El tio Yesid, un breve recuerdo

De muchachos, los primos y yo, nos subíamos al techo de la vieja casona de San Nicolas; la casa de la abuela Dolores. Desde allí divisábamos el inmenso patio trasero con sus frondosos arboles, veraneras, rosales y demás vegetación que hacían de el un lugar adecuado para perdernos descubriendo pasadizos secretos y escondites seguros para nuestros juegos y travesuras.

Al fondo a la derecha estaba el horno de ladrillo, grande y espacioso donde el tío Yesid colocaba ordenada y delicadamente las vasijas de barro y demás orfebrería que previamente había moldeado con sus prodigiosas manos en el taller. Las iba colocando en el suelo, sobre unas tablas próximas al horno en espera del momento adecuado para introducirlas al horno y cocinarlas; unas esperaban su turno brillantemente esmaltadas, otras bañadas en tintes minerales que les daban un aspecto de arte precolombino, otras en ocre barro crudo, rojizo, redondeadas vasijas de bronceada superficie semejando  voluptuosas caderas.

Allá arriba, pisando cuidadosamente para no romper las rojas tejas, caminábamos procurando no hacer ruido. El tío yesid, abajo, concentrado en su creativa y artística labor se sentaba en el rústico torno de madera y con el pie derecho hacia girar un disco que, conectado a un engranaje de poleas giraba otro disco de madera a la altura de su cintura donde colocaba el bloque de arcilla; barro humedecido y preparado que al girar vertiginosamente y al contacto de sus prodigiosas manos iba moldeando, formando, recortando, amasando hasta formar, ya una base de lampara, ya un jarrón, ya un florero, ya un candelabro u otra escultura artística que se le antojara.

Con los bolsillos llenos de pedruscos de diferentes tamaños, aguardábamos el momento preciso.

Lo veíamos salir y entrar del taller con su viejo sombrero de paja,  pantalones cortos de cuadros y desgastadas chanclas de cuero. El taller era una ramada construida sobre la pared final del patio con techo de laminas de zinc, enmarcada en frente con recuadros de malla metálica que permitían ver en su interior. Estaba abarrotado de recipientes con tintes minerales, bolsas de arcilla por todas partes, pinceles de todos los tamaños, rollos de papel, lienzos, cuadros, marcos, caballetes, acuarelas, pinturas inconclusas, libros de arte en el piso en columnas desordenadas. Lo mantenía bajo llave, pero en su ausencia no las ingeniábamos para entrar y husmear en todo el taller.

Una de nuestras travesuras predilectas era girar el torno a toda velocidad mientras uno de nosotros se aferraba al eje central aguantando al máximo el vértigo de la velocidad. Metíamos las narices y las manos en cuanta vasija y recipiente encontrábamos, husmeábamos todo, desordenábamos el estudio, ese pequeño lugar era la cueva de Ali Baba para nosotros; encontrábamos tesoros en cada rincón.

Nuestras caucheras, hechas del árbol de guayaba, seleccionando la mejor rama en “Y”, con cauchos fuertes unidos por el cuero que servia de cama para la piedra estaba lista en nuestras manos para comenzar la diversión.

El tío Yesid caminó hacia el interior de la casa dando por terminada su labor de creación para en la tarde comenzar el procedimiento de cocinado. Nosotros aprovechamos es momento para afinar la puntería y competir quien acertaba mas en las vasijas de barro que pacientemente esperaban el turno para endurecer su blanda superficie y convertirse en reales objetos de decoración o uso diario. Los pedruscos catapultados por las caucheras atravesaban la recién moldeada arcilla agujereando y deformando sus bellas formas.

El tío Yesid regresó inmediatamente del interior de la casona, tal vez a recoger del estudio alguna cosa olvidada o tal vez por ese raro presentimiento que tenemos las personas cuando algo interno nos avisa de un peligro. Del incrédulo asombro al ver parte de su obra destruida paso a la cólera, con su fuerte vozarrón lanzo improperios hacia todas partes girando su cuerpo hasta detectarnos en el tejado de la casona. Comenzó a arrojarnos cuanta piedra y objeto pesado encontrara en el suelo, se acerco, correa en mano y dando saltos blandio varias veces la gruesa correa de cuero que pasaba muy cerca de nuestros cuerpos que en alocada desbandada huíamos dando brincos por el tejado y rompiendo cuanta teja pisábamos en la escapada.

La paliza en nuestras casas no se hizo esperar cuando el tío Yesid, muy ofendido puso la queja a sus hermanos. Inconscientes, dañinos, traviesos, eso éramos en aquella época de infancia. Solo por el hecho de divertirnos hacíamos de las nuestras sin pensar en las consecuencias.

Hoy, con mucho tiempo y distancia de por medio veo la imagen de mis hijos reflejada en aquellas travesuras cuando por alguna razón actúan de la misma forma. Me enojo, los reprendo, tal vez me excedo un poco, pero después pienso en mi infancia y me digo; son solo niños tratando de divertirse un poco.

Me fui del país, me aleje de mi ciudad, pero mi papa siempre me enviaba los recortes de prensa o las revistas donde el tío Yesid era entrevistado o reseñada alguna exposición de su extensa obra. Nunca lo volví a ver ni cuando regrese a Colombia, pero siempre lo admire; un artista de vanguardia; el acuarelista, el ceramista, el pintor, el hombre incomprendido, el humano irreverente, el artista prolifero y genial, el Maestro Yesid Montaña Rizo, Q.E.P.D.

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