Aquella madrugada

“Cierre mi mano piadosa tus ojos de blanco sueño,
y empape suave beleño tus lágrimas de dolor.
Yo calmaré tu quebranto y tus dolientes gemidos,
apagando los latidos de tu herido corazón”.

José de Espronceda (España, 1908-1842)


Esa madrugada en particular se había levantado muy temprano; dio muchas vueltas en la cama tratando de conciliar el sueño pero le fue imposible. El calor húmedo y pegajoso mas el repetitivo ronroneo del ventilador lo exasperaban, lo desvelaban e intranquilizaban. En la noche, en la duermevela del silencio, al voltear el cuerpo buscando acomodo para sus dolencias rozó el de su esposa; abrió los ojos y delineo en la penumbra su contorno: se había engordado demasiado, yacía plácidamente en la cama con su bata de dormir enrollada hasta la cintura en una posición fetal que le dejaba al descubierto su descuidada y abultada figura. Habían pasado los años; de los últimos rescoldos de la llama de la juvenil pasión que los unió solo quedaban unas cenizas que el tedio se había encargado de diseminar. Sintió nostalgia por los tiempos idos y pena por ella pues el era de carácter fuerte y muy exigente en su hogar; con su comida, a la hora exacta y la temperatura adecuada; con su ropa, limpia y planchada lista para vestirse al salir de la ducha en las mañanas; el desorden lo irritaba, el ruido cuando trabajaba en casa lo molestaba, hasta el punto, se acordaba muy bien de aquella tarde en que enfurecido por una nimiedad que en su momento lo saco de casillas, se abalanzó contra ella, contrariado por que el vaso de jugo que le sirvió no estaba tan frío como el siempre lo requería, para asentarle un puñetazo en la espalda, con tan mala suerte para ambos que en el preciso instante en que levantaba la mano para darle el golpe ella se volteo y lo recibió en la cara. La sangre y la gritería alertaron a los vecinos que fisgoneaban por las ventanas, los cuales llamaron la policía; fue detenido por violencia domestica, pero su esposa desistió de los cargos para sacarlo de la inspección de policía donde permaneció todo el día.

Cerro los ojos nuevamente en un inútil esfuerzo por abandonarse al reconfortante sueño que tanta falta le hacia, no pudo, su mente dio paso al preciso instante en que la elegante mujer, con la sofisticada cámara fotográfica que había llevado a su taller le dijo apretando levemente su mano entre las suyas al despedirse: “cuidado con borrar las fotos de la memoria, hay unas cuantas que son muy especiales para mi, se las recomiendo”. Y guiñando el ojo con una sonrisa picaresca se había marchado. Seis meses, o tal vez ocho, no lo recordaba muy bien, habían pasado desde ese momento, y desde ese momento el tiempo había corrido vertiginosamente, su vida había cambiado y sus emociones se habían intensificado. Las fotos que contenía la cámara y que con curiosidad había querido ver apenas se hubo marchado la elegante dama no mostraban nada en especial; unas cuantas tomas de ella con una pareja de jóvenes en los veinte años que supuso eran sus hijos; otras de ella en temporada de invierno en algún país del hemisferio norte pues las calles estaban cubiertas de nieve y ella lucia muy abrigada. Solo dos o tres en una piscina, luciendo un ajustado traje de baño oscuro de una sola pieza que contrastaba con su blanca piel y le resaltaba su torneado cuerpo. Estaría en la cincuentena de su vida pensó en ese momento, pero se conserva muy bien se dijo a si mismo repasando las fotos de nuevo. “La plata”, se oyó decir en voz alta y terminó pensando: se ve que lleva una vida sin preocupaciones.

Abrió de nuevo los ojos y miro el reloj que pacientemente marcaba la hora con su tenue luz verde digital; las tres y media de la mañana. Todavía le quedaba hora y media, trato de dormirse cerrando los ojos, abrazó la almohada en su cara para minimizar los atronadores ronquidos de su esposa. Se fue desprendiendo un poco del entorno para caer en el justo momento en que la elegante dama volvía a la tienda a recoger la cámara fotográfica. El, por alguna desconocida razón la había estado esperando ansioso, quería verla, conversarle un poco y quien sabe, invitarla a un café. La espontaneidad, la risa fácil y contagiosa de la mujer lo hicieron olvidarse de todo por un momento en el que solo existía ella enfrente de el riendo, gesticulando, conversando y el, magnetizado, hipnotizado sin tan siquiera pestañear para no romper el encanto y desbaratar el hechizo de su arrolladora presencia.

A las cinco en punto el irritante sonido del despertador le desbarato el hechizo pues en esa hora que le quedaba de sueño solo estuvo la elegante dama riendo, jugueteando con su pelo, moviendo las manos expresivamente al hablar, aceptando la invitación a tomar café, a cine, a bailar, a pasear y luego, por ultimo al motel en las afueras de la ciudad donde en un cuarto estrambóticamente pintado de rojo encendido, con espejos por todas partes y una tenue luz ámbar, el ya de 56 años, incipiente calvicie y exceso de peso, había desenterrado, alborotado y revivido su perdida vitalidad en un espasmo de locura, gritos, jadeos y sudor.

Encontró el paraíso perdido, en esos seis meses perdió peso, se le fueron los dolores físicos y le mejoro el carácter agrio que siempre se le acrecentaba al llegar en las noches a su casa. Reía, se acicalaba mas de la cuenta al salir en las mañanas para su tienda de reparación de cámaras fotográficas y en las noches, cuando llegaba a la casa conectaba su ipod al equipo de música de la sala para escuchar melodías alegres, bailables y en especial una del Grupo Niche que lo motivaba: “Una Aventura”.

