La viuda

Me miro de arriba abajo: "bienvenido, este es su cuarto". Le devolví la mirada y sonreí. Era una mujer en la cuarentena de su vida, de negro pelo recogido en una austera trenza que le llegaba mas abajo de la espalda. Menuda, frágil, blanca, de rasgos finos, denotaba descendencia europea, de caminar suave y silencioso. Su traje, oscuro de pana estilo sastre le llegaba mas abajo de la rodilla, medias veladas cubrían sus piernas. Nada de maquillaje, sobria y modesta como la decoración de su casa, así era la viuda cuando la conocí, así era su vida hasta que el destino o la casualidad llevaron mis andariegos pasos hacia la puerta de su casa en Cuenca, en la sierra sur ecuatoriana.

Había puesto un aviso clasificado rentando una habitación disponible en su vivienda para universitarios. Allá llegué, con mis 18 años y una desvencijada maleta llena de sueños e ilusiones que al final se quedaron en la maleta y se diluyeron con el tiempo.

La casa, una vieja construcción estilo español, de grandes ventanales recubiertos con verjas de hierro. Paredes altas, gruesas, de cal blanca y superficie irregular, terminaban en el cielo raso atravesado con robustas vigas de oscura madera. El piso, baldosín de barro cocido le daba un aspecto de convento a la morada. Sobre la chimenea en la sala, estaba un retrato en blanco y negro de su difunto marido; hombre enjuto de gruesos bigotes y transparentes espejuelos redondos. Al lado de la fotografia dos veladoras permanecían encendidas todo el tiempo, "iluminandóle el camino al mas allá", me lo confesó un día la viuda. Cuadros de imágenes religiosas enmarcados en dorada madera bruñida adornaban las austeras y desoladas paredes de la casa.

Mi cuarto tenia una cama de cedro natural, sin mucho pulimento con un colchón relleno de paja, duro y frío como losa de mármol. Una mesa rectangular que hacia las veces de escritorio con una lamparilla encima estaba a un lado de la cama y al otro lado un armario grande de madera cafe oscuro, olorosamente alcanforado en su interior. Un corredor largo flanqueado con dos pesados candelabros de bronce unía mi cuarto con la sala. Al otro lado de la casa, atravesando la sala estaba el aposento de la viuda. La cocina al lado izquierdo de la sala y el comedor al lado derecho mas otros dos cuartos ubicados en la parte trasera de la casa componían la estructura de la vieja casona.

16 grados centígrados era la temperatura usual de esa franciscana ciudad paramosa, rodeada de bosques andinos, calles adoquinadas, grandes casas coloniales, gente enfundada en ruanas y sombrero caminando por las estrechas aceras. No había mucho que hacer; de la universidad a la casa caminando de prisa para llegar a encerrarse en el cuarto a leer o estudiar y fines de semana muertos, lentos, tediosos, fríos, grises.

Afortunadamente una tarde, ya oscureciendo, caminando por la periferia de la ciudad, en una oscura callejuela me encontré con un bar, una cantina de mala muerte que anunciaba en un descolorido cartel: "Música Antillana" y "Baile hasta la media noche". Entré, olía a rancio y humedad, estaba un poco en tinieblas por el denso humo de los cigarrillos de los fumadores. Al fondo iluminada por unos reflectores de colores estaba la redonda pista de baile, circundada por mesas donde los clientes habituales compartían. La música con su característico sonido arenoso de los discos de acetato de aquella época dejaba escapar las inconfundibles trompetas de la Sonora Matancera con la voz de Nelson Pinedo cantando Mompoxina.

La música me sedujo, el ambiente me asusto. Me sente en una esquina poco iluminada de la barra para tratar de pasar desapercibido. La dependiente, que estaba detrás de la barra apenas me vio se me acerco; robusta, rollisa, avejentada y sudorosa me pregunto: "Que toma el jovencito?". Lo mas barato era la cerveza, hubiera deseado un aguardiente que me calentara el cuerpo, pero me resigne con la fria, agria y espumosa bebida. Venia en envase de a litro, todavia mas economica. me la puso sobre el mostrador con un raído y desdentado vaso de plastico. El sonoro ritmo candente de la musica antillana calentó mi cuerpo y la cerveza relajo mi aprehensión.

