser que había parido fruto de su desesperanza en la cárcel.

Caminaba lenta, despacio, acrecentando la distancia del cuartito de su hija a la alcoba de ellos para nunca llegar, para no tener que sentir el acoso, el desenfreno sexual al que el abogado, lleno de pasión, rebosante de colonia barata y de vellosidades por todo el cuerpo la sometía casi todas las noches en una algarabía de quejidos, aullidos, gemidos y babosidades que la dejaban insatisfecha y asqueada. En esos momentos, como en la prisión, en la duermevela de su infinita soledad, soltaba el cuerpo y su espíritu volaba, caminaba por la avenida Roosevelt con su hermano; reían, se contaban las cosas, se ponían al día en chismes, en comentarios, escogían candidatos, desechaban otros mientras su desnudo cuerpo allá bajo, abandonado en la cama sufría los desesperados embates del abogado que en medio de un estremecimiento epiléptico acompañado de un estruendoso y primitivo bramido culminaba su faena amorosa.

No sabia cuanto iba a soportar esa vida de entrega, ese martirio agónico que la estaba consumiendo, que la estaba minando y debilitando por dentro mas que la vida en prisión donde por las noches dormía tranquila, sin sobresaltos; salvo en dos o tres ocasiones en que alguna atrevida reclusa intentó llegar a su litera amparada en las sombras de la noche a proponerle afecto, cariño y protección. Salió airosa de esos avances nocturnos, con un poco de astucia y convencimiento las alejó y nunca mas volvieron a molestarla.

Lo esperó una tarde decidida a hablar con el aprovechando que la niña jugaba en el parquesito de en frente. El abogado montó en cólera: malagradecida; la había sacado de la cárcel y casándose con ella había impedido su deportación pues no tenia visa legal para permanecer en este país. Desconsiderada: abandonó mujer e hijos para seguirla y ahora sus hijos lo aborrecían. Injusta: estaba trabajando doble jornada para poder darle gusto a ella y la niña, que mas quería le grito acercándose a ella con la cara roja y el cuerpo tembloroso de rabia. La hermosa rubia decidió, asustada dejarlo todo así por el momento.

El abogado comenzó a controlarla, a llamarla a cada instante, a aparecerse en el apartamento a las horas menos esperadas. Tenia un nuevo carcelero, una nueva prisión, un nuevo encierro y esta vez un arma de doble filo pendía sobre su cabeza, pues aun no se había completado el tiempo fijado por las autoridades de inmigración para ella obtener su residencia definitiva en este país. Tenia un visado temporal conseguido por el abogado y, se lo dijo claramente; a la hora que el quisiera la ponía de patitas en su país y sin la niña, puesto que ella si era ciudadana norteamericana.

Lo planeó todo cuidadosamente, cada detalle, cada insignificancia la sopesaba, la valoraba, la ajustaba a sus planes. Se había acostumbrado a tomarse el tiempo suficiente para pensar y hacer las cosas sin prisa, como en prisión, con todo el tiempo del mundo a su favor. Fue sacando su ropa y las pocas pertenencia que tenia de una manera muy sutil, muy imperceptible, sacaba una caja llena y la reemplazaba por una vacía, de a poquitos, día a día, semana por semana. Para no despertar sospechas al abogado se había vuelto mas solicita con el, mas atenta y servicial. Con su comida, siempre servida a tiempo; su ropa, lavada y planchada como a el gustaba y complaciente con sus bufantes embestidas  nocturnas que el no perdonaba ni por que estuviera cansado o llegara muy tarde.  Con la niña era otra cosa, tenia juguetes regados por todo el apartamento y demasiada ropa por que si algo tenia de bueno el abogado era el desmedido amor por su tardía hija.

En el tren que la llevaba hacia New Jersey sintió, abrazada a su pequeña hija el frío viento de marzo acariciarle el rostro y alborotarle la rubia y descuidada cabellera, se sintió feliz, como cuando las pesadas y metálicas puertas de la prisión se cerraron a sus espaldas y dio los primeros pasos por el anden de la libertad. El cuarto era pequeño, en un quinto piso de unos apartamentos populares y económicos en Newark, ciudad industrial de New Jersey; ideal para esconderse con su pequeña hija y buscar trabajo en las múltiples factorías y negocios que pululaban cerca de su nueva vivienda. Para lo barato que iba a pagar  por la renta del cuarto no estaba del todo mal, pensó mientras desempacaba la ultima caja que contenía el cuadro del Divino Niño Jesus al cual siempre le prendía una veladora para que la ayudara y la guiara por el buen camino.