El reconfortante choro de agua fría de la ducha lo despertó y vigorizó pero también le trajo las ultimas palabras de la dama elegante que nerviosamente le había dicho la semana anterior: “mi ex marido llegó de Nueva York, estuvo preso por tres años, tendremos que dejarnos de ver por un tiempo mientras arreglamos lo del divorcio”. Y que?, pensaba, fueron tres años, que viene a buscar el hombre?. “Es muy violento, me dijo que quería verme”. A el eso no le importaba, era un hombre de acción y nunca se había acobardado ante nada por muy riesgoso o peligroso que fuera; pero ella le había recomendado que no la llamara por ningún motivo, que ella lo buscaría de nuevo apenas solucionara este inconveniente. Una semana, una larga semana de aridez, de angustia que lo tenían nuevamente irritable; muchas veces había tomado el celular tratando de llamarla pero al  momento de marcar el ultimo numero se había contenido y eso le ahuecaba el corazón, le acrecentaba la soledad.

Al salir de la ducha el penetrante y agradable olor a café lo volvió a la realidad, su esposa ya estaba en la cocina preparándole el desayuno como a el le gustaba; primero le paso el jugo de naranja bien frío y después, en la mesa encontró la taza de café humeante con los huevos revueltos al lado y las dos tajadas de pan con mantequilla y mermelada justo en su punto, justo al momento de salir del baño. La miro un rato, mientras ella, de espaldas seguía con los quehaceres matutinos; la vieja bata de dormir desteñida se acomodaba a las redondeces de su cuerpo como una segunda piel, su desgreñado pelo, canoso y mal tenido lo sostenía en una moña que semejaba el nido de algún pájaro agorero. Tuvo un leve impulso de levantarse y abrazarla para agradecerle todos esos años de sufrimiento a su lado, de aguante y sumisión; trato de pararse y caminar hacia ella… pero no!, que le diría al abrazarla, que la quería, no!. Estaría abrazando a un cuerpo extraño, a alguien muy lejano que no encajaría en sus brazos, ni en su cuerpo, ni en su corazón, ni en su vida. Ella era parte de la casa, un mueble mas, mas no era parte de su vida. Se levantó, se cepilló los dientes y salió de la casa.

El ruido de los carros, la gritería de los vendedores ambulantes, el olor a gasolina y aceite quemado de los centenares de vehículos que a esa temprana hora transitaban atestados de gente lo alejaron de sus pensamientos y enfilando hacia la autopista se perdió entre la hilera de carros que pacientemente avanzaban. Frenando, avanzando, haciendo quites o insultando a algún peatón o motociclista que temerariamente le cerraban el paso logro llegar a su trabajo. Eran las ocho de la mañana, estacionó su vehículo a un lado del taller, al apearse del carro noto lo sucio que estaba el anden; botellas vacías, papeles por doquier. “Lo primero que tengo que hacer es barrer el anden”, se fastidio un poco pues el sol daba directo al lugar y el salir a barrer implicaría sudar un poco y tendría que estar todo el día con su ropa pegajosa y mal oliente. No se percato de los dos muchachos, tal vez en la quincena de su vida que distraídamente jugaban con un balón a esa temprana hora de la mañana a unos cuantos pasos de el. Avanzó hacia la reja metálica de protección que cubría la puerta de entrada al taller, se quitó el manojo de llaves que le colgaba en la cintura y comenzó a buscar la llave del candado para abrir la reja, la encontró, se agacho e introdujo la llave en el candado, lentamente retiro la gruesa cadena, el ruido de la pesada reja metálica al subir le impidió escuchar las dos detonaciones que a su espalda se produjeron. Justo en ese momento en que la reja terminaba de enrollarse sobre su cabeza en el marco de la puerta, sintió los dos quemonazos en su espalda, como si algo caliente lo hubiera atravesado, giro instintivamente sobre sus talones para mirar hacia atrás al tiempo que se llevaba las manos a su estomago y algo caliente y espeso comenzaba a mojarle las manos. En el cuello y en la pierna sintió en ese mismo instante los otros dos impactos que le doblaron el cuerpo mientras en la caída alcanzaba a ver a dos muchachos que corrían hacia el con algo en sus manos que no distinguió. Al derrumbarse al piso su rostro se golpeo duramente contra el pavimento y cosa extraña, pudo detallar en el suelo lo sucio que realmente estaba el anden, se preocupo por que ahora no podría barrerlo y con la espesa sangre saliendo de su cuerpo mucho menos. Comenzó a tener convulsiones y espasmos musculares incontrolables; era raro, a su cuerpo se le estaba escapando la vida por los agujeros producidos por las balas y el estaba contrariado por el anden. Una cortina de sangre le cubrió la vista y los ruidos, alboroto y gritería de la gente se fueron alejando hasta quedar todo en silencio y en la mas absoluta oscuridad.

Los muchachos doblaron la esquina guardando sus armas en la cintura y  mirando al cielo se echaron la bendición para agradecerle al Divino Niño un día mas de trabajo exitoso.

(En memoria a mi amigo de la infancia asesinado vilmente la semana pasada en nuestra ciudad natal)

Comentarios

  1. Siento mucho lo del asesinato de su amigo. Paz en su tumba.
    Gracias por la invención y el relato, lo leí todo y me sorprendió el final.

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  2. Ana María, las muertes repentinas son asi, impactantes, avasalladoras, pero igual quedan los recuerdos y las anecdotas, esta es una de ellas. Gracias porr tus comentarios

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