Del fondo, de la bruma y la oscuridad salió una pareja a tomarse la solitaria pista de baile. El hombre con un traje entero color crema y sombrero estilo Humphrey Bogart en la película "Casablanca", un poco mayor, de rasgos indígenas, delgado y elegante, llevaba de la mano a una morena con un ceñido traje satinado color rojo encendido haciendo juego con unos altos tacones abrillantados. Una abertura desde la parte alta de la pierna dejaba ver su torneado y oscuro muslo que la hacia lucir, a pesar de su madurez, voluptuosa y sensual. Los tambores retumbaron al ritmo de "Yo soy el son cubano" y el hombre se paseo por la solitaria pista soltando de vez en cuando a su pareja para dar una vuelta sobre si mismo y luego cogerla por la cintura para arquearla un poco y hacerla girar también. Estaba maravillado, extasiado, una compenetración de movimientos había en la pareja, un roce, una sutileza, un ir y venir acompasado por la desolada pista. Sus pies se entrelazaban, paraban, seguían, avanzaban, danzaban. Bailoteaban sus cuerpos asiluetados por la oscuridad para luego emerger luminosos por los multicolores reflectores del lugar. Fue mi único lugar de escape y entretención en el corto tiempo que estuve en Cuenca.

Había también un sitio, tranquilo, apacible y un poco surrealista al que me gustaba ir a sentarme en el borde y dejar vagar mi imaginación a otros lugares, a otras épocas. Era "El Puente Roto", construido en 1840 sobre el río Tomebamba y que fue parcialmente destruido por una gran creciente en el año 1950. Construido de piedra y mármol unido todo con mortero de cal y arena. Una gran obra que en arcos sucesivos iba de orilla a orilla. Quedo derrumbado y así se conservaba, hasta la mitad del río. Y allí me sentaba, por las tardes hasta que el frío viento del páramo me sacaba del lugar.

"Es mi responsabilidad velar por la seguridad de las personas que están bajo mi techo" me dijo la viuda como a los dos o tres meses, una noche en la que estaba entrando tarde a la casa. Me sobresalte al verla en el pasillo alumbrada solo por una vela que llevaba en la mano, el pelo suelto, cubierta su blancura con una negra bata de dormir de seda. Lúgubre la imagen, su sombra proyectada por la vela circundaba el pasillo a sus espaldas semejando un oscuro túnel detrás de ella. Iba a balbucear una disculpa pero prosiguió: "Usted vino a estudiar, esta llegando tarde, las calles son muy peligrosas y esta es una casa decente, ademas sus padres expresamente me recomendaron que tuviera cuidado de usted, espero que no se repitan estos incidentes", termino diciendo con su enigmática solemnidad, para dar media vuelta y marcharse.

Esa noche, casi al amanecer, volví y la vi llegar con la negra bata de dormir de seda ceñida a su cuerpo, sus oscuros ojos me miraban a través del largo pelo suelto, había algo de lascividad en su mirada. Se acerco en silencio al borde de mi cama y la negra bata de dormir de seda se deslizó suavemente por su cuerpo cayendo a sus desnudos pies. Me desperté sobresaltado y sudoroso, entre asustado y excitado. "Que locuras, que fantasias llegan a mi juvenil cerebro en estado onirico", pense. El chorro de agua fria en la ducha borro por completo el extraño sueño de aquella madrugada.

En la tarde estaba yo sentado en la mesa del comedor esperando a la viuda que por expresa orden dada a la muchacha del servicio, me había informado que cenariamos juntos. Me sentía incomodo, pues a pesar de que en aquella casa me asistían de comida, siempre cenaba solo, nunca en compañía de la viuda. La mesa estaba servida con un exquisito y oloroso tamal cuencano, hecho de harina de maíz cocida y relleno de carne de cerdo, huevos cocidos y pasas, envuelto en hojas de achura.