Esa noche, antes de acostarse la niña le preguntó sorpresivamente: "¿Y mi papito a que horas llega a darme la bendición?", se le hizo un nudo en la garganta y el corazón se le apretó en un silencio largo, pesado, angustioso; sintió la ausencia, sintió la soledad y abrazando aun mas a ese frágil cuerpecito solo se le ocurrió decirle: "hoy no vendrá, esta de viaje, a lo mejor llega la otra semana." Pasó la otra semana y la otra y estas se convirtieron en meses y el papito no llegó, pero siguieron las preguntas y las respuestas evasivas, los no se, los de pronto, hasta que se le agotaron las mentiras.

El abogado llegó a la guardería con los agentes federales y la orden de captura. La niña al verlo reaccionó asustada y tímida al comienzo, pero después de unos lentos y expectantes segundos corrió y abrazó a su papito sollozando de alegría. El hombre se conmovió, se trago las lagrimas y se sentó en el cuarto de juegos a esperar a que la bella rubia llegara a recoger su hija. Le dijo a los agentes federales que se fueran, que el arreglaba este penoso asunto solo, en familia.

Había sido difícil rastrearla, tardo meses, pero gracias a sus contactos con el FBI logro ubicar la niña apenas la mama la registró para que comenzara en la guardería. No reaccionó instintivamente corriendo a detenerla y recuperar la niña. Se tomo su tiempo para enfriar las emociones y poder actuar sin enojos, pues se conocía y sabia que su impulsividad lo había llevado a cometer muchos errores en la vida. Esta era la segunda semana que venia vigilando la guardería y viéndola recoger la niña, las había seguido, sabia donde vivían. La primera vez que la vio se impresiono muchísimo; envuelta en un viejo y descolorido abrigo de lana, que mas que puesto, le colgaba de sus huesudos hombros, con el rostro demacrado, los ojos como de pájaro muerto, sin brillo y el pelo, esa abundante y dorada cabellera que rizada le caía en cascada coquetamente sobre los desnudos hombros eran un manojo, un chamicero de hilachas grises y opacas.

Se impresiono, lo embargó una profunda pena, sintió lastima y dolor, pero el amor por su rubia lo percibió intacto, reactivandose al verla. Esa noche que llegó a casa durmió por primera vez tranquilo, sin sobresaltos ni desvelos. La iba a recuperar de nuevo y esta vez sin los errores del pasado.

La niña corrió contenta a abrazar a su mama y darle la buena noticia de que papito por fin había regresado del viaje. Se miraron tensamente; ella con los ojos agrandados de miedo, de desespero, buscando de reojo un escape, una salida para tomar su niña y correr, huir del lugar; el con la mirada anhelante del que encuentra la cura para sus males, del desahuciado al que le escuchan sus plegarias y se cura milagrosamente. Ninguno se movió, ninguno habló. Ella estaba petrificada, el ansioso de abrazarla y temeroso del seguro rechazo.

La niña corrió hacia su mama para tomarla de la mano y acercarla hacia su papito para que se abrazaran los tres, ella no se movió, no podía, estaba anclada en ese lugar. Por su mente desfilaban como en una vieja y silente película proyectada en la pared los momentos vividos con el abogado, las noches de entrega a sus desenfrenos hormonales, las llamadas para controlarla, las intempestivas aparecidas en el apartamento, la huida en el tren, las noches de paz en que abrazada a su pequeña hija se dormía pensando en el incierto futuro que le esperaba y en este momento en que el abogado apareciera de nuevo.

Cedió ante la alegría y la efusividad con que su hija celebraba el encuentro, se acerco lentamente, casi sin respirar, muda y fría. El abogado reaccionó y aprovechando la ocasión, -como aquella primera vez en la celda que la abrazo largamente para consolarla-  apoyado por la felicidad de la niña se acercó también y la abrazo. Fue diferente el abrazo, un hombre anhelante, esperanzado y titubeante con una mujer fría, asustada y desesperanzada. Dos seres lejanos, separados, aislados, volvían y cruzaban sus diferentes caminos forzando sus destinos nuevamente.

El abogado se sentía cansado, el peso de los años lo agobiaba con una enorme carga de temores, dudas y frustraciones sostenida en sus encorvados hombros. Sabia que su tiempo se estaba acortando y quería soltar la rienda un poco, ser mas tolerante y permisivo con su bella rubia para mantenerla a su lado. Le dijo claramente que ahora que la niña estaba estudiando podía trabajar medio tiempo para mantenerse ocupada y tener un poco de plata disponible para ella. Aceptó, el hombre que estaba hablándole, que tenia en frente de ella no era el abogado altivo y orgulloso  de sus raíces indígenas, era un anciano de liso cabello cenizo y rostro surcado como corteza de árbol viejo. Ella también se sentía acabada pero sus cuerpo estaba vivo y su espíritu seguía indomable.

