Un domingo

Se levantó de la cama con inusual agilidad para su edad. Se sentía vigoroso, renovado; extrañamente no le dolían las articulaciones. Le gustó esa sensación de liviandad. A rápidos trancos llegó hasta la cocina dispuesto a sorprender a su mujer con un delicioso refresco de verduras y frutas, pero supuso que el ruido del motor de la extractora de jugos la despertaría. Opto por no hacerlo. Abrió la ventana y respiro el aire frío y fresco de la mañana. Era domingo, día de no hacer nada, solo dejar pasar las horas holgazaneando por ahí; pero no quería desaprovechar esa racha de vigor, de energía que sentía circular por su cuerpo.

Se desnudo para dirigirse a la piscina y nadar un rato. Con sus hijos lo había hecho muchas veces; los tres con su masculinidad al viento, nadando, hundiéndose en las transparentes y clorificadas aguas de la piscina, se sentían libres, nadaban con mas soltura, como despojados de tabúes, de etiquetas, de normas cohibitivas y moralidades represivas. Pasó frente al espejo que estaba adosado en la puerta de la ducha que daba a la piscina. Se quedo contemplando su cuerpo un rato, despacio, sin prisa, llevaba las gafas puestas y podía observar en detalle su deterioro. Se desconoció; el reducido y desvencijado hombre que estático y sorprendido lo miraba desde la profunda óptica del espejo lo asustó.

Se paso la mano por las mejillas, la irregular barba ceniza que comenzaba a abrirse paso por entre los folículos del rostro lo avejentaban un poco mas, se noto ojeroso, debajo de la barbilla el cuello había iniciado su declive y la arrugada piel comenzaba a descolgarse. "A esta edad" pensó, "el amor es mas costumbre que otra cosa". "Que ve mi mujer en este cuerpo?", se preguntó. "El habito, la lealtad, el estar siempre ahí, en el momento justo", se respondió a si mismo. La pasión había disminuido, pero la calidad del tiempo compartido había aumentado, los viajes, las caminatas cogidos de la mano por la playa en los atardeceres, las largas conversaciones recordando el pasado y planificando el corto futuro que les quedaba, eso los unía, los mantenía vivos y sin amarguras.

El sol que entraba por la ventana entibio un poco su cuerpo, lo regocijo, se estremeció levemente y sintió, cosa rara, un leve despertar de su descolgado y arrugado falo; miró a su mujer que plácidamente dormía en la cama. Un pensamiento libidinoso lo recorrió y trato de avanzar hacia ella para aprovechar ese único y precioso momento que le regalaba la vida en su ocaso. Se contuvo, si algo enojaba a su mujercita eran las despertadas en la madrugada cuando el, al abrir los ojos comenzaba con los escarceos amorosos y pasionales importunando los placenteros minutos que aun le quedaban de sueño a ella.

Se hundió en la fría y cristalina agua de la piscina, abrió los ojos bajo del agua, buceo un rato y salió a la superficie a tomar una bocanada de aire. Renovado, despierto y animoso braceó un rato mas. La vieja perra que dormía placentera a un lado de la piscina recibiendo los matutinos y saludables rayos del sol ni siquiera se inmuto cuando el pasó por encima de ella mojándola para dirigirse al equipo de música. "Con los años que me quedan" de Gloria Estafan salió suavemente por los altavoces en una melodía que lo envolvió produciéndole un sentimiento que le humedeció los ojos en un arrebato de nostalgia. Aguanto, se tragó los sollozos, se había vuelto de lagrima fácil, todo lo entristecía, todo le afectaba, una despedida, un encuentro, el final de una película, hasta los comerciales en la televisión.