Llegó, como siempre silenciosa e imperceptible. Se sentó y me senté. Como era habitual en ella bendijo los alimentos y le agradeció al Supremo por "este bocado de comida", según sus palabras. Yo espere pacientemente a que terminara con su homilía, haciendo de tripas corazón pues el hambre y el olor me apremiaban a echarle mano a un tamal y comenzar a devorarlo. Me contó de su trabajo, era gerente de comunicaciones de la empresa estatal de telefonía de la ciudad, su difunto esposo había muerto en un accidente automovilístico hacia dos años, en los cuales se había retirado de la vida social y vivía austeramente esperando a que el "Señor, en su infinita misericordia se apiade de mi y me lleve a reunirme con mi amado", decía pausada e inexpresivamente.

Yo la escuchaba, no tenia mucho que hablar de mi, ni que contarle. "Se quiere desahogar un poco" pensé. Después de cada bocado que se llevaba a la boca, se limpiaba suavemente con la servilleta que reposaba en sus piernas, me miraba y continuaba hablando. Sus modales eran muy refinados, de etiqueta y eso hacia lenta la cena y larga la conversación. Por fin terminamos, o mejor dicho, termino ella por que yo hace rato había acabado y eso que se me permitió repetir. Pasamos a la sala a petición de ella, "si no le incomoda" me dijo.

De muebles apoltronados en cuero café oscuro y taches de hierro descansando sobre una espesa alfombra color mostaza era la sala, con su chimenea en una pared lateral chisporroteando volutas de madera consumida y dandole una calidez al lugar que no se sentia en toda la casa. Al sentarme en uno de los sofas me hundí incomodamente y no supe como colocar mi cuerpo, si con las piernas cruzadas, separadas, de frente o de lado. Opte por sentarme al borde y quedar con los pies firmes en el tapete.

Sirvió dos copas de vino tinto, "es un buen digestivo" me dijo cuando la mire un poco extrañado. "Ademas es somnífero, duermo sin sobresaltos hasta el otro día" concluyó. Al pasarme la copa, la bebida reflejo su intenso color rojizo por entre los dedos de ella y los míos; ese sutil roce, esa calidez de su mano me estremeció levemente, levante la vista y en sus ojos vi la mirada del sueño en la noche anterior, me ruborice y vacile en coger la copa. La viuda lo noto y me dijo: "es solo una copa no le hará daño, tómela".

Me la bebí de un sorbo y ella ni siquiera la había probado. "Ustedes los jóvenes de hoy en día viven la vida corriendo sin detenerse a disfrutar de los placeres diarios que el Señor nos regala". me dijo quitándome de nuevo la copa de entre mis nerviosos dedos. "En la mesa, y disculpe que se lo diga", continuo hablando: "comió muy de prisa sin saborear ningún bocado, sin degustarlo, sin sentir en su paladar la textura de los alimentos ni la sazón", yo la miraba en silencio darme cátedra de comportamiento. "Lo mismo le paso con el vino, lo sorbió sin sentirlo, sin aspirar el bouquet, sin adivinar su composición, sin descubrir en su cuerpo el aroma del barril de cedro en que fue añejado". Decía esto con lentitud, mirándome a los ojos y a la vez que hablaba se acercaba la copa a su fina y delgada nariz y olfateaba el vino moviendo la copa en círculos, dejando escapar según ella el aroma del encierro en la botella. "El vino hay que dejarlo respirar, que coja cuerpo, que se aclimate antes de sorber la primera copa". Concluyó la viuda.

Me fui a dormir y quede pensando en sus palabras, tenia razón, pero era joven, impetuoso; desbocado muchas veces, alocado otras más. "Ese actuar parsimonioso es para los viejos", razoné y me entregue en brazos de Morfeo. Volví y la vi, esta vez venia con una botella de vino en la mano y dos copas en la otra, la bata de seda negra la llevaba suelta y en las sombras de la habitación podía adivinar, escondido en los pliegues de la bata la blancura de su cuerpo. "Venga, le voy a enseñar a dominar es potro salvaje que lleva dentro, vamos a cabalgarlo con suavidad, despacio, al galope, que sean solo uno jinete y yegua". Me desperté, de nuevo sudoroso y agitado. La noche se escondió por el oeste y los primeros rayos del sol me encontraron borrando de mi cabeza los retorcidos sueños que estaba teniendo.