El hermano llegó y se sentó en la cama a su lado, le sobo su desmarañada cabellera y con el revés de la mano le acaricio la mejilla, ella soltó en llanto, trato de levantarse de la cama para abrazarlo pero no pudo, el la detuvo, la miro profundamente con una mirada milenaria, infinita, llena de amor, de ese amor que los unió cuando el estaba encarnado y era su hermano. Ahora era otro ser, ella lo conocía, había sido su hermano, pero también su hijo en una vida muy antigua, en la que andaban descalzos, pidiendo limosna en las calles de una gran ciudad y habían muerto de peste muy jóvenes.  Sentía una paz espiritual que la llenaba toda, que la envolvía en un mundo etéreo, luminoso y atemporal. "Todo va a estar bien, sigue tu corazón" sintió que le decía pues sus labios no se movían y la voz venia dentro de ella, retumbaba en su mente, en sus entrañas, en todo su cuerpo y la sonoridad de la voz la relajaba, la apaciguaba y adormecía.

Amaneció radiante, alegre y animosa. Por primera vez en muchos años sintió la apagada vitalidad de su cuerpo en la ducha, al bañarse cuando el cálido chorro de agua golpeó descuidadamente sus pechos experimentando un leve y tímido despertar de sus pezones; se estremeció, se ruborizo, trato de apartar su desnudo y ansioso cuerpo del chorro de agua. Pudo mas el soterrado placer, el escondido deseo que la vergüenza del solitario gozo. Se dejo llevar por las emociones, por las sensaciones, abandonó su cuerpo al goce, dirigió el chorro de agua hacia su bajo vientre que comenzó a contraerse rítmicamente, apretó, en un torpe intento de caricias los blancos pechos con una mano y con la otra dirigió el placentero chorro de agua a su sexo ya húmedo y deseoso de sentir. Lo cobijó con su mano, lo estrujó, lo acarició y se dobló cayendo de rodillas sintiendo que la vida, en cada espasmo se le iba con el agua por entre sus afanosos dedos que no querían parar.

Como pudo asió al paralítico por detrás, lo cargo para depositarlo en la bañera, el hombre agradecido la miro con cariño y comenzó a enjabonarse. Llevaba trabajando con el casi seis meses y era la primera vez que le tocaba ayudarlo a bañar. Desnudo, con sus delgadas piernas colgándole como flecos de cortina y el arrugado miembro escondido en sus pliegues, comenzó a secarle el cuerpo después de que, aunando fuerzas con el lo había acostado en la cama. Era joven y aun conservaba su atlético cuerpo de la cintura para arriba; de rostro armónico y unas espesas cejas que le daban un aire de pensador y filosofo. Con la fricción de la toalla por su pecho y abdomen el paralítico comenzó a sentir una leve energía que le llegaba de su bajo vientre y el despertar del dormido falo no se hizo esperar. El paralítico se ruborizo y ella tapó el agrandado apéndice masculino con la toalla, saliéndose rápidamente del cuarto para que el terminara su labor solo. Al siguiente día lo primero que hizo al verla fue disculparse, que había sido un acto involuntario, que el no había tenido control, que el mismo estaba sorprendido por que era la primera vez después del accidente que eso pasaba, le juró y rejuró que no volvería a pasar delante de ella. Volvió a pasar y ambos entre juegos y risas fueron perdiendo la vergüenza, el temor y el respeto.

Terminó ella, sin saber a ciencia cierta si lo hacia por pasión, por curiosidad, por mera lastima con el muchacho o como un acto de ayuda y consuelo al paralítico acostándose con el en una maniobra en la que era ella la que llevaba la pauta y el ritmo en el acto pues el solo la miraba tendido en la cama con unos ojos de agradecimiento eterno, de infinita dulzura que le provocaban a ella un desconsuelo y unas ganas de llorar cada que terminaban de hacerlo, que mas que alivio a sus necesidades la entristecía. No tenia remordimientos ni se sentía culpable por lo que hacia, pues hacia tiempo que no tenia contacto intimo con el abogado y este solo le inspiraba un simple afecto, un leve cariño de benefactor.