Su esposa, a través de los grandes ventanales del cuarto que daban a la piscina seguía dormitando, se pegó al vidrio y la contempló un rato. Muchas noches, en la penumbra del cuarto, cuando sorpresivamente se levantaba para ir al baño, se quedaba al borde de la cama parado, contemplándola extasiado, enamorado; la examinaba y le velaba el sueño. Abandonada en la cama, con los ojos cerrados y el desordenado pelo sobre el rostro, lucia indefensa, frágil, no denotaba el fuerte carácter que la había ayudado a mantener a flote la familia aun en los peores momentos de crisis. Mas sin embargo pesar de los años se veía hermosa y juvenil, adormilada en la mullida cama. Luego doblaba su cuerpo y le estampaba un tierno beso en la mejilla o en la frente; ella aletargada sonreía, se movía un poco arrellenandose en medio de las almohadas y seguía durmiendo.

El aroma del café recién colado le invadió los sentidos y se dirigió a la cocina saboreando de antemano la caliente y humeante taza que se iba a tomar. Salió con el pocillo en la mano y se apoltronó en una de las sillas de patio debajo del árbol de mango que muchos años atrás había sembrado y que en cada cosecha le regalaba la frescura de su sombra y la dulzura de sus frutos. Retrocedió, se hundió en el pasado y comenzó a desempolvar viejos recuerdos, olvidadas memorias, antiguas vivencias. Iba y volvía de un recuerdo a otro, de una anécdota a otra, tan vividas, tan reales que percibía olores y sabores. Se vio de niño, subido a un barranco de tierra en la carretera, llorando por que descuidadamente había trepado muy alto y no podía retroceder ni bajarse. Su papa, abajo tratando de llamarlo y alcanzarlo: "Suéltate hijo que yo te recibo en mis brazos, todo esta bien nada pasara". Asustado miraba hacia abajo y mas se aferraba a las altas rocas. Veía a su papa muy lejano abajo en la carretera, se le estaban entumeciendo las manos de tanto aferrarse y perdía fuerzas. No se desprendió, se cayó y su papa lo recibió en sus brazos: "viste hijo, nada paso, ven conmigo estas a salvo yo te cuidare". Se vio abrazado al cuello de su papa sollozando, feliz y a salvo. Tan real era el suceso que olía la tierra desprendida de las rocas y el suave aroma de los helechos que arrancó en su caída.

El niño que su papa llevaba entre los brazos lo miró, le sonrío y lo llamó; se quedo viéndolo, tuvo ganas de pararse y abrazarlos a los dos, de ir con ellos. Su papa volteo de nuevo la cara y le repitió: "viste hijo, nada paso, ven conmigo estas a salvo yo te cuidare". Se soltó en llanto; al principio entre sollozos y luego a borbotones, en un desahogo infinito, interminable, una cascada de sentimientos encontrados le brotaba como un manantial represado abriéndose paso por entre sus entrañas, imparable, incontenible. El tiempo se detuvo… o paso muy rápido no lo podía calcular. El llanto, las imágenes, los recuerdos, los sentimientos iban, venían, desaparecían, se superponían, se difuminaban, se clarificaban, toda su vida en un collage de escenas, de adioses, de abrazos, de iras, de perdones, de dolor, de risa; iban y venían a través del llanto.

La mano sobre su hombro lo volvió a la realidad. "Hijo, ya es tiempo vamos, ve a tu cuarto a despedirte". Se sobresalto, quedo parado, estaba solo, la taza de cafe cayó al suelo y se desperdigo en infinitos pedazos de porcelana. Ligero corrió a la cocina a traer algo con que recoger los pedazos. En la cocina volvió y escucho la voz: "ve a tu cuarto hijo". Un poco molesto e intranquilo se dirigió al cuarto.

El desgarrador grito, el lastimero y ahogado lamento lo precipito corriendo al cuarto: su esposa trataba en vano de revivir el frio y yerto cuerpo de el que tendido en la cama se le escurría de los brazos. "Te lo dije hijo, ya es hora vamos". A su izquierda una luz brillante en forma de túnel emergió de la pared y a su derecha su papa apreció, lo cogió de la mano y se lo llevó.






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