Pasaron mas de dos semanas y aparentemente la vida continuaba su curso normal pero en las noches la viuda casi siempre venia y me desvelaba. En dos o tres ocasiones que me la encontré, me preguntaba socarronamente: "va de prisa?. Recuerde, despacio" y me miraba maliciosamente. No le contestaba, solo sonreía, me ponía nervioso y quería a toda costa evitarla. Pero el destino, juguetón y sorpresivo me tenia otros encuentros con la viuda.

Los sueños, febriles y apasionados me estaban trastornando; en la vida real la timidez y la vergüenza me dominaban, pero dormido era el amante apasionado el muchacho fogoso que enloquecía a la viuda, que la elevaba a alturas inimaginables de gozo. Me decidí. Esa noche apenas llegara le iba a decir que me estaba consumiendo en una hoguera, que en mi cama me quemaba de pasion en sus brazos.

Sentado en la sala esperándola note que el retrato de su difunto esposo y las veladores ya no estaban. "Se canso de alumbrarle el camino?, se le acabo el luto?". Sentí un fresco, una alegría, algo de nerviosismo y excitación. Estaba intranquilo, me sudaban las manos, tenia un discurso preparado, lo había ensayado frente al espejo varias veces, estaba listo, no podía esperar mas; este febril amor, esta pasión nocturna por la viuda me quemaba el cuerpo, me ardía el corazón.

Llegó, atravesó el umbral de la puerta en la sala y la vi. "Como luzco?", me pregunto directamente, despojándose del pesado abrigo de lana que le cubría su menudo pero bien formado cuerpo. Se me olvido el discurso, se me trabo la lengua, sude, me sonroje. Vestía una falda gris, ligeramente ceñida que le hacían notar sus redondas caderas y sus delgadas pero bien torneadas piernas en armonía con una holgada blusa de seda blanca, el pelo suelto, igual que en mis ardientes sueños, le caía coquetamente sobre sus hombros. "Muy bonita señora" fue lo único que me salió.

"Venga siéntese aquí, a mi lado, tenemos muchas cosas que contarnos" me dijo llamándome con su mano. Sirvió sendas copas de vino, me ofreció una y prosiguió: "desde la ultima noche que hablamos, he pensado muchas cosas, he estado sintiendo otras, me imagino que a usted le ha pasado lo mismo?". Tenia la copa en la mano mecíendola suavemente cuando me hizo la pregunta. me apure un sorbito de vino, no mucho para no quedar mal con ella. Se me aclaro un poco la garganta: "Si por supuesto", le respondí, e iba a proseguir cuando la viuda me interrumpió de nuevo. "A veces, El Señor nos pone personas en nuestro camino para cambiarnos el destino y usted es una de ellas", me dijo degustando un poco de vino.

No podía de la emoción, me quedaba difícil ocultar mi alegría, "sentíamos lo mismo, mis sueños eran un presagio de la realidad", pensé. Esta noche caerá rendida de pasión en mis brazos. "He abierto las puertas a la vida" la oí decir y comencé a temblar un poco. Puso la copa sobre la mesita, cogió mis dos manos y continuo: "he abierto mi corazón al amor gracias a usted, a su juventud, a su presencia en esta casa". No pude mas, me levante dispuesto a abrazarla y besarla, ella también se levanto y remató: "Ramón entra te presento al chico que cambio mi vida y me hizo aceptar tu propuesta de matrimonio". Me desmaye.

Comentarios

  1. He pasado un tiempo delicioso leyendo tus historias, me alegró encontrarte como blog recomendado por P.H.
    Saludos cordiales

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  2. Estimado Mauricio:
    Me encanta tu estilo. ¡Qué bien escribes! La trama de este cuento es muy interesante y real. Un estudiante que inicia su vida amorosa y una viuda que reinicia la suya, pero, lejos de lo que el lector supone, no con él. Impactante final. Estupendo cuento.
    Me encantaría que comentaras los míos. Los links de mis blogs son:
    http://www.cuentoscronicasycroniquillas.blogspot.com y
    http://www.cuentosdelanocheazul.blogspot.com

    Te incluiré en mi lista de blogs para seguirte leyendo.

    Felicitaciones desde mi Caracas, y saludos cordiales,

    Myriam Paúl

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