Sus afugías económicas las tenia resueltas viviendo con el abogado, pero su vida se estaba desmoronando, ansiaba la llegada de la noche para en sueños encontrarse con su hermano, con su hijo o con su esposo pues se había visto en diferentes épocas, en pasadas vidas viviendo con el de diferentes formas, aunque el amor siempre había sido el mismo, permanecía intacto a través del tiempo, a través de muchas vidas juntos. Amanecía renovada, entusiasta, pero a medida que transcurrían las horas se iba desmotivando, se iba apagando y un cansancio, un abandono la invadía y ahora mas que nunca pues el muchacho paralítico había contraído una infección pulmonar y estaba agonizando en un hospital.

Después de la muerte del paralítico, como en una cascada de acontecimientos fatales que siempre habían rodeado su vida, el abogado cayó enfermo y murió. Volvió y quedo sola, desamparada y abandonada. El único consuelo, la única esperanza de nuevo fue su hija que estaba terminando la universidad y por la cual tenia que seguir viviendo, seguir sufriendo y seguir trabajando.

El cliente estaba apurado y exigía atención inmediata, ella corrió nerviosa con la bandeja en la mano y tropezó llegando justo donde el apurado comensal. La ensalada, la sopa y el vaso de jugo cayeron junto con la rubia sobre el enfadado hombre que de un brinco se paro vociferando maledicencias contra la pobre rubia que en el suelo trataba desesperadamente de ponerse de pie y recoger bandeja, platos, cubiertos y comida a la vez. Al momento el indignado cliente reaccionó tratando de suavizar su enojo pues considero que había sido culpa suya por sus imperiosas exigencias de atención inmediata en un restaurante atestado de clientela. Enseguida se agachó para tratar de ayudar a la señora que inútilmente trataba de ordenar el reguero y disculparse a la vez. De cuclillas ambos se miraron a los ojos, ella avergonzada y el apenado, al instante el reconoció esos ojos carmelita claro de seductoras pestañas y ella se ruborizó aun mas al ver en ese rostro maduro de cabello un poco cenizo al hombre casado de su época de la Avenida Roosevelt.

La esperó a la salida del restaurante, fueron a tomar un café juntos, se abrazaron largo y fuerte, ella lloró desconsoladamente en un desahogo imparable, incontenible, como un diluvio lloró hasta quedar sin lagrimas y esos ojos enrojecidos por el llanto le parecieron a el aun bellos a pesar de los años, a pesar del sufrimiento y el dolor por el que ella había pasado. Después de que ella se enamoró del candidato ideal, habían quedado de buenos amigos, confidentes, inclusive el la visitó unas dos o tres veces en la penitenciaria, pero después de su huida a Newark se habían desconectado hasta este momento en que la casualidad los ponía de nuevo uno enfrente al otro. Sabia ella que el se había divorciado, trató inútilmente de buscarlo, pero le fue imposible. El estaba casado nuevamente y tenia dos hijos, vivía en otro estado El destino les había regalado ese único encuentro, para consolarse, para abrazarse y contarse sus cuitas y para decirse adiós como buenos amigos.

Arrodillada en la iglesia, en la misa matutina del domingo le pedía al Divino Niño Jesus, su patrono, el que nunca le fallaba, que ayudara a su hija en los exámenes de graduación del ultimo semestre en la universidad, se iba a recibir de abogada y era la ultima alegría, el ultimo regocijo que creía iba a tener en vida. Se levantó difícilmente limpiándose las rodillas, estaba un poco pesada y las articulaciones le dolían en las mañanas y en especial en esos gélidos días de noviembre en que ese molesto frío se le entraba por toda su osamenta y la entumecía hasta el punto de no querer salir de la casa para nada y quedarse acostada todo el tiempo. Se vistió a pesar de sus dolencias y pesares, saco de su ropero el mejor traje que encontró y que aun le entallaba pues su descuido la había llevado a engordar demasiado. Lloro, pero esta vez de la alegría, de la emoción y orgullo de ver a su hija graduada, convertida en una bella muchacha de piel trigueña y ojos claros como los de ella. La ceremonia duro poco y después fueron a cenar, hablaron de trivialidades y ella le contó a su hija parte de su vida y sus pesares. Llegando a la casa al dobla la esquina, antes de subir las gradas que la llevarían a su apartamento alcanzo a divisar en la otra acera a su hermano, estaba igual de joven y elegante, la llamo sonriéndole y oyó que le decía "ya es hora ven, tu sufrimiento termino". Se acostó sabiendo que esa misma noche volvería a caminar por la avenida Roosevelt con su hermano.





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